Idealismo e ideología

Juan Manuel de Prada

Viernes, 14 de Junio 2024





Para entender el grado de alienación logrado por las ideologías sobre las gentes, a las que hacen creer lo que no existe y descuidar las cuestiones realmente acuciantes, no debemos olvidar que las ideologías modernas son hijas de la filosofía idealista, que nace para negar la realidad de las cosas. "¡Pienso, luego existo!", proclamó Descartes, en un rapto de soberbia ególatra; pero en realidad quería decir: "¡Pienso, luego las cosas existen!". Para la filosofía idealista, las cosas no existen independientemente de que nosotros las pensemos e independientemente de lo que nosotros pensemos sobre ellas; sino que es nuestra mente quien las crea.

Este prejuicio idealista es una arrogancia delirante urdida por Descartes, pero sin duda alguna sería Kant el filósofo que la canonizó. Según el autor de la Crítica de la razón pura, el hombre no puede conocer la esencia de las cosas, su más íntima realidad, sino tan sólo su apariencia. Nuestro conocimiento, a la postre, está construido con meras percepciones o impresiones. Leyendo a Kant, uno llega a la conclusión de que no hay tierra firme bajo nuestros pies y nos movemos en un terreno pantanoso. Todas las nociones firmes que hasta ese momento poseíamos de la realidad se difuminan, incluso los conceptos de Tiempo y Espacio, que dejan de ser cantidad mensurable, para convertirse en percepciones que tocan las cualidades de nuestro espíritu y no la realidad externa. Además, Kant considera que no es posible encontrar enlace ente causa y efecto, pues tal enlace a su juicio no es más que el encadenamiento no interrumpido de los cambios sucediéndose en el tiempo, de tal modo que cada efecto es un cambio y cada causa también. Para Kant, por lo tanto, tan absurdo es pensar en una causa primera de las cosas como en el sitio en que termina el espacio o el instante en que el tiempo ha comenzado. Todo se disuelve en una nebulosa fenoménica y la realidad de las cosas se torna fantasmal (y no digamos Dios, la causa primera de todas ellas).

La conclusión lógica de tales asertos es que el mundo entero deja de existir como realidad cierta y autónoma, convirtiéndose en una pura representación de nuestras percepciones. El filósofo de Koenigsberg no quiso formular explícitamente esta consecuencia, que sin embargo está implícita en su pensamiento. Ese sol que nos alumbra, ese mar que baña nuestros pies, esos mundos que pueblan el espacio son otras tantas percepciones o representaciones de nuestro pensamiento. Sólo existen porque hay un cerebro que los piensa. Kant considera que el centro de gravedad de la existencia recae en el sujeto y es un fenómeno de su cerebro. La existencia del mundo entero, con todas las criaturas que lo pueblan, con todos los astros y todos los insectos, pende del delgadísimo hilo de la conciencia humana. De este modo, el mundo guarda mucha semejanza con un sueño... Y el Dios que lo creó se convierte en una quimera de la que nunca podremos llegar a saber nada.

La experiencia humana no es más que el conocimiento de los fenómenos, no de las cosas en sí, que –a juicio de Kant– se ocultan y ocultarán eternamente a la razón. Las cosas de este mundo no tienen realidad alguna. La existencia de los astros, como la de las bacterias, depende de que nosotros se la asignemos, mediante nuestras percepciones (esto mismo hace la ideología cuando percibe la existencia de 'géneros' o de la independencia de Cataluña). Todo depende de nuestras percepciones; el mundo entero no es otra cosa sino un espejo donde se refleja nuestro ser interior. Por medio del mecanismo de mi cerebro se representa la comedia fantástica que llamamos mundo. Ese tiempo infinito a través del cual existe la materia revistiendo formas infinitas, ese espacio inabarcable que llenan las esferas celestes no existen sino como representación; son las formas que nuestro cerebro percibe para brindarles existencia.

Todas estas ideas las reformularía luego Schopenhauer, que hizo de la voluntad humana la realidad misma de las cosas; y Hegel alcanzaría la culminación siniestra del idealismo, haciendo de la voluntad humana el Espíritu de la Historia. Y este idealismo filosófico se volvería vómito terminal de una humanidad ensoberbecida (y, a la vez, reducida a papilla alienada) a través de las ideologías. De este modo, la política –que era la ciencia práctica por excelencia– se convirtió en puro arbitrismo demente que reconfigura a su capricho la realidad; y la polis se volvió ínsula quimérica. Con el agravante de que las ideologías tratan de hacer realidad todas sus ideas delirantes mediante leyes de obligado acatamiento. Y ¡ay de quien ose rechistar!






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