De El Escorial a Versalles

¡El Escorial y Versalles! ¡La Inquisición y la Revolución! Dos símbolos, dos ideas y dos instituciones con significación diametralmente opuestas.

El primero evoca el recuerdo de la España imperial, de la España grande, de la España para quien la idea católica, el sentido religioso de la vida, de la cultura y de la política prevalecía sobre todo lo demás.

El segundo recuerda a las instituciones modernas, a la concepción de la vida individual, social y política predominante en los pueblos que se han ido modelando al calor de ideas y teorías, cuyos gérmenes sembraron el Renacimiento y la Reforma (protestante), y cuyos frutos recogió la Revolución francesa para repartirlos como doctrina salvadora a las naciones que, entusiasmadas con la gloria de un humanismo ateo, enamoradas de un ideal de progreso en que para nada suena Cristo, han llevado a la cultura occidental a la pendiente de su decadencia, al hacer la ablación brutal del espíritu que le dio el ser, que era el único que podía dar consistencia y perennidad a lo que de suyo no lo tiene.

Ha sido Louis Bertrand, en su libro Felipe II, en El Escorial, el que ha captado, a través de la piedra y de la arquitectura, estas dos concepciones de la vida que se contraponen: ideal religioso y católico, cuya representación máxima compete a la España de Felipe II y que tiene su símbolo en El Escorial; el ideal pagano, de vida cómoda y sin trascendencia, que se preludia en Versalles y continúa a través del siglo de las luces y se perpetúa en una cultura para la que Dios es el último palo de la baraja y el hombre se pone al servicio de la materia.

La España de los siglos de oro, batalladora y mística a la vez, todo, hasta sus ensueños de engrandecimiento y de monarquía universal, lo refería y subordinaba a este objeto supremo: Fiet unus ovile, et unus pastor. Dios era el móvil de todas sus empresas: por Dios luchaban sus soldados, predicaban sus misioneros, corrían tierra sus exploradores, navegaban sus marinos, disputaban sus teólogos, escribían sus ascetas, contemplaban sus místicos, trabajaban los artesanos y gobernaban los políticos. (…)

Por eso en El Escorial, en este inmenso “palacio” levantado a la gloria de Dios, el lugar más hermoso es para el Amo. El siervo no tiene más que una celda al lado del trono del Omnipotente. En El Escorial, la basílica es el centro del edificio. Como una corona imperial, la cúpula señorea toda la construcción. Sin embargo, en Versalles la capilla queda relegada en una de las alas del palacio; no es más que un satélite del trono. En El Escorial, el dueño de la casa es el Rey de los reyes. Es Dios el que reina.

“No hay duda de que Felipe ha levantado El Escorial con espíritu diametralmente opuesto al que movió a su bisnieto a levantar en Versalles su grandiosa casa de campo. Aquí no se trata de asombrar a Europa con fastuosidades que denuncian a veces al nuevo rico, harto de aposentar favoritas, de entretener, cortesanos, de preparar, por último, una decoración encantadora para un perpetuo carnaval. Aquí no es la gloria del rey, sino la gloria de Dios, la que se busca”.

El Escorial es la consagración del trono, del panteón, del arte, de la riqueza, del saber y el poder por la gracia. Es el símbolo de la España grande al servicio de Dios. Es el relicario de maravillas, cifra y síntesis de toda la España tradicional, cuya grandeza está en haber orientado todos sus esfuerzos al triunfo de la verdad y del bien, a la defensa de la idea católica, dando la cultura ese sello de recia espiritualidad, ese sentido, humano y místico a la vez, que hoy tanto añoramos en nuestra civilización.

Eso es lo que hace admirable nuestro Imperio y hace de nuestra nación el exponente más alto de la espiritualidad de Occidente, y de su aportación cultural la más valiosa y sustantiva de entre los pueblos europeos. España quiso que apareciera siempre en nuestra civilización el sentido humano, religioso y cristiano que por exigencia histórica debe tener. Por conservar ese espíritu dio su sangre y cayó, tal vez, extenuada en la pelea. No le faltó valor; lo que sucedió es que, al excesivo arrojo que puso en el empeño, acompañó un descuido, quizá injustificado, de la parte menos importante, pero no enteramente despreciable, en que encarna el espíritu, el cual requiere un mínimo de condicionantes espacio temporales y económicos para poder ejercer su acción. (...)

B. Monsegú ("Occidente e Hispanidad")