Fuente: Las Leyes Fundamentales de la Monarquía Española, Segunda Parte, Magín Ferrer, Imprenta y Librería de Pablo Riera, Barcelona, 1843, páginas 87 – 96.
CAPÍTULO IV
DE LAS LEYES FUNDAMENTALES CONSTITUTIVAS DE LA MONARQUÍA ESPAÑOLA
63. No admira tanto lo erróneo como lo ridículo de las constituciones modernas. Que en ellas se establezca la soberanía nacional, por ejemplo, es un error; pero a lo menos es un principio que significa algo. Mas que se establezcan artículos que ni constituyen la sociedad, ni hacen más que declarar el poder físico y material que tiene todo hombre para ejercer ciertos actos, y cuyos efectos son frustrados por la misma causa que los produce, es lo más ridículo y absurdo que pueda imaginarse: es lo que debería llenar de confusión y vergüenza a los fabricantes de constituciones, si lo que ellos presumen que es ciencia fuese otra cosa que necia vanidad y estúpida arrogancia.
Citaré como muestra el artículo 2.º de la Constitución del año 1837, que suele hallarse en todas las constituciones que salen de la escuela filosófica. Dice que: «Todos los españoles pueden imprimir y publicar libremente sus ideas sin previa censura, con sujeción a las leyes». Tan fundamental es este artículo como lo sería este otro: «Todos los españoles pueden fabricar zapatos sin previa censura, con sujeción a las leyes». ¿Por qué el uno se consigna como ley fundamental del Estado, y el otro no? No hablaré de la malísima e inexactísima redacción de aquel artículo, como es inexactísima, y sofística o capciosa, la de los artículos más interesantes: lo que da lugar a que ni las Cortes, ni el Ministerio, se entiendan en los puntos más esenciales, y se entablen cada día nuevas y extravagantes disputas sobre si se infringe o no la Constitución, como ha sucedido, entre otros casos, con la Ley de Ayuntamientos de 1840, y con la cuestión de nombramiento de Regencia en 1841.
Basta observar en punto a la redacción desatinada que, según está concebido el artículo sobre libertad de imprenta, apenas habrá libertad de imprenta para un solo español: porque, para imprimir las propias ideas, es necesario saber imprimir o ser impresor; y apenas se encontrará un impresor español que quiera imprimir sus ideas, y apenas habrá un español que, queriendo imprimir sus ideas, sepa imprimirlas por sí; no dando el artículo facultad para que puedan hacerse imprimir por otro.
64. Pero dejando aparte la inexactitud y oscuridad con que está redactado el artículo, diré que, no sólo un Rey absoluto, sino el tirano más déspota del mundo, puede muy bien y sin temor alguno ofrecer a su pueblo la libertad de imprenta por medio del citado artículo, y conceder por medio de una ley fundamental que «todos los españoles pueden imprimir y publicar (y podrá añadir: o hacer imprimir o publicar) libremente sus ideas sin previa censura, con sujeción a las leyes». Para que nadie, a no ser que sea un loco, pueda usar de esta facultad, el Soberano no tiene que hacer más sino publicar una ley que diga: «El español que imprima y publique libremente sus ideas sin previa censura, será ahorcado». No se tenga esto por un desatino, porque estamos viendo todos los días en gobiernos representativos mayores desatinos e iniquidades, como son mil providencias arbitrarias y tiránicas, con las que se ha atentado a las leyes que deben ser las más sagradas de la sociedad, no por estar consignadas en la Constitución, sino por estar sancionadas en la ley natural, como son las relativas a la propiedad, y a la seguridad y libertad individual. Aun en punto a la libertad de imprenta, no sólo hemos visto nulo e irrisorio, por medio de algunos reglamentos, el artículo que la concede, sino que hemos visto órdenes despóticas de un Ministerio cualquiera, y aun de autoridades subalternas, por las cuales se prohíbe la publicación de periódicos y otros impresos; y para colmo del escándalo, hemos visto no sólo prohibirse la circulación de los Anales de la Propagación de la Fe, sino allanada la casa del Impresor, y recogidos todos los ejemplares de esta obra: todo en fuerza de una simple orden del Gobierno de Madrid.
65. Sirva lo dicho como de muestra que prueba lo poco que puede esperarse para el bien de los pueblos de las constituciones redactadas por el sistema de la escuela filosófica de este siglo, ya sea que deban su origen al Soberano que manda en un Reino, o que lo deban a una revolución contra el Soberano.
El primer mal y el más perjudicial de estas constituciones, prescindiendo del mal radical de los principios erróneos, es que ellas son una amalgama heterogénea, o un confuso baturrillo de principios sociales y políticos, de derechos naturales y facticios, de leyes inalterables y sujetas a mudanzas, de concesiones onerosas y arbitrarias: son, en una palabra, un fárrago de disposiciones, algunas de las cuales es inútil que estén escritas, porque se hallan grabadas en el corazón del hombre, y otras son tan vicisitudinarias como lo son los acontecimientos humanos. En fin, se ha querido presumir, por los mal llamados filósofos, que una Constitución atestada de leyes naturales, sociales, políticas, civiles y reglamentarias, podía llamarse con razón y verdad Constitución fundamental de una nación o de un pueblo. Nada más irracional y más falso que esta desatinada doctrina.
66. Una es la Constitución natural, que contiene los principios generales a todas las sociedades; otra la Constitución social, que abraza los principios que constituyen cada sociedad en particular; otra es la Constitución política, que regla la manera como se ha de gobernar la sociedad una vez constituida. Ya he insinuado en la Primera Parte, que es en vano ponerse en el empeño temerario de decretar una Constitución a priori, es decir, formar las leyes fundamentales constitutivas de la sociedad, antes de que ésta se constituya. Estas leyes no se decretan; y si se escriben, es cuando, después de mucho tiempo de constituida la sociedad, se declara por escrito que las leyes por las cuales se conserva son las que se han formado natural e insensiblemente por medio de la sujeción al Jefe que gobierna la sociedad, y por medio de los hábitos, usos y costumbres, que se han hecho en cierto modo inalterables.
Debe, pues, distinguirse en España la Constitución social y la política. La primera debe contener pocas leyes, o mejor diré, una declaración de pocos principios, ninguno de los cuales puede alterarse sin que se destruya el orden social. La Constitución política debe ser más extensa, y propiamente hablando, debe ser una especie de reglamento para que se expliquen y se reduzcan a la práctica, y de un modo constante y uniforme, los principios sociales.
Las leyes políticas deben ser cuasi inalterables; es decir, que el Soberano debe jurar no ejercer su poder y autoridad absoluta sino conforme a ellas; sancionando por ley fundamental, como en otro tiempo lo sancionaron los Reyes, que todo decreto, orden o disposición que diere contrario a aquellas leyes, sea obedecido mas no cumplido.
67. Si se me pregunta si es necesario para el buen gobierno de la sociedad española, que conste por escrito el Código social y el Código político, diré que lo es: no precisamente por ser la moda del día que se escriban las constituciones de los pueblos, sino para que se pongan por orden y en un solo libro los principios y leyes que andan dispersos entre una infinidad de libros de nuestra legislación y de nuestra historia.
El Código social, que contenga las leyes fundamentales inalterables, constitutivas de la sociedad española, debe ser muy breve, por lo mismo que nada ha de contener que esté sujeto a mudanzas; y me parece que todo él puede contenerse en las siguientes declaraciones, redactadas del modo que se mirare más conveniente por personas verdaderamente sabias y de probidad, después de un maduro y detenido examen.
68. «Primera. La sociedad española es una Monarquía pura y absoluta, gobernada por un Rey, en quien reside esencialmente todo el lleno de la potestad soberana; que no es responsable de sus actos sino a Dios; y a quien todos los españoles están obligados a honrar, respetar y obedecer como a su Señor natural».
69. «Segunda. La sucesión en el Reino está radicada en la Familia Real, y es hereditaria; siendo peculiar de la autoridad soberana del Monarca establecer, de acuerdo con los principales del país, las reglas que hayan de tenerse presentes en orden a la preferencia de unas personas sobre otras, entre las que tienen derecho a la sucesión».
70. «Tercera. Los españoles unidos bajo una sola cabeza, que es el Rey, lo están asimismo con los vínculos de la única Religión verdadera, que es la Católica, Apostólica, Romana; de modo que, así como se considera fuera de la sociedad española el que no quiere estar sujeto a su Rey, tampoco es considerado como español el que no quiera profesar la Religión que se profesa exclusivamente en la sociedad española».
71. Nótese de paso, que es tan conveniente en política y en el orden social el principio fundamental que establece en el Reino la profesión de la única Religión verdadera, que este principio es la más fuerte y casi la única garantía que pueden tener los pueblos para que el gobierno prudente del Monarca no degenere en tiránico: pues que, el que ejerce la autoridad soberana, no está sujeto a tribunal alguno de la Tierra, y, por lo mismo, sólo en las leyes de la Religión revelada por Dios, y en el temor del juicio del mismo Dios, se puede cifrar la prudente seguridad de que no abusará de su poder.
También es la más fuerte garantía del orden social: porque nadie puede desear en una sociedad la mezcla de religiones falsas con la verdadera sino el que no tiene religión alguna; y el que no tiene religión, no teme a Dios, ni respeta ni obedece su ley; y el que no teme a Dios ni guarda su ley, está en disposición de trastornar el orden y la paz social en su propio provecho, siempre que pueda sobreponerse al temor que causa la fuerza externa, cuyos efectos son frustrados a cada paso por una fuerza mayor, o por el talento, o por el oro, o por una de mil malas artes, que son las armas ordinarias de los díscolos.
72. «Cuarta. Aunque el poder soberano y absoluto reside esencialmente en el Rey, debe éste ejercerlo con arreglo a los principios de la ley natural, y a las reglas de justicia y sana prudencia, respetando y defendiendo la propiedad, la seguridad y la libertad de sus vasallos, y no obrando contra los legítimos usos y costumbres del país, que forman en cierto modo el carácter peculiar de la sociedad española, y constituyen sus leyes fundamentales consuetudinarias».
73. «Quinta. Sujeto y subordinado el poder absoluto del Rey a la ley de Dios, a las reglas eternas de justicia y sana prudencia, y a las leyes fundamentales del país, no debe en ningún caso publicar ley alguna y obligar a su observancia, sin que, por una parte, le conste a no poderlo dudar la justicia de la ley, y, por otra, esté seguro de que el pueblo no podrá racionalmente oponerse a ella: porque, aunque la esencia de la ley no dependa de la aceptación del pueblo, el Monarca está obligado, por una ley de prudencia que habla al corazón del hombre, a no imponer a sus súbditos ningún precepto, o gravamen, o carga, que pueda inducirles a constituirse criminales, resistiendo a los mandatos de su Soberano, y dando lugar con imprudentes medidas a alborotos, conspiraciones, sublevaciones y guerras civiles.
Para asegurarse de la justicia de la ley, debe el Monarca consultarla con su Consejo ordinario; y para asegurarse de su conveniencia, debe proponerla al Cuerpo que representa al Reino, para que la reciba y la obedezca en nombre de los pueblos, o bien para que le exponga los inconvenientes que podrían resultar, y le suplique que suspenda la publicación de tal ley».
74. Me parece que estas cinco declaraciones contienen todos los principios esenciales constitutivos de la sociedad española; que todos los principios que en las mismas se contienen, son inmutables; y que todo lo demás que pudiera añadirse, sería inoportuno: porque, aunque haya de haber principios inalterables en el orden político, pueden alterarse sin destruirse por eso el orden social. Tal es, por ejemplo, la ley que establezca la sucesión al Trono entre las personas que tengan derecho a él por la constitución social; la ley que ordene la institución del Cuerpo político que represente al Reino; y otras semejantes. Todas éstas deben formar la Constitución fundamental política del Estado; y podrán redactarse en vista de la doctrina que explanaré en los siguientes capítulos, con las modificaciones o variaciones que juzguen convenientes las personas sabias e ilustradas que sepan más que yo, en la inteligencia que, lejos de aferrarme obstinadamente en mi opinión, cedo con la mejor voluntad al modo de pensar de los que juzgan con buena fe y con conocimiento de causa.
La buena fe es lo único que exijo en los que lean, examinen y censuren mis escritos. Si hay buena fe; si leen, examinan y censuran con despreocupación, y libres de las pasiones que inclinan siempre al entendimiento humano hacia la parte donde está el interés privado, es bien seguro que todos nos entenderemos, y vendremos a parar a unos mismos principios: porque, o yo variaré de opinión en virtud de las observaciones que se me hagan; o la fuerza de mis razones, o mejor diré, pues no son mías, la fuerza de la voz de la naturaleza, de la razón, de la historia y de la experiencia, obligará a mudar de parecer a los que son de opinión contraria a la mía.
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