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Cita


LA SACRALIDAD DE LA PUERTA DEL FRENTE


Lo que el gobierno puede hacer por la familia: ¡Sólo dejarla tranquila!




Nex Oxford Review”, December 1998, Volume LXV, Number 11.

-- Thomas Fleming

Thomas Fleming es editor de ‘Chronicles: A Magazine of American Culture’. En 1996 abandonó la Iglesia Episcopal y se convirtió al catolicismo.

G.K. Chesterton describía al hogar como la única institución anarquista. Su elección de las palabras era quizás caprichosa. En la mayoría de los hogares nada hay anárquico; por el contrario, un buen hogar exhibe la estructura tradicional de la autoridad y la división de tareas sobre la base del sexo, la edad y las relaciones. Incluso la palabra “institución” es engañosa, dado que implica un comienzo, algún acta de fundación. Dejemos que los marxistas hablen de la “institución” de la familia, ya que la consideran una construcción artificial impuesta por hombres tiránicos. Los cristianos tenemos un lenguaje más apropiado.


Estoy siendo deliberadamente injusto con Chesterton, quien, usualmente, mientras obtenía mal los detalles retenía bien las esencias. Él continúa diciendo que lo que significa “institución anarquista” es que el hogar “es más antiguo que la ley y que queda fuera del estado”.


Ésta es una manera muy antigua de considerar el hogar y la familia que sobrevive en ese dicho. Es la cosmovisión cristiana general, así como la opinión de los paganos antiguos más sabios. En el siglo XX esta cosmovisión de la familia como la pre-condición de la sociedad humana ha sido etiquetada “agrarista” o “distributista”, pero esta cosmovisión de la familia no es regional ni reciente; es, principalmente, el sentido común de la Cristiandad.


En la historia intelectual estadounidense reciente, el término “agrarista” es frecuentemente aplicado al grupo de escritores que colaboró en “I’ll Take My Stand” [[1]] (1930): John Crowe Ransom, Allen Tate, Donald Davidson y Andrew Lytle; sus discípulos Richard Weaver y Mel Bradford, y el novelista Madison Jones, y sus admiradores, amigos y discípulos. Antes de eso, existió una tradición agrarista estadounidense representada por Thomas Jefferson, John Taylor de Carolina y Edmund Ruffin – todos los cuales creían que la fortaleza y la integridad de la nación se apoyaba en los hombros de los granjeros de mente independiente.


En un sentido más amplio, sin embargo, la etiqueta “agrarista” se aplica a los movimientos sociales y culturales que enfatizan un retorno a las tradiciones de los campesinos y chacareros. En este sentido muchos de los distributistas eran obviamente agraristas, particularmente Hilaire Belloc y el Padre Vincent McNabb, como lo eran los partidos campesinos de Europa central. Ni capitalistas ni marxistas, estos agraristas del siglo XX eran críticos con las vastas fuerzas impersonales – las grandes corporaciones y los gobiernos nacionales – que parecían destrozar las antiguas tradiciones y las comunidades locales. Casi invariablemente consideraban a la familia como el último reducto en la defensa de la humanidad contra el capital internacional y el estado nacional.


En “A Wake for the Living” [[2]], Andrew Lytle – uno de los agraristas de Nashville originales – declara que “la fuerza estable del estado es la familia”. Reconoce que esta afirmación suena a una obviedad. Pero esto es quizás lo que es más impresionante del punto de vista agrarista – el hecho de que deba decirlo en primer lugar. Defender la familia debería ser tan innecesario como lo sería defender la ingesta de carne o el consumo de vino, pero vivimos en una época en la que toda función humana esencial está bajo ataque, si les creemos a los marxistas, existencialistas y la mayoría de los antropólogos en que no existe algo así como el hombre o la naturaleza humana, sino personas individuales, cada una forjando su propia identidad y destino.


Sin embargo, como observó Aristóteles, el hombre es por naturaleza un “zoon politikon”, un animal político. Aristóteles no quiso decir que al hombre le gusta jugar a la política o que los seres humanos no podemos vivir sin los mecanismos políticos del estado. Aristóteles quería significar que la naturaleza humana es esencialmente social, que nacemos para vivir uno junto al otro en una comunidad. La forma más primitiva de la sociedad, dice Aristóteles, es el hogar, definido en primer lugar como la unión del hombre y la mujer, y de esta unión proceden los hijos quienes representan el futuro, tanto de los padres como de la comunidad. Los pueblos, las ciudades estados, las naciones y los imperios – todos ellos se apoyan en la fundamental unidad de la familia, lo que un filósofo posterior llamó la siembra de la comunidad.


Es importante estar atento de que Aristóteles no dijo una palabra sobre la familia en sí. Pudo hablar del hogar y del linaje, pero nunca la mezcla de ambas implicaba lo mismo que nuestra palabra. En un sentido, estaba en lo correcto. Como Chesterton veía en el hogar la unidad fundamental, la casa que – en la ley inglesa y estadounidense – puede ser protegida incluso contra las fuerzas de la ley y el orden. Andrew Lytle describe la puerta del frente, en el Tennessee pre-moderno, como la línea divisoria entre lo público y lo privado: "Lo que estaba tras la puerta era lo doméstico e íntimo… La división de este umbral era conocida y respetada por todos… nuestros abuelos sabían que confundir ambos era volver al caos…"


La investigación antropológica reciente sugiere que el sitio del hogar era un aspecto esencial de la evolución social humana, y el corazón de la cosmovisión agrarista del hombre es el énfasis en el hogar. Lytle ocupaba la segunda parte de su ensayo en “I'll Take My Stand” a un cuadro idealizado de la vida en un hogar agrario, la vida y el trabajo de los varios miembros de la familia – sus faenas, sus comidas, sus recreaciones – y la mayoría de los novelistas agraristas hacen lo mismo. Mel Bradford señaló que el sujeto real de la mayoría de la ficción sureña – en particular la de Faulkner – es la familia, e incluso las novelas recientes de Madison Jones toman la forma de historias familiares.


El orden familiar se convierte en gran medida en la identidad regional o nacional. En los EE.UU., sin embargo, crecidos a las dimensiones de imperio, la identidad nacional ya era en los ’30 nada más que un voto abstracto de lealtad a una unión incruenta. Donald Davidson, tal vez el más riguroso pensador político entre los agraristas estadounidenses de este siglo, enraizaba su sentido de identidad regional en el hogar. En “Attack on Leviathan” [[3]], Davidson describe este apego a las raíces como la respuesta al modernismo:


“En su innegable nostalgia este seccionalismo contiene una respuesta realista a la pregunta: ¿A quién debe pertenecer mi alma? Desgastados con abstracciones y novedades, apestados y divididos con consejos, algunos estadounidenses han dicho: Creeré a los viejos en casa, quienes han conservado vivos algunos buenos secretos de la vida a través de muchas modas traicioneras.”


Ser humano, entonces, tanto para Aristóteles como para los agraristas, es haber nacido en un hogar y en una amplia red de linajes, y es solo viviendo en una familia que uno es capaz de ser buen vecino y ciudadano. Los hombres aislados se convierten en monstruos o pierden contacto con toda realidad, y los hijos privados del afectuoso cuidado de los padres rara vez se desenvuelven como ciudadanos responsables. Parece suficientemente obvio, y podría para aquí, si no fuese por todos los teóricos sociales que han tratado de imaginar un tiempo en la historia antes de la existencia de la familia. De hecho, la evidencia de la antropología revela que no existió un tiempo tal. Las especies humanas podrían en vez de ser llamadas “homo sapiens” (tan pocos de nosotros somos inteligentes) sino “homo familiaris”. Toda sociedad conocida que ha perdurado en el tiempo ha tenido alguna forma de matrimonio basado en las diferencias naturales entre el hombre y la mujer, y una estructura familiar cuyo objeto es el cuidado de los hijos.


Las diferencias entre el hombre y la mujer son fundamentales para la naturaleza humana y la vida social, y esta complementariedad hombre/mujer es la base del matrimonio y la familia. Una importantísima diferencia entre las culturas primitivas y las civilizaciones más avanzadas es que las culturas más altas, tales como Grecia, Roma, China y la Europa medieval, ponen más énfasis a las distinciones sexuales que las culturas más primitivas. En este siglo, sin embargo – un siglo en que la humanidad ha retrocedido al salvajismo – las ideologías del comunismo, el socialismo y el feminismo, al tratar de ignorar o minimizar estas diferencias, han asestado repetidos golpes a la familia y, por lo tanto, al corazón de toda vida social humana.


Hacia fines del siglo XIX, uno de los teólogos sureños más importante en la tradición agrarista, R.L. Dabney, predijo que la implacable lógica de la igualdad terminaría minando la pureza de la mujer, envenenando las relaciones entre los sexos y destruyendo la base legal del matrimonio – el contrato matrimonial indisoluble:

“Cuando la familia ya no tenga una cabeza, y el gran fundamento de la subordinación de los hijos al ejemplo de la madre se haya ido; cuando la madre haya encontrado otra esfera más allá de su hogar para sus energías; cuando las familias se vean trastornadas por el capricho de cualquiera de sus miembros, y los hijos se vean dispersos como huérfanos – no requiere ser sabio para ver que se criará una raza de hijos más parecidos a demonios que a hombres.”

La profecía de Dabney ha sido cumplida, tal vez más allá de su imaginación. Los comunistas hicieron guerra abierta contra la familia, tanto en la teoría como en la práctica, y las naciones emergentes del antiguo imperio soviético están plagadas de matrimonios inestables y abortos rutinarios. Para los marxistas la familia es una invención social diseñada para esclavizar a la mujer y pavimentar el camino del capitalismo.


A diferencia de los marxistas, los apóstoles hodiernos del capitalismo democrático no quieren destruir la familia, sino que la ven como una construcción social frágil que debe ser apoyada por una legislación familiar. Para ellos, la así llamada familia burguesa o nuclear es también una invención social, diseñada por los protestantes de Max Weber. Pero ambas teorías – la marxista y la capitalista – se apoyan en supuestos falsos. De hecho, la familia es un fenómeno humano universal en que los hijos son objeto de afecto. Tanto si estudiamos a los antiguos griegos y romanos, como la Europa de la Edad Media, como las altas civilizaciones china y japonesa, o las culturas pre-civilizadas aborígenes de Australia y América, el cuadro que emerge es el mismo. A lo alto y a lo ancho, los hombres aman y cuidan a sus esposas y cuidan a sus hijos – en todo el mundo – y lo mismo hoy en las insalubres condiciones de la Europa y la América postmodernas.


En las antiguas sociedades europeas, los votos familiares se sentían en forma más fuerte que las lealtades políticas. En los primeros días de nuestra república, la mayoría de los estadounidenses vivían en asentamientos de familias extendidas patriarcales, pero la comercialización y la industrialización erosionaron el sentido de familia en el Nordeste. El Sur permaneció como una nación de primos hasta el presente. Pero para los citadinos de poder adquisitivo, tanto en el Sur como en otros lugares, el clan parece pintoresco y anticuado, tal vez deseable como una suerte de sueño romántico, pero no como una necesidad de la vida social. Las redes de linajes extendidos son, sin embargo, un nexo vital entre el hogar y la sociedad. Un hogar nuclear – la querida “familia burguesa” – es débil en comparación con el poder de los grandes intereses económicos y políticos, y es incapaz de resistir a la corporación multinacional o las fuerzas del estado.


Las afinidades familiares, por otro lado, son poderosas. El clan McDonald del oeste de Escocia y el Úlster logró mantener su independencia de las coronas inglesa y escocesa hasta el siglo XVII. El clan otorga una identidad que se extiende más allá de los horizontes de la vida y la muerte que marca un única generación. Como Andrew Lytle observó en 1976, el clan "significa hijos… El jefe del clan era el jefe de la familia. En el comienzo era realmente familiar de todos los miembros del clan. Su autoridad se basaba no sólo en el poder o la posición o las riquezas sino en la sangre. En una crisis cuidaba de los suyos…” Incluso familias humildes tenían un sentido de permanencia: Una familia de zapateros, dice, da a sus miembros un sentido de identidad y continuidad: “El hecho de que su familia haya estado hacienda la misma cosa por un largo tiempo ayudaba a mantener este sentido de uno mismo”. Desafortunadamente, el sistema económico de las sociedades avanzadas ha tendido, durantes los últimos dos siglos, a destruir el viejo ideal del hogar autosuficiente.


La ley de la familia es el amor, lo que significa aceptación de los hijos, los padres y los hermanos, sin tener en cuenta sus habilidades o riquezas. Pero la transformación de una economía agraria a una economía basada en el trabajo industrial extrajo a los padres, las madres y los hijos (como trabajadores y consumidores) hacia el mercado, y llevó el mercado (cuya ley es la competencia y donde los individuos son juzgados por los resultados) al hogar. Esto no quiere decir que la familia y el mercado sean antagonistas. Sino que cada uno es un reflejo de algo esencial a la naturaleza humana y que cada uno tiene su propia esfera.


Algunos primeros marxistas predicaban el sexo libre y la destrucción de la familia, y en los primeros días después de la revolución rusa tales nociones se consideraban progresistas. En la práctica, sin embargo, eran desestabilizadoras, y al final el gobierno soviético comprendió que podía minar con mayor éxito a la familia haciéndola depender del gobierno y usando a las madres como mano de obra. Los comunistas buscaban romper la familia extendida que proporcionaba protección contra el gobierno. Estaban entonces en condiciones de usar a la familia nuclear (en palabras de un historiador social ruso) como “un campo de entrenamiento para la sumisión”.




En Occidente un resultado similar se logró por una siniestra coalición de las feministas, los socialistas y los intereses de las grandes empresas. Al poner a la mujer en la fábrica, los salarios de los hombres podían reducirse; al aceptar la seguridad social, las clases medias se convertían en dependientes del gobierno; al enviar sus hijos a las escuelas estatales, los padres entregaban su derecho fundamental a criar a sus hijos de acuerdo con sus tradiciones religiosas; y al pagar impuestos para costear estos programas, las familias perdían su independencia económica, fundamento necesario de la autonomía familiar.


La gente más sensible comprendió al menos parte de esto, pero aún así, incluso buenos defensores cristianos de la familia se ven tentados a recurrir a los gobiernos nacionales y a las agencias internacionales por ayuda. En Europa y en los EE.UU., conservadores pro-familia están muy ocupados diseñando planes políticos para salvar a la familia, pero el estado moderno, incluso en las economías capitalistas e incluso cuando desea proteger a la familia, la lastima. Los programas diseñados para salvar a la familia son frecuentemente desastrosos para ella. Suecia, por ejemplo, fue pionera en legislación pro-natalista asistiendo a las familias económicamente, pero el efecto de largo plazo ha sido la depresión dramática de la tasa de natalidad. Los programas de la seguridad social pueden haber elevado los niveles de ingresos de los ancianos estadounidenses, pero también han fomentado la separación geográfica de las generaciones. No sorprendentemente, cada gasto adicional en seguridad social tiene el efecto estadístico de reducir la tasa de natalidad. El rol del estado moderno en la destrucción de la familia puede verse mejor en la abrogación de la responsabilidad de preservar el matrimonio y proteger la vida inocente. Los gobiernos que promueven el divorcio sin causa y permiten el aborto han expuesto su incapacidad para acordar reglas morales o establecer normas sociales.


El estado es una institución política, un reflejo de la naturaleza competitiva del hombre. La institución apropiada para la asistencia familiar es la Iglesia, que es una expresión de amor, del amor de Dios por Sus criaturas y del amor humano que se corporiza en la pequeña comunidad parroquial.




La única ayuda que el estado puede proporcionarnos es dejarnos en paz, poniendo una línea en el umbral del hogar – una línea más allá de la cual el estado no puede pasar, de modo que cada hogar sea su castillo para el hombre. Incluso el mismo diablo no puede entrar en una casa a menos que sea primero invitado, y, al pedir al estado que defina la familia o apoye su asistencia económica, estamos invitando una legión de demonios a entrar en nuestros hogares y tomarlos como su residencia. Si algunos agraristas estaban tentados a invocar al estado en los ’30, la mayoría de ellos tenían la cuestión más clara, y la cosmovisión agrarista y distributista es la alternativa real al monstruo de dos cabezas del capitalismo y el comunismo.




Ninguna sociedad puede perdurar si mina sus propios basamentos. El comunismo soviético hizo la guerra a la familia, y el imperio soviético cayó. Las naciones como Dinamarca tienen tasas de natalidad tan bajas en no mucho tiempo no habrá daneses ni Dinamarca, y si otras naciones occidentales continúan extrayendo toda vitalidad de la vida familiar, ellas, también, perecerán, para ser reemplazadas por otras gentes menos “avanzadas” que aún comprenden las cuestiones fundamentales de la vida.


El entero orden social de las naciones e incluso de la comunidad internacional reposa sobre la sólida fundación de millones y millones de familias, que aprenden y practican la virtud en la privacidad de sus propios hogares. Ésta no es solo la realidad de la vida de todos los días; es también la visión social del cristianismo y el judaísmo. Se apoya – y se encarna – en el mandamiento, “honra a tu padre y a tu madre de modo que tus días sean largos sobre la tierra que el Señor Dios te ha dado”. En otras palabras, en tanto la familia sea honrada y dejada en paz para hacer su trabajo, nuestro orden social prevalecerá. Pero cuando interferimos – tramando esquemas para “liberar” a las mujeres de sus maridos o para “proteger” a los hijos de sus padres – el orden social colapsará.


La situación no es tan desesperada como puede parecer, ya que la naturaleza humana siempre gana al final. En su obra de 1920, “RUR”, el escritor agrarista checo Karel Capek imaginó una economía internacional dominada por “robots” – una palabra que él acuñó. Capek es frecuentemente considerado un escritor de ficción, pero en sus novelas Capek lamentaba las fuerzas de la modernización y americanización que estaban corrompiendo al campesinado checo. (Era también un admirador de Chesterton, con el que tenía correspondencia.)


Los robots de Capek no son máquinas sino especies manipuladas de trabajadores deshumanizados dispuestas a su total explotación y desprovistas de todos los placeres y afectos humanos. Por su eficiencia, dejan a los demás trabajadores sin trabajo; mecanizan la agricultura; y hace innecesaria la práctica de la caridad. De hecho, los seres humanos se hacen tan irrelevantes que no nacen hijos, condenando la raza humana a su eventual extinción. Los robots, sin embargo, no esperan; se rebelan y asesinan a todos los seres humanos menos uno, que es preservado en la esperanza de que pueda redescubrir la fórmula para hacer robots.


En las naciones avanzadas de Europa y América del Norte, la pesadilla de Capek se está haciendo rápidamente realidad, pero incluso sus robots, luego de destruir la raza humana, descubren el amor auto-sacrificial del hombre y la mujer.


El inventor que creó los robots estaba buscando, por supuesto, nada tan mundano como una mano de obra barata. Como explica Capek, "quería convertirse en una suerte de sustituto científico de Dios… Su único propósito era nada más ni nada menos que probar que Dios no era más necesario”. Esta ambición de reemplazar a Dios es tan vieja como la serpiente que tentó a Eva y tan nueva como los planes para clonar seres humanos.


El hombre nació para vivir en las comunidades de la familia y la nación. Como nos previno Aristóteles, un hombre fuera de su comunidad debe ser o un dios o una bestia. Al construir una sociedad que no está basada en la familia – en el hogar y el linaje – el hombre moderno se está hundiendo incluso por debajo de las bestias, que al menos continúan propagando sus especies. Sólo recobraremos nuestra completa humanidad cuando – como los robots de Capek – descubramos que podemos y debemos amarnos como hombre y mujer y como madre e hijo.



[1] La traducción más cercana es “resistiré en mi posición” o “mantendré mi puesto”, o sus combinaciones. Se refiere al segundo verso del coro de la canción “nacional” de los Estados Confederados del Sur, “(I Wish I Was In) Dixie’s Land” ([Ojalá estuviese en] La Tierra de Dixie) de Daniel D. Emmett (1859). El verso completo dice: “In Dixie land, I’ll take my stand to live and die in Dixie” (En la Tierra de Dixie, resistiré para vivir y morir en Dixie). Dixie es el nombre coloquial del Sur histórico de los EE.UU. (existen varias teorías sobre el origen de esta palabra). [N. del T.]



[2] Este título puede traducirse como “Una estela para los vivos” (estela en el sentido de camino o sendero). [N. del T.]


[3] “Ataque a Leviatán” –se refiere obviamente al Leviatán de Hobbes, el estado omnipotente según su uso vulgarizado. [N. del T.]



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