DOCUMENTO 14
Fuente: Apuntes y Documentos para la Historia del Tradicionalismo Español, 1939 – 1966, Manuel de Santa Cruz, Tomo 8, 1946, páginas 63 – 77.
Carta de Fal Conde al Conde de Rodezno, de 4 de Junio de 1946
Exmo. Sr. Conde de Rodezno.
Pamplona.
Querido amigo:
Mi carta anterior no pretendía abrir una polémica. En representación de la Comunión Tradicionalista, y en su defensa, sólo me propuse advertirle, con la necesaria publicidad, que no ha tenido usted, ni podido arrogarse, representación alguna de la Comunión en sus negociaciones con D. Juan de Borbón, ni ha debido consentir que las Agencias le atribuyan ese carácter.
Al igual que otros disidentes del Carlismo –de más frecuente aparición en épocas de persecuciones– no se resigna usted a verse colocado ante la opinión como excluido de la Comunión jerárquica que, a prueba de heroicas lealtades, viene existiendo por delicada Providencia Divina.
Y así, no es extraño que, en su carta de contestación, procurando excusar una clara confesión de su apartamiento de nuestra disciplina, se refugie, como otros en sus circunstancias hicieron, en imputar errores a la jerarquía, dogmatizar las personales opiniones, y presentarlas avaladas por otros pareceres tan disidentes como el suyo.
Esté seguro que no descenderé al terreno de la discusión con usted, porque no puedo salir del cometido único que debo cumplir, según ya dije en mi carta anterior, y ahora me propongo subrayar.
En abril de 1937, en el periodo de la unificación política para constituir desde el Poder un partido oficial de estilo totalitario, prestó usted una destacada colaboración, cuyo exponente más público fue la reunión celebrada en Pamplona el 16 de dicho mes. Convocada por la Junta de Guerra de Navarra expresamente para dar cuenta de los propósitos del Generalísimo, comunicados a usted junto con otros, sobre la formación del tal partido único y orientaciones de la política del porvenir, sirvió, en efecto, para que usted informara a las ilustres personalidades carlistas congregadas de la conversación que con S. E. el Jefe del Estado había celebrado dos días antes, de las razones en que se proponía apoyar la medida política proyectada, y del contenido programático que usted creía iba a tener el partido oficial.
Su discurso, transcrito en el acta de la Junta, se caracterizó por estas notas: Primera, imperativo indeclinable del Jefe del Estado, contra el que no cabía resistencia; segunda, contenido programático perfectamente admisible para los carlistas; y tercera, indefectible extinción de la Comunión, aunque tal medida de gobierno no se adoptara.
Que se trataba de un acto de autoridad del Jefe del Estado; que no habían sido ustedes llamados para consulta, ni que había posible réplica; que las razones que inspiraban la medida de gobierno eran de imprescindible necesidad patriótica, constituyen los párrafos más sobresalientes de su discurso. Ni ahora, cuando el fracaso del partido oficial juzga la torpe visión de aquel momento, habrá quien niegue a ese su discurso una fuerte seducción de sus oyentes.
Así pues, cuando algunos de los reunidos abogaron por que se dirigieran representaciones a S. E. el Jefe del Estado para salvaguardar nuestros principios, usted repitió que habían sido llamados exclusivamente “para notificarles el Decreto que proyecta (el Generalísimo) sobre el partido único, y que, a su juicio, no procede el nombramiento de Comisión alguna que visite al Jefe del Estado”.
En segundo lugar, informó a los reunidos de que esa medida de gobierno que indefectiblemente iba a dictarse, y en tan graves razones patrióticas fundada, había de respetar nuestras esencias, pues que, según sus informes, el preámbulo del Decreto había de contener declaraciones de confesionalidad católica del Estado, “organización de la Patria con reconocimiento de las libertades regionales”, y otras bienhechoras medidas, hasta parar en la afirmación monárquica, “dejando el cauce abierto para la restauración en nuestra Patria de la Monarquía Tradicional”.
Y, por último, su discurso, en contraste con su optimismo en la versión del proyecto oficial, proyectó sobre los reunidos la más desalentadora visión sobre la desaparición necesaria y extinción forzosa de la Comunión Tradicionalista.
Por modo que, en disculpa de la desaparición de la Comunión que iba a decretarse al nacer el partido único, explicó a los asambleístas “que, pensando serenamente las cosas, las mismas realidades actuales de la vida española traen consigo ese mismo resultado”. Y procuró demostrarlo fundándose en que la Comunión Tradicionalista, en sus 103 años de lucha, había representado la protesta de la España tradicional contra un régimen liberal, contra una dinastía usurpadora e ilegítima, la lealtad a una dinastía legítima, y la actuación como un partido político. Por lo que, a su entender, desaparecidos el régimen liberal y la dinastía usurpadora, y extinguida la dinastía legítima, acababa nuestra razón de ser como partido.
“Ante esta nueva realidad –agregó– de la vida española, que es realidad también de la humanidad, ¿qué va a hacer la Comunión Tradicionalista?”. Y usted mismo se contestaba acto seguido con la siguiente frase: “Nos quedan unos principios, los de nuestro santo lema, que hemos de procurar infiltrar en la sociedad española”.
Resultado de esa orientación, efecto de tan pesimista augurio sobre el porvenir de nuestra Comunión, fue el acuerdo de los reunidos, en pro de la propuesta de usted, de enviar una comisión al Príncipe Regente “para decirle, con los máximos respetos debidos a la jerarquía, que el deseo de Navarra es que, cuando aparezca el Decreto de S. E. el Generalísimo sobre formación del partido único, la Comunión Tradicionalista tenga ya preparada una resolución adecuada para darla a conocer a la opinión española”.
Cuatro días después de esa Asamblea, publicaba el “Boletín Oficial del Estado” el Decreto de 19 de abril de ese año sobre unificación política y creación del partido oficial. Ni en su preámbulo, ni en su parte dispositiva, se advierte rastro alguno de las bienhechoras medidas que los asambleístas de Pamplona habían oído de labios de usted.
En el preámbulo se lee: “Como en otros países de régimen totalitario, la fuerza tradicional viene ahora en España a integrarse en la fuerza nueva”. Y más adelante: “su norma programática está constituida por los veintiséis puntos de Falange Española”.
La parte dispositiva del Decreto creó el partido oficial llamado de F.E.T. y de las J.O.N.S., como intermediario entre la sociedad y el Estado; disolvió todas las organizaciones políticas, con la consiguiente incautación de sus bienes; y volvió a calificar de totalitario el nuevo Estado, como misión política encomendada al partido oficial.
Pero el desengaño que, en los mal informados asambleístas de Pamplona, produjo este Decreto, no evitó que usted aceptara el cargo de miembro del Secretariado Nacional del naciente partido, y dirigiera al Príncipe Regente las cartas de puño y letra, fecha 24 de abril. Una, suscrita por usted con los otros señores designados para iguales cargos, en la que comunicaban a S. A. los nombramientos y las aceptaciones de los cargos; justificaban y alababan la medida política de la unificación; declaraban grave deber patriótico la colaboración política, comparándola, con manifiesto error, a la colaboración, obediencia y generoso servicio militar de nuestros requetés. Denotaban una plena adhesión a los términos en que habían de manifestarse los comisionados de Pamplona que llevaron al Príncipe esas cartas, y que, en escrito que le dirigieron –que no es del momento comentar por extenso–, propugnaban cerca de S. A., con vehemencia casi coactiva, que se sumara, en declaración pública, a la unificación política ya decretada [1].
De esas cartas de usted, quiero hacer simplemente dos citas:
En la carta personal de usted, se despedía del Príncipe con esta frase: “Personalmente crea, Señor, que sólo deseo ocasión de demostrarle mi afectiva adhesión. V. A. puede tener la seguridad de mi devoción, y de la justa estima que hago de sus servicios a la Causa”.
En la carta colectiva decía usted, razonando el deber de colaboración política: “El crédito ilimitado es postulado indeclinable de patriotismo y honradez. Seremos, pues, leales, con lealtad firmísima, tan leales, como nuestros voluntarios, al espíritu del Movimiento y a su Caudillo”.
Me dice usted en su carta del 3 de mayo que esta aceptación del cargo de F.E.T. no fue voluntaria separación de la Comunión, porque obtuvo del Príncipe su “asentimiento, expresa y verbalmente manifestado en París a los que con este objeto le visitaron”.
Niego rotundamente tal aseveración.
Buena prueba es la carta de S. A. a Don Luis Arellano Dihinx, fecha 18 de julio de ese mismo año, y que literalmente dice así:
Lisboa, 18 de Julio 1937.
Sr. D. Luis Arellano Dihinx,
Querido Arellano:
Para evitar toda ocasión de tergiversaciones en estos momentos de confusión, quiero que conste por escrito mi resolución a la solicitud verbal que ayer me formulaste, a nombre de los Conde de Rodezno y la Florida y tuvo propio, sobre que autorice o apruebe vuestra aceptación o permanencia en los cargos del Secretariado político de la F. E. T.
No puedo dar tal aprobación, ni a la remota y no autorizada aceptación, ni a la permanencia en los cargos, que es natural consecuencia de aquélla.
Ciertamente no me fue pedida dicha autorización a su tiempo por vosotros. Podían haberlo hecho sin responsabilidad alguna, como tantos otros carlistas han hecho después, aun ya dictadas las disposiciones que lo prohibían y sancionaban, y con mayor deber estabais obligados, porque dichos cargos habían de romper la solución de continuidad entre la jerarquía del partido y mi autoridad.
Vuestra labor anterior a la unificación; los ataques a mi Junta Nacional, que, dimisionaria, no podía lealmente hacer otra cosa que esperar mi resolución [2]; la iniciativa y fomento de aquella condenable reunión de Comisarios de Burgos [3], hacían contraindicada esa aprobación de vuestros nombres para dichos cargos, y especialmente la del Conde de Rodezno.
Mucho menos ahora, después de haberse promovido por vosotros, o por quienes os han seguido, que la Comunión sufra una dolorosa división que, gracias a Dios, está terminada por el saludable desengaño de los que, seducidos, os siguieron, y ya han recuperado el claro concepto de servicio, el más leal y abnegado a la causa de España, que preside S. E. el Generalísimo, dentro de la conservación más pura y la afirmación más concluyente de los ideales carlistas, que no son patrimonio de ningún hombre, a cuya reacción no poco ha contribuido la misma indefensión práctica en que habéis tenido, dentro de vuestros cargos, esos mismos intereses de la Comunión Tradicionalista.
No puedo admitir la menor responsabilidad en las dimisiones que hayan presentado ante el Generalísimo. Quienes aceptaron sin permiso, no pueden fundar en la falta del mismo tales dimisiones de cargos, que no dependen de mi autoridad, como que no son de la Comunión, ni pueden ser regidos por otra que la de S. E. que los constituyó; y en vuestra conciencia, que Dios Nuestro Señor ilumine, podréis juzgar cuál es la lealtad que al Generalísimo se debe en la F.E.T., y las obligaciones que conmigo tenían por la condición de carlistas.
Pidiendo a Dios que os asista con sus gracias, quedo tuyo afectísimo
Francisco Javier de Borbón.
Con igual falta a la verdad que en lo anterior, invoca usted en su carta del 3 de mayo que también fue autorizado para aceptar el cargo de Consejero Nacional de F.E.T. de las J.O.N.S. Júzguese tal aserto, y véase cuán autorizadamente quedó declarado que usted se había apartado de la Comunión jerárquica, leyendo la declaración del Príncipe Don Javier, hecha por él en una numerosísima reunión de personalidades carlistas celebrada en San Sebastián a los tres días del juramento solemnísimo de los postulados de Falange en el Monasterio de Las Huelgas:
El juramento prestado por algunos carlistas en el acto de constitución del Consejo Nacional de la F.E.T. y de las J.O.N.S., sin haber solicitado licencia a la Jerarquía de la Comunión Tradicionalista, y sujetándose en el mismo a la observancia de principios, reglamento y disciplina que, en parte muy importante, no son cohonestables con los principios y disciplina de un carlista, como quiera que no reclamaron oportunamente aquellas modificaciones, o rectificación de orientación, necesarias en buena doctrina tradicionalista, han colocado a los mismos fuera de la Comunión [4], que si bien fue disuelta en su estructura orgánica de partido por el Decreto de unificación, ni perdió, ni podía perder, su suprema Jerarquía monárquico-legitimista, ni destruir la fuerte comunidad natural de ideales de los buenos españoles, más acusada cada día mientras más característica de falangista se ha ido haciendo la unificación; matiz tan acentuado que, al llegar al presente momento de la constitución del Consejo, puede asegurarse que, ni en el ideario, ni en los signos externos, se ha guardado la menor consideración a nuestras concepciones.
Durante el periodo de unificación, todavía no consumada, no obstante el largo transcurso de meses, vienen conservándose diferenciaciones entre las dos procedencias de los partidos integradores, como en los uniformes, himnos, signos, distintivos y, más que en nada, en las Milicias del frente; como en la perduración de las masas y conjuntos tradicionalistas, que acreditan la subsistencia de nuestro ser colectivo, que, si no ha podido ser borrado, no ha sido por falta de docilidad de nuestra parte en el cumplimiento de lo mandado, de leal colaboración de nuestros hombres a los nuevos cargos, y de sufridísimo silencio por nuestra parte.
Esa permanencia, y la conservación del signo de procedencia de cada persona que es llamada a los cargos, hacen lícito, en el orden legal español, que cada uno vele por la mayor aportación que le es posible del ideario de la organización de dicha procedencia. Y cuando esto afecta a nuestro caso, sustentadores como somos de principios irrenunciables e imprescriptibles, no podían por menos nuestros leales que velar y laborar por la observancia más completa que pudieran de esas fundamentales doctrinas en la política del Estado.
Mucho más que en el común de los casos pesaba este deber sobre aquellos tradicionalistas que fueron llamados a cargos supremos de la política, porque eran estos cargos los que, según la lealtad o deslealtad con que procedieran, habían de conservar o romper la continuidad jerárquica con el principio monárquico, que es vital en el Tradicionalismo. ¿Y qué decir del hecho de aceptación de esos cargos supremos, sin las debidas licencias, si dicha aceptación había de hacerse con la gravedad y solemnidad de un juramento, y nada menos que para ligar la voluntad, con tan sagrado compromiso, a orientaciones políticas entre cuyos postulados está determinada la sucesión en el supremo poder público en forma de herencia por designación “testamentaria”, sin que sea la de la Monarquía con ley fundamental de sucesión dinástica?
La voluntariedad del acto realizado deja fuera de la Comunión a quienes lo han ejecutado, tocándome a mí, en estas circunstancias, únicamente declararlo así; sin perjuicio de que puedan rehabilitarse, ante mi Jefe Delegado, aquéllos cuyo comportamiento y lealtad anteriores a dicho momento les haga acreedores, si, a juicio de mi Jefe Delegado, subsanan debidamente la falta.
Dado en San Sebastián, a 5 de Diciembre de 1937,
Francisco Javier de Borbón Parma. Príncipe Regente de la Comunión Tradicionalista Carlista.
Usted mismo hizo constar en la Asamblea de Pamplona, abundando en sus razones por las que no debía pedirse al Generalísimo cosa alguna en punto a orientaciones del partido único, que la misma “no tenía la representación oficial de la Comunión Tradicionalista”. Y efectivamente, eso era una gran verdad, según claramente quedó patente por la condenación y desaprobación que de ella, al igual que de otra lamentable y dolorosísima reunión, celebrada en Burgos, hizo el Príncipe Regente, entre otros, en el documento dirigido a Don Joaquín Baleztena, del que luego se hará mención. “Los resultados de aquel conciliábulo –dice– fueron tan funestos como los de todo lo que es clandestino: el desamparo de la Comunión, y una incorporación a la unificación sin la debida defensa de sus legítimos intereses” [5].
Pero la Asamblea de la Comunión celebrada en Portugal durante mi destierro, el 13 de febrero de 1937, en el Palacio de Insúa, bajo la presidencia de S. A. R. el Príncipe Regente, sí que tenía carácter oficial y representación de la Comunión Tradicionalista. De su acta, firmada por S. A. y por todos los concurrentes, usted entre ellos, voy a recordarle unos puntos que desaprueban las orientaciones que, poco después, había de exponer en Pamplona, contraviniendo así lo acordado y suscrito en tan memorable Asamblea oficial:
“Queda concretado el pensamiento de la Asamblea, sin discrepancias, en la necesidad de afirmar nuestra personalidad ante el poder público, con todo nuestro contenido y con el recuerdo de que así hemos venido a la campaña”.
Y, por fin, quedó sentada, de una manera terminante, la necesidad de la Regencia previa a la restauración de la Monarquía en la persona del Rey en quien concurrieran las dos legitimidades, coincidiendo todos los presentes en que debíamos sostener y propugnar la solución de la Regencia “no sólo dentro de la Comunión, sino cerca de los Poderes Públicos”.
A la luz de estos hechos solemnes, y autorizados acuerdos, precedentes a su aceptación de los cargos de Falange y a sus manifestaciones en la Asamblea de Pamplona; y a la luz de elocuentes realidades que, hasta el momento presente, acreditan la supervivencia de la Comunión, ¿habrá quien disculpe el proceder de usted?
Negándome usted en su carta de 3 de mayo “el monopolio de la definición infalible”, porque me acusa de convertir mi opinión personal en la de la “Comunión jerarquizada”, al propio tiempo que me injuria cae usted en una grave falsedad, y en la petulancia de sobreponer su opinión personal –tan desacreditada por la experiencia política de estos años– a la de la Comunión, manifestada por la autoridad del Príncipe y en documentos de los que, aquéllos que he encontrado a la mano, voy citando.
¿Qué juicio mereció al Príncipe Regente las opiniones y actos de usted en la Junta de Pamplona, y en la aceptación de cargos de Falange?
Lo veremos brevemente, a la vista de un importante documento.
En la carta del Príncipe a Don Joaquín Baleztena, antiguo Jefe Regional Carlista de Navarra, fija en él magníficamente, y con extensión que no hemos de reproducir, la doctrina sobre nuestra colaboración al Movimiento. No es igual, según ella, la colaboración militar, incondicional, que la que podíamos prestar a la orientación política, de la que discrepábamos. La subsistencia de la Comunión es un punto fundamental de ese documento, y los sagrados deberes de la Regencia son algo más de los que usted le reconoce.
“[…]
En la política, también hemos de prestar nuestra colaboración más eficaz. Hay la diferencia de que, a la guerra, lo damos todo; mientras que, a la política, no podemos dar aquellas energías que preferentemente se consagran a la acción bélica, en la que se sirve sin reserva mental alguna.
[…]
Podremos discrepar, y deberemos acreditar, en derecho de petición, nuestra discrepancia, que es muestra de sinceridad, de lealtad y de eficacia en el servicio.
Nos encontramos en un periodo de transición; atravesamos un duro proceso de resurgimiento, cuyo éxito debe estribarse en la restauración de la Monarquía Tradicional. Y requiere, para ser éxito, el concurso, ante el Mando, de la Comunión sustentadora de la Tradición histórica de Legitimidad Monárquica: cometido principalísimo de nuestra Comunión, y principal deber de la Regencia.
Contraeríamos grave responsabilidad ante Dios renunciando a lo que es patrimonio de España: la Legitimidad de la Soberanía. […]
En esa doble legitimidad, la de la sangre sirve al bien común, como que toda la Dinastía se consagró y sujetó a principios inmutables sin los cuales no puede haber sucesión dinástica.
[…] Y recuerden que no bastan conjeturas caprichosas ni espejismos ilusionistas en materia tan grave, en la que hay que enjuiciar más hondo sobre las condiciones de dignidad de quien, en juramento solemne, ha de comprometerse a guardar nuestros fueros, nuestras “leyes viejas” y nuestra unidad católica, al par que recoger toda la grandeza del motivo, el honor y la gloria de la presente gesta.
No podemos ceder este sagrado ministerio. Nos abona la voluntad de nuestro último Rey; nos abona el juramento que ante su cadáver prestamos; nos abona la sangre de nuestros muertos. Y, por otra parte, no hay razón alguna para improvisar soluciones o fórmulas en esta materia […].
Quien, después de tan heroicas gestas, crea que debe renunciarse lo que tan abundantemente se ha conquistado; quien en el instante mismo de recibir la herencia de un siglo de heroísmos, quien ante la victoria, cree que puede entregarla a políticos que tuvieron a la Legitimidad en el Pretorio; quien, puesta la mano en el arado, vuelva la cara atrás, no es carlista.
¿Creyó alguno que afirmar estas ideas significa rémora a la función del Mando? ¿Pero dónde halló el Mando corazones más nobles, ni sangre más pronta a darse por entero, que en la sublime Legión del Carlismo? ¿Entendió alguno que, para ganar la guerra, es necesario dejar atrás ese punto principalísimo de nuestros postulados, que, si son esenciales, es porque pertenecen al ser nacional? ¿Pues, qué victoria sería ésa?
[…]
Véase aquí la más importante misión a cumplir por la Comunión Tradicionalista, en aquello en que es Comunión y no Partido, con perduración indefectible, bajo la suprema jerarquía, del principio legitimista.
A la luz de estas ideas, verán cuán erróneamente han creído algunos que para nosotros está todo perdido, y no nos queda nada que hacer. En Junta celebrada en Insúa, bajo mi presidencia, se fijó en febrero nuestra política a seguir, y, bajo el signo de las mejores garantías de acierto, se marcó la distinción entre lo que nos es común como españoles y lo que nos es propio como carlistas”.
Consecuente, inalterablemente consecuente, con las normas de permanencia de la Comunión Tradicionalista; en desacuerdo con las medidas de injusta disolución de la misma; y contrariamente a la colaboración con el partido oficial, nuestro Príncipe Regente, en todo momento, ha desaprobado cuanto se haya opuesto a las orientaciones oficiales de la Causa; y yo, si de algo puedo preciarme y sentir legítimo orgullo, es de haber observado fielmente las direcciones del Príncipe, combatiendo por todos los medios lícitos a mi alcance esas colaboraciones.
Si algunos, muy contados, carlistas fueron autorizados por el Príncipe, o por mí, para aceptar determinados cargos, debo consignar que a usted ni remotamente le alcanzan esas autorizaciones, y que, por tanto, su historial político de estos años se caracteriza por estas dos inconfundibles notas: Falta absoluta de fe en la existencia, virtualidad y destino de la gloriosa Comunión Tradicionalista, a la que había dejado de pertenecer; y colaboración tan eficiente como en su mano estuvo al Estado y al partido oficial, que nos desconocía, nos perseguía y conculcaba las esencias primarias y básicas del carlismo.
Tras esa incontestable afirmación, no quiero que le quede la disculpa de unas elecciones que, frente a un candidato del Gobernador, le confirieran a usted la Vicepresidencia de la Diputación. Si usted juzga que el sufragio de Alcaldes elegidos por el Gobierno es con arreglo a Fuero, es cosa que yo no comprendo.
Con este historial estaba usted en “su derecho” de prestar acatamiento a D. Juan. Si para usted la Causa de la Legitimidad no es otra que la mera sucesión genealógica, sin sujeción a principios esencialísimos; si para usted el Carlismo no ha sido más que el negativismo estéril de una protesta; si usted por Monarquía Tradicional no entiende otra cosa que la rigurosidad en el seguimiento sucesorio de estirpes familiares, podía usted rendir pleitesía al Príncipe que tuviera por conveniente. Que así lo pensara lo demuestran las cartas dirigidas al Príncipe, y su colaboración a la causa de D. Juan.
En sus cartas al Príncipe, junto con otras firmas de carlistas navarros, ¿qué perseguían que no fuera el reconocimiento de D. Juan por el Príncipe Regente? ¿Qué propósito ha animado la divulgación de esas cartas, y su propaganda por varias provincias, que no sea exteriorizar los violentos ataques que contra la Comunión Tradicionalista hacen? ¿Se concibe que un carlista pueda con honor solazarse en divulgar los juicios derrotistas que sobre nuestra existencia, nuestra eficacia, nuestra posibilidad, nuestro porvenir, allí se vierten?
Y no se proponían más que procurar arrastrar al Príncipe –bien se conoce que no están percatados de la rectitud de su conciencia– a lo que constituye el suplico de su primer escrito: “En definitiva, suplicamos a V. A., a imperativo de patriótico impulso, que designe el Príncipe en quien concurre el derecho de sangre y las posibilidades de reinar”.
¡¡¡El derecho de sangre y las posibilidades de reinar!!!
Y acaban el escrito con esta frase que sigue a la anterior: “Sólo así la Comunión, debidamente organizada, podrá tratar con él en estos momentos en que tan acuciadora se muestra la necesidad”.
Considérese, por fin, que acusan al Príncipe de que “ha debido señalar la sucesión con arreglo a las leyes […] y una vez señalada, ha debido dejar a la Comunión, compuesta de españoles, en libertad de tratar, debidamente organizada, con el Príncipe de Derecho, todo lo referente a su acople a las legitimidades de administración y ejercicio”.
La Comunión, sin el Regente, debidamente organizada, y dejada en libertad por su única autoridad nada menos que para perderla ante el que llaman Príncipe de Derecho, y para tratar del punto gravísimo y trascendentalmente nacional de la legitimidad en el ejercicio, llamándole acople.
No necesita usted que le recuerde la verdadera doctrina sobre el particular, que deliberadamente oculta. Pero, para general recuerdo, debo consignar como final de esta carta las siguientes declaraciones:
PRIMERA. La Regencia del Príncipe Don Javier fue instituida por nuestro llorado Rey Don Alfonso Carlos (q.s.G.h.) en el Decreto Real de 23 de enero de 1936, y complementada o reglamentada en la carta oficial al Príncipe de 10 marzo siguiente. Decláranse en dichos documentos reales los tres caracteres de la institución que, supletoriamente a la Realeza, dejó instituida el Rey:
Regencia de la Comunión.– En los dos documentos regios declara el propósito de no dejar huérfana a la Comunión, y el Decreto, en su cuarta declaración, ordena a todos “la unidad más desinteresada y patriótica en la gloriosa e insobornable Comunión Católico-Monárquica-Legitimista, por difíciles que sean las circunstancias futuras, para mejor vencerlas y alcanzar la salud de la Patria por el único camino cierto, que es el triunfo de la Causa inmortal”.
Regencia nacional.– En el indicado Documento, el nombramiento de Regente no se circunscribe sólo a la Comunión Tradicionalista, y así lo dice en su declaración 5.ª de la indicada carta: “He creído procedente la constitución de la Regencia, bien para que, con el concurso de todos los buenos españoles, restaurar la Monarquía Tradicional legítima, y, en su día, con las Cortes representativas y orgánicas, declarar quién sea el Príncipe en el que concurran las dos legitimidades”.
Designación del sucesor.– Y, por último, la misión de Comisario Real, declarando quién sea el Príncipe de mejor derecho, está sujeta por los Regios documentos a la condición, muchas veces repetida, de la concurrencia de las dos legitimidades, la de origen y la de ejercicio, subordinando “según las leyes españolas, la sucesión genealógica a la fidelidad a los principios doctrinales en el ejercicio de la Soberanía”.
SEGUNDA. La Comunión Tradicionalista tiene un ser propio e inconfundible, integrado, tanto por la lealtad al principio real, como por la fe en su doctrina. Su eficacia estriba en lo uno y en lo otro. Y como principio de unidad y de autoridad suprema de carácter monárquico, tiene a su cabeza a S. A. R. el Príncipe Regente. En circunstancias peores para la Comunión, de que llegara a quedar sin Rey, y sin Regente, el glorioso Carlos VII, en su Testamento político, previó la supervivencia de la Comunión y su deber de seguir unida y escalar el Poder para salvar a España.
En las presentes circunstancias españolas, derrocadas por varias Revoluciones sus instituciones tradicionales y no quedando huellas de la Monarquía, en crisis las libertades públicas, es temerario el intento de restaurar la Monarquía meramente por la entronización de un Príncipe. Desoír la Nación en tal momento es atropello incalculable a la sociedad española, a su soberanía social, a sus santas libertades. Es liberalismo y regalismo, totalitarismo y cesarismo.
Cuantos intenten restaurar la Monarquía, sin la previa política monárquica restauradora para restablecer las libertades públicas y afirmar las varias instituciones monárquicas en que la Nación se plasma, militan en las filas de un César, pero combaten al interés nacional. Eso no es patriotismo, eso es realismo.
En la confusión de los tiempos, la Comunión Tradicionalista, única que supo desaprobar la orientación totalitaria del Estado Español, es la única que ha sabido enarbolar, debidamente organizada, esto es, con su Príncipe a la cabeza, la bandera de las libertades patrias.
TERCERA. Esa gloriosa Comunión Tradicionalista, única continuadora de la que, durante un siglo, siguió a los Reyes legítimos de España, con sus lealtades y sacrificios, y con su unidad en la verdadera doctrina, es hoy, como siempre fue, la única verdadera solución de salvación nacional. Pero cuenta, como nunca alcanzó igual, con un verdadero predicamento dentro y fuera de España, debido principalmente a los apremios de la necesidad, al general desengaño hacia soluciones personalistas, y a su incontaminación en colaboraciones extrañas a su ser e ideario. En cuyo sentido, al crédito que se le concede de insobornable, se junta, dichosamente, el destacadísimo relieve, y descollantes méritos, que en Europa se reconocen a S. A. R. el Príncipe Don Javier, por sus acertados criterios, sus nobles actuaciones políticas y su abnegada voluntad.
CUARTA. Militan contra esa gloriosa Comunión Tradicionalista, y se rebelan contra la autoridad de S. A. R. el Príncipe; se oponen al patriótico designio y a la legítima conveniencia nacional, cuantos operan contra sus direcciones, y cuantos sirven a las contrarias. Y agravan extremadamente esta conducta los que arrastran a otros a esas reprobables actuaciones.
QUINTA. Merecen la pena de expulsión y la calificación de traición a la Causa cuantos, si pertenecen a la Comunión, caen en esas deslealtades.
Suyo afectísimo q.e.s.m.,
Firmado: Manuel Fal Conde.
[1] Aquí Fal Conde sufre una equivocación cronológica. El escrito de los comisionados del conciliábulo de Pamplona dirigido a Don Javier data del 20 de Abril. A Don Javier sólo le visitaron dos miembros de esa Comisión, el día 21 de Abril, haciéndole entrega tanto del mencionado escrito como del acta del referido conciliábulo.
Las cartas de puño y letra del Conde de Rodezno (una suscrita sólo por él, y la otra suscrita junto con los otros sujetos nombrados para el primer Secretariado del Partido Único de Franco) datan del 24 de Abril, y fueron entregadas a Don Javier por Agustín Tellería el día 28 de Abril.
[2] La Junta Nacional en pleno había presentado a Don Javier su dimisión, en solidaridad con el ataque a que había sido sometido Fal Conde por Franco con ocasión de la erección de la Real Academia Militar de Requetés. Véase la nota 5 a la carta de D. Javier a Joaquín Baleztena, de 26 de Julio de 1937.
[3] Conciliábulo celebrado en Burgos el 22 de Marzo de 1937, antecedente del de Pamplona del 16 de Abril. Véase la nota 3 a la carta de D. Javier a Joaquín Baleztena, de 26 de Julio de 1937.
[4] Los legitimistas (si es que algunos de ellos todavía lo seguían siendo en aquel entonces) que fueron designados en el primer Consejo Nacional del Partido Único de Franco fueron: el Conde de Rodezno (Tomás Domínguez Arévalo), Esteban Bilbao Eguía, Julio Muñoz Aguilar, Joaquín Baleztena, María Rosa Urraca Pastor, José María Valiente Soriano, Manuel Fal Conde, José María Oriol Urquijo, José María Mazón, el Conde de la Florida (Tomás Dolz de Espejo), Luis Arellano Dihinx y Tiburcio Romualdo de Toledo y Robles.
De todos ellos, Fal Conde rechazó la designación, y sólo estaban autorizados a aceptar el cargo Joaquín Baleztena y José María Valiente.
[5] Véase aquí el texto completo de la carta de Don Javier a Joaquín Baleztena, de fecha 26 de Julio de 1937.
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