Artículo publicado por Javier Navascués para el periódico «InfoCatólica».
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En noviembre de 1918 terminó la Primera Guerra Mundial con la victoria aliada (Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Rusia hasta 1917, Italia, Serbia, Rumanía entre muchos otros aliados menores) y la derrota del bando que fue conocido como «los Imperios Centrales» (Alemania, Austria, Hungría, Bulgaria y Turquía). Finalmente, la mucha mayor potencia humana, económica e industrial del bando aliado, sobre todo a partir de la entrada en guerra de Estados Unidos, acabó imponiéndose.
Se anunció que las potencias vencedoras iban a convocar una gran Conferencia diplomática en París para enero de 1919 en la que se llevaría a cabo la reorganización definitiva de Europa. Los dirigentes aliados anunciaron nada menos que la Conferencia «terminará para siempre con la guerra como amenaza para la humanidad». En teoría, la base política de la Conferencia iba a ser los «Catorce puntos de Wilson», promulgados por el presidente norteamericano Woodrow Wilson en enero de 1918 que preveían el castigo al gobierno imperial alemán, pero en teoría buscaban una paz sin grandes anexiones de territorio y en la que el bando perdedor encabezado por Alemania no fuera aplastado por las exigencias Aliadas.
Wilson era un masón de alto grado y por eso el citado documento incluía algunos «puntos» de neto origen masónico como, entre otros, la «consagración» de la democracia liberal como único sistema político posible y admisible y la formación de una Sociedad de Naciones como embrión de un gobierno mundial (la formación de un gobierno mundial que excluya a la Religión, algo que en parte consiguieron más tarde con la ONU, es una vieja aspiración masónica, por eso a los masones se les llama también «mundialistas»).
Wilson logró el establecimiento de la Sociedad de Naciones, pero, en cambio, no consiguió su propósito de que la Conferencia fuera un tratado entre iguales y no una paz draconiana contra los vencidos ya que no conocía las promesas secretas que Londres y París habían ido haciendo al resto de sus aliados a cambio de su ayuda y que implicaban grandes pérdidas territoriales a costa de los países derrotados. Por eso los alemanes hablaron luego del «diktat» de Versalles, porque sus delegados allí no fueron invitados a negociar nada, sino simplemente a aceptar las condiciones impuestas por los Aliados.
Resultó trágico también y es un hecho poco conocido --lo cual es significativo-- que la Santa Sede fuese deliberadamente excluida de la Conferencia de Versalles por los gobiernos Aliados, muy influidos por la masonería.El Papa era entonces Giacomo Della Chiesa, Benedicto XV, pidió participar en la Conferencia de Paz. Parece de sentido común que el Papa, que era la cabeza espiritual de la religión más extendida del mundo e incluía a millones de creyentes, también en los países vencedores, estuviera presente en una conferencia diplomática tan importante pero el sectarismo de las potencias aliadas lo impidió.
Y es que todo el mundo se daba cuenta de que la presencia del Papa habría ejercido un efecto moderador muy importante y hubiera impulsado un trato mucho más ecuánime hacia los países vencidos. Y eso es precisamente lo que trataban de evitar los gobiernos Aliados. Además, su presencia allí hubiera transmitido al mundo que los principales gobiernos occidentales reconocían la guía de la influencia espiritual del Papa como inspiradora moral de sus políticas. Y desde luego eso es algo que la masonería no estaba dispuesta a permitir.
Benedicto XV había sido elegido en el cónclave de agosto de 1914, tras la muerte del gran Papa San Pío X. Fue un cónclave celebrado bajo la terrible sombra de la Primera Guerra Mundial, que acababa de estallar y que amargó los últimos días de S Pío X. Probablemente la experiencia política y diplomática de Della Chiesa facilitó su elección.
Entre otros destinos había sido secretario de la Nunciatura en España en la década de 1880, donde en Madrid se le había conocido como «el cura de las 2 pesetas» porque diariamente repartía esta cantidad, entonces importante (con la que se podía comer durante varios días), entre las familias más pobres del conocido como barrio de los Austrias de la capital española. Era doctor en Derecho y teólogo. Desde su elección su gran objetivo, que por desgracia no pudo lograr, fue mediar entre ambos bandos conseguir para conseguir que la Guerra terminara.
Guardó una exquisita neutralidad porque sabía que había muchos católicos en ambos bandos. Intentó que Alemania evacuara Bélgica y apoyó los intentos del emperador Carlos de Austria Hungría por negociar con Francia y lograr una paz equilibrada entre los países contendientes que a mediados de 1917 estuvieron a punto de fructificar pero que el masón primer ministro francés Ribot impidió casi en el último momento (lo que autores franceses han llamado «El sabotaje de la paz» y que sería motivo para otro artículo).
Por desgracia la guerra siguió un año más y aún morirían muchos cientos de miles de personas en ese año y medio. Sintió un gran disgusto cuando Italia se unió a la Guerra en el bando aliado en 1915, aunque tampoco lo condenó por prudencia política porque sabía que muchos católicos italianos apoyaban la guerra contra Austria en aquel momento por un mal entendido nacionalismo. Aunque con pena, permitió que todos los católicos de los países beligerantes cumplieran sus deberes militares con sus patrias respectivas.
Nombró Nuncio en Múnich al cardenal Pacelli futuro Pío XII. Cuando vio que los gobiernos beligerantes por su orgullo y egoísmo, con excepción de Austria (en favor de la cual intentó mediar en vano en las últimas semanas de la Guerra), no deseaban su mediación política, se volcó en la ayuda humanitaria en favor de los prisioneros, los heridos, las víctimas de la guerra y los desplazados, (en colaboración a veces con el rey de España Alfonso XIII). Muchos años más tarde el Papa Ratzinger tomaría el nombre de Benedicto XVI como homenaje a Benedicto XV. Pero el Papa y la Iglesia ganaron un gran prestigio universal en aquellos años porque todo el mundo fue testigo de sus nobles esfuerzos por la paz. El número de países que enviaron representaciones diplomáticas ante el Papa se dobló. La masonería internacional tampoco pudo olvidar más tarde, que en 1917 el Papa había aprobado el Código de Derecho Canónico que refundía la legislación de la Iglesia y en el que se condenaba de nuevo a la Masonería.
Finalmente, el Tratado de Versalles impondría durísimas indemnizaciones económicas a Alemania, además de grandes pérdidas territoriales y coloniales. Austria y Hungría fueron totalmente desmembradas. Naturalmente tanto sectarismo abonó un enorme resentimiento en Alemania que ayudaría mucho al posterior ascenso de Hitler al poder y en 1939 estallaría una guerra mucho peor aún. Y ello a pesar de que hubo personajes inteligentes en el propio bando Aliado que se daban cuenta del desastre posterior que traería aquel Tratado. El joven historiador británico Arnold Toynbee advirtió de lo peligroso que sería para el futuro humillar tanto a Alemania. Incluso el general Foch, comandante supremo del ejército francés, dijo con clarividencia:» Esto no es una paz, sino una tregua de 20 años hasta la próxima guerra». Fueron desoídos. Se impuso la «paz» de los gabinetes masónicos.
Todas esas terribles consecuencias se podrían haber evitado y la historia del siglo XX habría sido muy distinta si se hubiera buscado una paz mucho más justa, tal como quería Benedicto XV. La Santísima Virgen ya lo había advertido en Fátima cuando dijo que si la humanidad no se arrepentía de sus pecados dentro de 20 años llegaría una Guerra mucho peor aún que la Primera Guerra Mundial.
La exclusión de la Santa Sede de la Conferencia de Versalles por orden masónica - Javier Navascués Pérez.
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