Revista Arbil nº 61De la polis griega a la civitas christiana (III). Los albores de la cristiandadpor José María Ripoll RodríguezTras un primer artículo dedicado a la polis griega y un segundo dedicado a La Res publica romana, éste trata los nuevos tipos de comunidades humanas influidas por el cristianismoLa Revelación cristiana abre al hombre la posibilidad de un nuevo modo de coexistencia política.
Y es ese modo eminente y radicalmente nuevo. Tan radical y honda es la novedad, que no se mide, ni mucho menos, comparándola con lo que la Polis significó.
Fue ésta consecuencia del cambio de héxis que la ascensión al biós teoréticos entrañó para la existencia humana.
Y afectó al hombre entero mudando el habitus de la naturaleza.
Pero la ascensión que el advenimiento del cristianismo produce en el hombre es incomparable por su sentido y profundidad.
Es el mismo ser del hombre el que va a mudar por virtud de la asunción en Cristo de la naturaleza humana.
Se reconvierte el hombre en hijo de Dios de modo nuevo y eminente. Se eleva en dignidad a una altura inconmensurable e incomprensible.
"Quod homo est -dirá San Cipriano- esse Christus voluit, ut et homo possuit esse quod Christus est" .
La fuerza y la dignidad divina de Cristo que ungió su propia humanidad, fue derramada sobre el linaje humano para esclarecimiento y deificación del hombre.
La venida del Verbo confiere a todos los hombres la facultad de hacerse hijos de Dios.
En virtud de la Encarnación, el hijo del hombre es incorporado verdaderamente a la persona del Hijo de Dios.
La unión de la naturaleza humana con la persona divina en Jesucristo siembra en el hombre la semilla de la vida sobrenatural.
La corriente de la vida divina impregna y penetra el ser del hombre, transforma y purifica toda la vida natural, calando hasta los estratos animal y vegetativo.
El ser del hombre queda vivificado y esclarecido por el soplo del Espíritu Santo en la criatura.
Brota así una comunidad de vida entre Dios y el hombre y un nuevo principio de comunidad de los hombres entre sí.
Veamos brevemente en qué consiste la primera, pues de ella emerge la posibilidad de la segunda.
Es la consecuencia inmediata de la Encarnación del Hijo de Dios: el hombre Dios es cabeza de toda la creación y del linaje humano.
Como quiera que Dios incorporó a sí la naturaleza humana, puede decirse que en sentido amplio se incorporó todo el linaje humano en virtud de la unión solidaria de todos sus miembros como descendientes naturales del mismo tronco.
El linaje humano entero se convierte en cuerpo místico del Hijo de Dios en el mismo instante en que uno de sus miembros fue incorporado a Él.
Constituye el género humano una masa solidaria asumida como un todo en la Persona del Verbo, no ya sólo en sentido moral, sino en sentido real y verdadero.
Pertenece a la persona de Cristo como cuerpo suyo, pero sin menoscabo de la autonomía y personalidad de sus miembros.
La personalidad de cada uno es asumida en la superior persona que a todos penetra e impregna, de suerte que más pertenecen a ésta que a sí mismos y tan íntima es la unión que forman con ella "como si fuera una persona", como reza el Evangelio.
Dentro de la unidad mística del Corpus Christi, Cristo no es sólo miembro o primum Inter pares, sino fundamento que soporta el todo, ligadura suprema que a los cristianos ata en comunión, fuerza que los transfiere a la esfera pneumática, manantial que aumenta la vida nueva del "hombre nuevo".
Según San Pablo, la unión de los cristianos con Cristo forma una unidad personal.
En esa unidad cada cristiano individual no sólo conserva su ser personal, su condición de persona, sino que la lleva a una perfección inaccesible al hombre personal.
De esta comunidad sobrenatural del Corpus Christi y de su actuación por medio de la Charitas, se deriva la posibilidad de un nuevo modo de convivencia histórica entre los hombres.
Tres notas definen la nueva posibilidad de coexistencia: primero es comunidad de personas; segundo es unión desde un Dios personal y trascendente por medio de la Charistas como amor del prójimo fundado en la Charitas propiamente dicha, y tercero es unión de "criaturas", es decir, de seres personales "creados", pero no "generados" naturalmente por Dios.
La singularidad de estas tres notas cobra máximo relieve si se las compara con la comunidad helénica o romana.
Es, decimos por lo pronto, comunidad de personas.
Lo que separa radicalmente la antropología cristiana de la antigua está cifrado en los dos textos capitales del Génesis : "Faciamus hominem ad imaginem, et similitudinem nostram" (I,26). "… et inspiravit in faciem eius spiraculum vital, et factus est homo in animam viventem" (II, 7).
El hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios, se segrega del resto del universo.
Su génesis es un verdadero salto cualitativo: no es la obra de un simple "hágase" de Dios, sino de un "afflatus", del soplo del Espíritu divino en él, del pneuma.
Se constituye así el hombre en persona. El griego le había atribuido el Logos.
Ahora el Logos humano es participación de la razón universal cifrada en el pneuma divino.
La humana koinonía fue siempre para el heleno comunidad de seres vivientes, de zoones.
Cierto que esos zoones están bañados por el Nous, pero esta cualidad singular no hace rebasar al hombre el concepto de animal, siquiera sea cualificado por el Logos.
Por eso es la polis esencialmente genética, comunión de hombre y hombre desde la Phycis, de la cual emerge todo el universo, incluido el hombre con su destino.
La comunidad cristiana será, en cambio, ayuntamiento de "personas", es decir, de semejantes de Dios, almas encarnadas y vivificadas por su soplo.
En segundo lugar, es comunidad fundada en la Charitas como amor del prójimo.
Hay de la philía griega a la Charitas cristiana la difrencia fundamental que separa el eros platónico del ágape joánnico, que se efunde desde la cabeza del corpus christi en todos sus miembros y los ayunta en miesteriosa unidad unos con otros.
Es, en fin, comunidad de "criaturas".
El concepto de "creación" y "criatura" es nada menos que el horizonte en que se inscribe desde el principio toda la especulación cristiana.
A lo que el griego llamó cosmos, el cristiano llamará creación.
El salto metafísico es tan decisivo que de su esclarecimiento previo depende la comprensión cabal de la actitud que el cristiano adoptó frente a la realidad política, plasmada en la civitas cristiana a lo largo de toda la Edad Media.
Cuando el griego se ha preguntado acerca del universo ha dicho de él que es el conjunto de todo cuanto existe.
Mas no sólo en el sentido de todo cuanto hay, sino también en el más profundo de que el conjunto entero proviene de una última realidad: la Phycis.
Por eso el universo es "naturaleza".
Y la naturaleza es precisamente lo que nunca cambia ni se mueve, lo permanente.
La mirada helénica está aprisionada en la metabolé de las cosas.
Todo cambio presupone un principio y un término. No otra cosa es la Physis. La especulación griega rematará en la idea aristotélica de un motor inmóvil -Dios-, momento absoluto sin el cual no se explicarían las mudanzas del universo.
El universo y las cosas son porque emergen de la Physis.
Todo ello ha sido "generado" naturalmente por ella.
La naturaleza "hace" las cosas, y ese hacer -poiein- tiene el sentido de "engendrar", como la madre natural engendra al hijo que de ella nace.
Es genitriz de las cosas y, naturalmente, también del hombre.
¿Qué dice, en cambio, la especulación cristiana acerca del universo? Algo esencialmente diferente.
El universo cristiano es también el conjunto de las cosas que hay, pero no en cuanto provienen "naturalmente" de una physis, sino en cuanto han sido "creadas por Dios".
Dios ha "hecho" todas las cosas, pero el "hacer" de Dios nada tiene que ver con el poiein de la physis.
Dios no es "generador" o "genitor" del mundo, sino su creador.
Y crear no es hacer brotar de una realidad última e inagotable las distintas cosas que existen por generación natural, es hacer "desde la nada".
La creación es esencialmente "creatio ex nihilo".
El universo cristiano es un universo creado.
La especulación cristiana empezará siendo teoría del mundo y tratará de dar razón de él y de la creación.
El horizonte de la creación impone un cambio radical de actitud.
En efecto, cuando el cristianismo se pregunte qué es lo que es, tendrá que dar razón de las cosas creadas en cuanto creadas.
Y no podrá contestar como el griego diciendo que son en cuanto que participan de la physis universal, puesto que las cosas no brotan naturalmente de Dios.
Tendrá que dar razón del "sí mismo" en que cada cosas consiste como realidad creada.
El magno empeño del pensamiento cristiano consistirá en interpretar ese sí mismo de las cosas.
Según sea la interpretación así varía con ella la idea entera de la creación, del creador y del mundo creado, de Dios, de las cosas y del hombre.
Las respuestas que a lo largo de la edad media se van dando difieren tanto unas de otras que no parece posible ver la filosofía medieval en su integridad y unidad.
Sin embargo, mirada a la luz de este problema clave inexorablemente propuesto al pensar cristiano, toda la especulación medieval se ordena en armonía, ofreciéndose ante nuestros ojos con unidad de sentido comparable a la mole espléndida de la filosofía griega.
Lo mismo sucede en lo que más de cerca nos concierne.
El pensamiento político cristiano medieval se esforzará en dar razón del sí mismo de la realidad política como realidad creada.
Y según sea el punto de partida metafísico, implícito o explícito, así varía con él la interpretación de lo político y la actitud concreta en que dicha interpretación se plasma.
En el siguiente artículo, trataremos de desarrollar esta idea adecuadamente, con esas dos grandes intuiciones: la realidad política como "reflejo" de la realidad trascendente (S. Agustín) y la realidad política como realidad sustantiva (Santo Tomas), así como la reflexión acerca del núcleo del proceso que lleva de una a otra evolución, mostrando así, que la cristiandad medieval no es un pensamiento compacto, sino que en su misma realización histórica sintió un proceso ascendente, pero cortado en su desarrollo evolutivo.
Revista Arbil nº 62De la Polis griega a la civitas christiana ( y IV)por CanisiusFinalmente, tras estudiar en números anteriores la polis griega, la Res publica romana y los albores de la cristiandad, nos adentramos en lo que se ha dado en llamar la sociedad cristiana, o cristiandad, que supone un nuevo impulso societario consecuente de la penetración que el cristianismo realiza en la sociedad occidental. Sin embargo, sería ingenuo e iluso el llamar "cristiandad" a un único modelo social de un momento puntual, como se ha hecho en ocasiones
Cuando determinados autores hablan de "cristiandad medieval" parecen reducir su momento a lo que fue la Europa del siglo XIII, y ello supone encerrar irreductiblemente en un compacto y sólido bloque monolítico lo que en realidad fue un proceso evolutivo que arranca del Siglo VI y que tendrá como fractura el siglo XVII, consecuencia de la Reforma protestante, la filosofía cartesiana y las guerras de religión.
Los teólogos carolingios son los primeros sistematizadotes del concepto "cristiandad", que no emplean, si bien utilizan expresiones análogas. Son los doctrinarios del "agustinismo político", que grosso modo, viene a suponer que la ciudad terrena, identificada con el imperio romano, ha cedido, ante la ciudad de Dios representada por la Iglesia y su brazo secular, el sacro imperio romano-germánico. Veamos si tal especulación ha procedido legítimamente o no.
San Agustín, concibe la realidad política como "reflejo" de la realidad trascendente. El supuesto metafísico es la interpretación del "sí mismo" como "reflejo" de Dios. Entre el creador y la criatura hay diferencia esencial cualitativa, pero la distancia entre uno y otro es mínima.
El ser creado "es" en cuanto imagen del ser divino. La relación del hombre con Dios es más estrecha que lo que media entre lo originario y lo derivado, más profunda también de lo que Platón llama méthexis (participatio). Entre el original -Dios- y la imagen hay verdadera unidad de vida: "et omnia vita sunt, et omnia unum sunt" (1). La vida a la que San Agustín se refiere aquí no es qualiscumque vita, ni el bios animal, sino la vida divina, una e infinita, de la que participa también el alma humana.
La creación entera es como un sol naciente: los matices se degradan hasta el infinito, única es en cambio, la luz original. El ser solo es en la medida en que tiene semejanza con el creador. Cuando la pierde, deja de ser. El hombre imagen de Dios : "impari imagine, attamen imagine" (2). Pero también todas las cosas: todas son "impar sed imago Trinitatis": en ellas ha de buscar el hombre la imagen de Dios : "vestigium trinitatis".
La proximidad entre el creador y la criatura es tal que la encrucijada teológica y metafísica del pensamiento agustiniano es el pecado. ¿Cómo dar razón del pecado? ¿Cómo puede el hombre, criatura de Dios a su imagen y semejanza, tan cercano a él, romper radicalmente por el pecado el vínculo que le une al creador?
En el plano político, la encrucijada está donde el santo se propone dar razón de la realidad política. Es realidad humana y tiene, por lo tanto, el carácter propio de tal realidad: la de ser de modo eminente "reflejo" de lo trascendente. Siempre es interpretada como realidad puramente simbólica, reverberación de lo eterno (3).
Se advierte ya en el concepto central agustiniano de la civitas, que se emplea en el sentido genérico e indiferente de la "societas", referido simultáneamente a una y otra realidad, como conjunto de los que pertenecen a una sociedad meramente terrena o bien ptrascendente. Lo cual no es imprecisión del concepto, sino necesaria consecuencia de la actitud metafísica. De este modo, la realidad humana se implica y entrelaza con la más alta realidad: está como prendida en ella, sin posible desligamiento.
Distingue San Agustín dos civitates . Son ambas modos de vivir irreductibles, pero indesligables: los distingue el vivir secundum Deum y secundum hominem (4), secundum carnem y secundum Spiritum (5), y dos modos de amor: amor Dei - amor sui. Las distingue además, el estar una "praedestinata regnare cum Deo", la otra "aeternum supplicium subire cum diabolo" (6).
Pero si se mira a la relación entre las dos ciudades, se percibe que la línea que las separa es muy fluida. Una primera lectura de los textos nos enseña que se trata de dos realidades, no históricas, es decir, no empíricamente observables a nivel sociológico o político, sino transempíricas o metahistóricas, captadas solamente por la reflexión del pensador, iluminado por la palabra de Dios. Realidades místicas las llama San Agustín: quas mystice apellamus civitates duas.
La discriminación de mabas ciudades se realizan en la conciencia y en la voluntad de cada hombre (7). Esto es cierto, pero también lo es que San Agustín en muchas ocasiones llama ciudad de Dios a la Iglesia. Y no se puede decir sin más, que la Iglesia no sea una realidad histórica. Por otro lado, hay textos en los que Roma aparece como la ciudad terrena. Escribe Y. Congar : "Hay que poner atención en el carácter complejo y aún ambiguo de la Civitas Dei y la Civitas terrena, que son a la vez, realidades místicas y realidades históricas" (8).
Son fundamentalmente y sin duda alguna, realidades místicas, metahistóricas. Pero, además, la Ciudad de Dios emerge, en la Iglesia, parcial y típicamente, a nivel de observación histórica. El Estado por su lado no es nunca, en San Agustín, una contra-Iglesia, ni la encarnación, ni siquiera parcial, de la ciudad terrena; pero puede ser en ocasiones instrumento de la ciudad terrena, como lo fue la Roma idólatra perseguidora de los cristianos, no por el officium consulendi, sino por la libido dominandi. Por sorprendente que parezca, por lo tanto, no hay en San Agustín una elaboración expresa de las relaciones que deben mediar entre la Iglesia y el Estado. La Ciudad de Dios y la Ciudad Terrena son realidades místicas, que no se identifican con las realidades históricas que son la Iglesia y el Estado.
Lo que se dice de las primeras no puede trasponerse sin más a las segundas. El fin de la Iglesia es ultramundano: busca y procura la pax aeterna en Dios. El fin del Estado es intramundano: buscar y procurar la pax temporales (concordia y bienes terrenos).
Ahora bien, la Iglesia necesita y usa como medio esa pax temporales que asegura el Estado. Y a la vez, ella misma contribuye, formando buenos ciudadanos, a que aumente y prospere el mismo bienestar terreno del Estado. Así podría formularse la ley suprema que ha de regir las relaciones Iglesia-Estado en el pensamiento agustiniano.
Para captar mejor el anacronismo que se comete cuando se atribuye a san Agustín el ideal medieval del orden temporal cristiano, recojamos la tesis de Troeltsch, exacta en este punto. Para San Agustín, el Estado es una realidad que se sitúa fuera de la Iglesia y enfrente a ella. Es verdad que la Iglesia utiliza eventualmente los servicios del Estado, pero es más profundamente verdad todavía que los soporta (tolerat).
La idea de una especie de simbiosis con miras a realizar un programa general de orden temporal cristiano es por principio extraña a las perspectivas del De civitate Dei: la Iglesia es "peregrina" en el mundo, y toda ella está consagrada a lo eterno y celestial.
Sea como fuere, el hecho es que los teólogos carolingios, tomando los conceptos agustinianos de ciudad de Dios-ciudad terrena, los aplicaron indiscriminadamente a las realidades Iglesia-Imperio Romano-Imperio carolingio, conformando todo lo que se dio en llamar "agustinismo político".
Independientemente que tal elaboración sea extraña al pensamiento agustiniano propiamente dicho, el caso es que tal pensamiento conformó unas estructuras tales que permiten dar el punto de arranque a lo que fue propiamente la instauración del orden temporal cristinao en la Europa medieval, pasando por diversos momentos, claramente distintos entre sí, y no sólo en lo relativo a la aplicación de los principios, sino en lo que se refiere a los principios mismos.
Fundamentándose en las tesis tomadas de San Agustín, la realidad política es un mero reflejo de la trascendencia, sin consistencia autónoma. Dentro de tales coordenadas resulta evidente la imposibilidad de construir una esfera temporal propia, aunque creada por Dios.
El mismo poder temporal será, por lo tanto, reflejo o imagen del único poder verdadero: el asentado en la trascendencia. En el libro V, cap. 27 de la Civitas Dei, dibuja San Agustín al príncipe cristinao: enviado por Dios para el cuidado de la paz en la tierra, todo su obrar cobra sentido "propter charitatem felicitatis aeternae". Su carácter, más que de soberano es de "primer fiel", cuyas obligaciones canónicas vienen dadas por la misma Iglesia.
La realidad política no se podrá convertir en realidad substantiva mientras las cosas no empiecen a ser en sí mismas.
Pero esto no sucederá hasta el siglo XIII y será la hazaña de Santo Tomás de Aquino.
Mientras tanto, los pensadores y políticos medievales sacarán la consecuencia de los escritos de San Agustín.
El fenómeno lleva el nombre de "agustinismo político", en cuya rúbrica se pretende significar la absorción progresiva de la vieja idea de imperio romano por la fuerza creciente de la idea cristiana, hasta la formulación de la doctrina de las dos espadas, doctrina que perderá su vigencia en Santo Tomás.
La perspectiva metafísica de que parten los teólogos imperiales que formulan el agustinismo político, lleva irremediablemente a la inserción del imperio y del poder temporal en la esfera del Corpus Christi.
El ámbito de las dos esferas, la temporal y la espiritual, se cubre hasta identificarse.
Sucede entonces una de estas dos cosas: o la cúspide temporal asume la reacción entera del Corpus Christi, o la asume el poder espiritual.
Caben dentro de estas coordinadas metafísicas alternativas diversas, diferentes constelaciones de fuerzas históricas.
No cabe, empero, el deslinde riguroso de una esfera temporal con plenitud de realidad: La posición oscila desde la posición de Carlomagno y de Otón a la de Gregorio VII e Inocencio III.
En lo profundo, todas estas posiciones son idénticas: lo que cambia es el acento, según se cargue el peso en una u otra cúspide del edificio.
En todos los casos la esfera de lo temporal está absorbida en el Corpus Christi.
La idea imperial de Carlomagno sanciona la íntima fusión de lo temporal y lo espiritual. Todas las funciones del Emperador quedan absorbidas en su misión religiosa. La capitanía del Corpus Christi se une en la voluntad de Carlomagno, y es el imperio escenario en que la Iglesia realiza su obra. El cargo del emperador es sagrado y la consagración imperial simboliza la fusión de ambas esferas. Es auténticamente sacramental, equiparándose el officium del imperio al ministerium canónico.
El fundamento metafísico y religioso de la auctoritas imperial está en Roma. Se llama Carlomagno "supremo señor de la Cristiandad". Todo esto permitirá luego al Papado, a partir del siglo IX, hacer girar las cosas a su favor. Pero los supuestos seguirán siendo los mismos, aunque será el Papa quien asuma entonces la jefatura del Corpus Christi, en cuya urdimbre espiritual va indisolublemente prendido lo temporal.
Así tenemos esta primera fase de la cristiandad medieval con unas características y principios bien precisos; en ocasiones, algunos autores aún haciendo ecos de la cristiandad dorada del siglo XIII, la hipótesis de que parten es la del agustinismo político pre-tomista, al cual, sin embargo, no se le puede negar el nombre de primera y primitiva cristiandad.
Con Santo Tomás entraremos en una cristiandad nueva, asumiendo principios nuevos, y esto es lo importante, principios distintos a la época anterior.
No se trata de un mero cambio circunstancial y aplicación de un mismo espíritu en distintas coordenadas, sino de un auténtico y nuevo giro conceptual que tendrá como consecuencia la elaboración de una nueva perspectiva.
Sin embargo la cristiandad sigue permaneciendo en un proceso ascensional, si bien distinto, gracias a un factor de unidad del que carecía la polis griega y la urbs romana: el cristianismo.
De la realidad política como reflejo de la realidad trascendente pasamos ahora a la consideración de la realidad política como realidad substantiva, esto es, autónoma y consistente per se.
Su supuesto metafísico es la interpretación del "sí mismo" como natura naturata.
Es la gran hazaña de Santo Tomás.
Como por ensalmo, la realidad toda, las cosas y el mundo humano, adquieren consistencia propia.
Dentro del horizonte cristiano de la creación, la teoría del mundo creado trata ahora de dar razón del "ser" de las criaturas, haciéndose ontología.
El vínculo ontológico entre el Creador y la realidad creada se mantiene intacto, pero se dilata hasta que la criatura se sustantiva y empieza a ser en sí misma. En el orden ontológico, aparece el concepto de individuo como individuación de lo específico, con esta peculiaridad: que lo específico sólo tiene realidad en su individuación.
Paralelamente, en el orden político lo temporal se desglosa de lo espiritual y se constituye en realidad autónoma, dependiente de aquélla, pero substantiva y , por lo tanto, coordinada con ella. Emerge con realidad plenaria el ámbito de las cosas "quae tempore mensurantur", como dirá Dante lleno de unción tomista (9): "a terrenis spiritualia distincta": las cosas espirituales son distintas de las terrenas.
Así, este giro en los principios que inspiran la nueva cristiandad de cuño tomista, supone recoger lo anterior, pero matizando aquellos aspectos que parecían más defectusos, con una tendencia ascensional hacia lo mejor.
Tratemos de precisar el sentido de este ingente giro metafísico y su repercusión en lo que más propiamente nos atañe.
Por lo tanto, la realidad social queda anclada en el ser del hombre como persona individual.
El hombre es, por un lado, un ser específico; por otro, individuo. La peculiar trabazón del factor específico e individual en el compuesto humano determina la sociabilidad como estructura originaria del ser del hombre.
Cada uno de los productos de la sociabilidad es en sí mismo substantivo y distinto de los otros, según sea el valor que realice y el bien a que se dirige: familia, civitas, imperium.
Separado del orden más alto de la salvación, se recorta el orden de las cosas temporales. El contenido y la meta de ese orden es el bonum commnune, de carácter temporal, aunque ordenado al fin supremo del hombre.
Entre el bien común y temporal y los valores de salvación hay relación de jerarquía, pero no queda aquélla esfera encerrada en esta.
Junto a la comunidad humana, la Iglesia es rectora y administradora del orden de la salvación y tiene su bonum commune propio: la persona soberana de Dios.
Todas las comunidades terrenas se ordenan a la comunidad superior cuya cabeza es la persona infinitamente valiosa de Dios. En ella tienen todas su origen, y gracias a ella ocupa cada una su puesto en el plan del mundo.
Pero lo decisivo es esto : la realidad política, en cuanto humana, es, naturalmente, realidad creada, pero no es ya simple "reflejo", sino escala susbstantiva dentro de la creación.
A diferencia de Dios, que es per essentiam, la realidad creada es per participationem, pero es.
La primera causa de la realidad política, como de toda realidad creada es Dios; pero la causa segunda es el hombre y coopera a que tal realidad sea (10), y cada una opera plenariamente en sentido diferente.
De esta suerte, la realidad temporal gana sustantividad propia; dentro de ella la realidad política, y dentro de ésta cada elemento de la realidad tiene también entidad sustantiva y valor propio; de un lado el hombre, de otro, la comunidad (11).
La consecuencia es clara: se dibuja en toda su integridad una esfera "profana", deslindada de la "espiritual". Naturaleza y sobrenaturalaza sirven a fines distintos y tienen cada uno su orden propio, aunque entrañablemente trabado.
El poder político, "temporal", se constituye como poder autónomo: Tanto el poder temporal como el espiritual vienen de Dios. El poder temporal está sometido al espiritual en cuanto Dios le ha sometido a él, es a saber, en las cosas tocantes a la salvación del alma. En tales cosas más se ha de obedecer al poder espiritual que al temporal. En las cosas tocantes al bienestar civil más se ha de obedecer al poder temporal que al espiritual, como el Evangelio de San Mateo dice : "Dad al cesar lo que es del César". La autoridad política tiene su fundamento en el Derecho natural, no es una derivación de la Iglesia.
Algo más tarde, Dante, polemizando con los curialistas, que han simbolizado los dos poderes en el sol y la luna, con luz propia el espiritual, derivado el otro, lanzará la bella imagen de los dos luminares y definirá su propia tesis de esta guisa: "Sicut ergo dico quod regnum temporale non recipit esse a spirituali, nec virtutem, quae est eius auctoritas nec etiam operationem simpliciter; sed bene ab ea recipit, ut virtuosius operetur per lucem gratia, quam in coelo et in terra benedictio summi pontificis infundit illi" (12). El instrumento dialéctico que en pro de la autonomía de la esfera temporal se resgrime es el del origen divino directo del poder político.
Guste o no guste, Tomás de Aquino será propiamente el que permita dar un paso esencial para el surgimiento del Estado moderno: al considerar la realidad política como realidad substantiva, al no pertenecer a la esfera de lo espiritual, se pone en situación de posibilidad de "pecado original".
Así como el hombre sólo pudo pecar cuando, con la infusión del alma racional y la subsiguiente libertad pudo pecar, así la realidad temporal, cuando se autopercibió como realidad auténticamente substantiva difícilmente pudo mantener el equilibrio entre el mero naturalismo y el puro sobrenaturalismo y clericalismo.
La distancia entre Dios y el ser creado se dilata tanto que se rompe el vínculo que une al creador con la criatura. El "sí mismo" de las cosas se desliga de su raíz. Santo Tomás es suma serena de equilibrio entre el ser y el concepto.
El paso metafísico definitivo lo dará Ockham. Suceden las cosas de este modo:
Empezará Ockham por variar la imagen de Dios y su posición dentro del universo. Según Santo Tomás, la creación es obra de la voluntad de Dios guiada por su razón absoluta. Entre la ratio y la voluntad divina hay relación de equilibrio. Dicho a manera de fórmula: si Dios quisiera podría hacer el mal, pero no puede quererlo. Ockham acentuará la voluntad frente a la razón. Se introduce así un principio de arbitrariedad en el hacer divino. Entre la potestas absoluta de Dios y las cosas por él creadas, no hay la relación firme de la ratio aeterna.
El nominalismo quebranta también la unidad de la Iglesia. El Corpus Mysticum, dirá Ockham es sólo analogía de un cuerpo real. Paralelamente a lo que acontece en el poder político, el poder espiritual queda referido a la Ecclesia.
El principio de soberanía del pueblo se aplica también a la Iglesia. El poder espiritual queda rebajado al rango de principatus ministrativus. No tiene misión alguna en las cosas seculares.
El poder imperial es solutus legibus positivis. Ningún puente une ya las dos esferas.
La realidad política se erige en realidad autónoma desvinculada del orden de la salvación.
La actitud metafísica y política de Ockham es el giro copernicano hacia una nueva era: el estado moderno.
De todas formas es preciso decir que antes de Ockham nunca se podría haber hablado del Estado moderno; Santo Tomás pondría las bases de la autonomía de ambos órdenes en sinuoso equilibrio; Ockham haría pesar la balanca hacia la radical autonomía y opacidad de los órdenes temporal y espiritual.
Sin Tomás, Ockham hubiese tenido poco que hacer.
En este decurso histórico desde el siglo VIII al XV hubo una auténtica y genuina evolución en los principios que informaron el convivir político animado por el cristianismo.
Tales principios se determinan por la prudencia circunstancial, y lo que llamamos "cristiandad" ha adquirido diversas formas y formulaciones, no es un todo unívoco.
La nueva cristiandad querida por la Iglesia en este siglo es evidentemente distinta que la del siglo XIII, pero igual de auténtica, precisamente porque recibe el impulso ascensional de la naturaleza societaria del hombre transfigurada por el hecho central de la historia humana: la Redención de Cristo.
Siendo así, la sociedad edificada como tal sociedad con el alma cristiana, seguirá abriendo caminos hacia nuevos impulsos, trascendiendo la mera neutralidad del orden político por un lado, y por otro superando la confusión de los órdenes temporal y espiritual en un mismo cuerpo político.
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Canisius canisius@terra.es
Notas
1) San Agustín: De Trin. IV,3; Véase también este texto de las confesiones : "Non ergo essen, Deus meus, non omnino Essen, nisi esses in me. An potius non Essen, nisi Essen in te, ex quo omnia, per quem omnia, in quo omnia?" (Confess., I,II)
2) Id, id., IX,2 n.
3) La falta de claridad sobre los supuestos metafísicos es, en buena parte, causa de los infinitos errores de interpretación de la doctrina política agustiniana y de las mil versiones y aún contradictorias a que ha dado lugar. A esta falta de claridad se debe también, sin duda, la grave dificultad hermenéutica tradicional que los intérpretes católicos encuentran para salvar católicamente la famosa tesis agustiniana sobre la predestinación.
4) Civ. D., XV, 1
5) Id., XIV, 4.
6) Civ. D., XV, 1.
7) "Perplexae sunt istae duae civitates in hoc saeculo invicemque permixtae". Civ. D., I,35.
8) "Civitas Dei" et "Ecclesia" chez Saint Augustin, en Rev Etud August, 3, 1957,2.
9) En De Monarchia
10) Summa Contra gentiles, II, 15;III, 66. S. Th, I,6,1;44,1; 63,3
11) S. Th., II,11; 64,4 ad 3
12) De Monarchia, I..
José María Ripoll Rodríguez (canisius@terra.es).
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