TRÁNSITO DEL LIBERALISMO AL SOCIALISMO. EL CONCEPTO DEL TRABAJO.
Publicado el octubre 7, 2019 porcirculohispalense
Al investigar los orígenes mediatos de la cuestión social presente, no hay nadie que niegue el hecho evidente de que el descubrimiento de las máquinas, de los motores, de los transportes de la edad moderna, fue la causa material de la grande industria, y que ese hecho, que antes no se conocía, planteó nuevos problemas en el mundo. Pero hay otras causas, de orden doctrinal y político, mal estudiadas y que arrancan de las escuelas individualistas, sin las cuáles no puede ser comprendido el problema social.
Yo -contra lo que se cree, contra lo que se afirma por una observación superficial, o por repetir sin revisar lo que está dicho en los libros- creo que, aunque eso choque, aunque parezca que es una paradoja lanzada al rostro de la realidad, la causa del socialismo actual en todas sus formas y de la cuestión social tal y como ahora está planteada es el individualismo; aparentemente contradictorios, individualismo y socialismo, son en el fondo, en la esencia y hasta en la obra de su historia, una misma cosa o dos que se completan ¿Y sabéis por qué? Porque el individualismo ha engendrado el socialismo y le ha dado el ser de tres maneras. En la sociedad cristiana antigua, en esa sociedad formada por la Iglesia, o bajo inspiración de la Iglesia, no existía el ciudadano átomo; no existía el individuo aislado, que es una creación del filosofismo y de una economía liberal del siglo XVIII, y que hizo su aparición legal en el primer artículo de la Declaración de derechos de 1789. El hombre nace en un ambiente social y en él se forma; en una familia, en un municipio, en una clase; recibe una educación, unas enseñanzas, unas ideas, unas costumbres, una lengua, que existían antes de que él viniera al mundo; y si se arrancara de su ser todo aquello que recibió de la sociedad y sobre lo cual labra su albedrío hasta dibujar el carácter -ya lo ha dicho algunas veces-, no quedaría más que el todo potestativo de que hablaba Alberto Magno; el individuo, en contraposición a la sociedad, como si fuesen dos cosas opuestas o que pudiesen existir separadas, en la falsa invención de ese ente armado con una tabla de derechos solitarios que pacta con la sociedad, sin la que no podría existir.
En la sociedad antigua no se concebía esa abstracción. El hombre formó parte de organismos vivos que le comunicaban su savia y que tenían una vida que no recibían de prestado del Estado. Entonces toda sociedad estaba cubierta por una espesa red de corporaciones que se entrelazaban a través de las clases, como las raíces de los árboles de una selva se cruzan, aprisionando la tierra para que no al lleve el viento y no forme nubes de polvo que ciegan los ojos y eclipsan el sol.
Así era aquella organización viva; y el Estado, que se proclamó gendarme, que dijo que no había de intervenir en la sociedad, que no haría más que cruzarse de brazos para dejar a la libertad pasar y hacer, realizó la intervención más grande que se conoció en el mundo. Precisamente aquella sociedad no la había decretado nadie en un gabinete, en un bufete o en un parlamento, a priori; era una sociedad formada a posteriori y espontáneamente por las fuerzas sociales mismas, creciendo, combatiendo, luchando y concluyendo por armonizarse en la Edad Media, bajo el más alto poder espiritual y moral que rigió sobre la tierra.
Fue desarticulada o deshecha en nombre de un Estado que proclama como principio supremo la no intervención. Y con la intervención más grande en nombre de la no intervención, y el polvo individualista de abajo, se engendró el Estado socialista que pudo decir, resumiendo su obra: No hay más que dos personas, el individuo abajo, el Estado arriba. Toda la cadena de sociedades colectivas intermedias que formaba la soberanía civil quedó suprimida. El Estado afirmó de sí mismo que él era la única persona colectiva, que todas las demás no existían más que por tolerancia o por concesión suya; y como resulta que no existían más corporaciones que las permitidas y toleradas por el Estado, y como el individuo, para desarrollar y amparar sus derechos, incluso los innatos, necesitaba de esa sociedad, el individuo mismo, falto de defensa, vino a quedar esclavo del Estado. Entonces se formó esa centralización gigantesca que ha robado a la jerarquía social las prerrogativas y fuerzas y ha matado todas las autarquías, hasta el punto de querer identificar el Estado mismo con la nación, que es un concepto muy diferente, y con la sociedad civil, con lo que se llamaba en el antiguo derecho el conjunto de entidades y de clases, que no recibía su ser del Poder público, al que se limitaban, entonces, repito, el Estado absorbió todos los derechos y creó una centralización gigantesca, que no era más que un socialismo económico, que también se formuló en una teoría y ejecutó en un derecho que barrenaron y desquiciaron la propiedad, declarada, por otro lado, irrisoriamente, sagrada e inviolable.
El individualismo afirmó que el derecho de propiedad colectiva existía en el Estado, no por propio derecho ni por el ejercicio de un derecho individual o personal anterior; y digo personal, porque sólo los individuos que son personas tienen derecho, y la persona puede ser colectiva o puede ser individual, y sin la primera ya demostraré que no existe la segunda.
El Estado decía: Como la existencia de las personas colectivas dependen del Estado, los medios económicos que tienen para vivir dependen del Estado también. El decretaba sagrada e inviolable la propiedad individual; pero la propiedad colectiva, la propiedad de las personas sociales, se consideró con derecho a negarla y a disolverla. Y así, atacando a la propiedad colectiva y afirmando tan resueltamente individual, puso al descubierto, con la contradicción, el nexo que las une, y se vió forzado por la lógica a negar las dos. Si el derecho de asociación y el de propiedad individual existen, yo tengo el de juntar mis fuerzas y mis energías con otra u otras personas; y si somos propietarios y reunimos una parte de nuestras propiedades y la dedicamos, no a un fin egoísta, sino a un fin social y permanente, podremos establecer una función o una sociedad de beneficencia, de enseñanza, de caridad; y si el Estado me dice: “No tienes derecho a fundar esa sociedad, y, si la fundas, dependerá de mi arbitrio, y, cuando quiera, podré suprimirla y apoderarme de su patrimonio económico”, entonces, lo que el Estado viene a decir es que no hay derecho a ejercitar, para fines lícitos, permanentes y sociales, que están por encima de todos los egoístas e individuales, el derecho de propiedad; y se dará el caso de que yo, que quiero reunir con otro una parte de mis bienes para fundar, por ejemplo un instituto de caridad que nos sobreviva, nosotros, que no podemos hacer eso, podríamos emplear en el juego, en la prostitución, sin que nos lo prohibiera el Estado, esa fortuna. Y así se daba el caso de que era lícito y condenable para el Estado, y que podía ser suprimido, el ejercicio legítimo de la propiedad, cuando se refería a fines inmorales, fines corruptores, podía ser lícito. Pero, desde el momento en que el empleo legítimo de la propiedad no estaba permitido, y el inmoral estaba amparado por la ley, que, por lo menos, lo permitía, ¿no era colocarla en cuestión y en tela de juicio, para que la sociedad se sublevase contra ella, puesto que ella se rebelaba contra la sociedad? Y así, al atacar la propiedad colectiva, se atacaba la propiedad individual, y las dos vacilaban en sus asientos.
Pero el Estado centralista hizo otra cosa: llevó adelante sus propósitos y los realizó con un hecho que ahora a distancia, sin apasionamiento, hasta por parte de los mayores sectarios, se puede juzgar muy bien; pues las consecuencias están a la vista de todos: la desamortización.
Pero hay otra causa que yo he señalado antes, y a la cual quiero referirme, aunque sea brevemente, que es el concepto de trabajo mismo -concepto, fundamentalísimo, esencial; tan esencial que, mientras no se varíe la corriente, no podrá esclarecerse nunca la cuestión social-, el concepto del trabajo único y material, como asunto predominante en toda la economía política.
Necesito citar autores; desde Adan Smith, Ricardo y Stuart Mill, en Inglaterra, desde la escuela fisiocrática a la de Juan Say y Bastiat, francesa, hasta los que siguen la tendencia liberal (Molinari, Leroy-Beaulieu), o la yanqui (como Careyval) -podéis verlo-, yo tengo acotadas más de sesenta definiciones de autores, y siempre son idénticas. ¿Qué más? Ha llegado a penetrar de tal manera ese concepto de la economía política individualista, que en la católica -que todavía se está formando y pugnando brillantemente por desprenderse de la red en que aquella había aprisionado la ciencia económica-, hasta en los economistas más populares, los que están en manos de todos, en Pesch, en Toniolo, en Antoine, que todos vosotros conocéis, la definición del trabajo, viciada desde los orígenes de la economía política, no señala más que un sólo trabajo objeto de esa ciencia: el trabajo material. Siempre se le define diciendo que no es más que la transformación de las cosas para aplicarlas a la satisfacción de nuestras necesidades. Hay diferencias insignificantes de palabra; el concepto siguió siendo el mismo en todos los autores individualistas, y de ellos pasó íntegro a la escuela socialista. Toda la economía política individual se funda en el trabajo considerado como fuente única de riqueza, y, la propiedad, el interés del capital, el salario, el proyecto del empresario, todo, rueda alrededor de esa idea; de Ricardo y de Smith la tomó Carlos Marx, y esa teoría sigue corriendo por el mundo. ¿Es que negaban todos los economistas, especialmente los católicos, que existiese otra clase de trabajo? No; pero la economía los había considerado como improductivos y, desde luego, hay escritores católicos que enumeran otros trabajos, pero no estudian sus relaciones con el puramente económico que se sigue considerando como asunto capital de la economía, el trabajo material, el de la transformación de los objetos aplicados a nuestras necesidades. De ese concepto exclusivo nacieron todos los errores socialistas; y mientras no se desaloje de las cabezas ese concepto, no podrá haber paz social, porque el vicio que entraña la ruptura de las relaciones entre diferentes categorías de trabajo perturba, no sólo el orden económico, sino, indirectamente, todos los de la vida.
Juan Vázquez de Mella
(Discurso en el Teatro de la Princesa, el día 14 de abril de 1921)
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