De Cicerón a la Guardia Prusiana, algo hace huir a nuestros políticos

Cuentan que allá por la primera batalla de Ypres, en octubre y noviembre de 1914, el frente inglés se vio repentinamente sacudido por una inusual actividad guerrera. La razón era que acababa de incorporarse al frente la Guardia Prusiana. El cronista británico, un vigía del Royal Flying Corps que había estado al mando de algunos cañones en aquella batalla, cuenta que la Guardia Prusiana se lanzó al ataque con sus oficiales al frente con sus guantes blancos, como si se dirigieran a una revista de rutina. Al parecer, unidades de la Guardia habían sobrepasado sus objetivos y alcanzaron posiciones alejadas apenas un centenar de metros de los cañones ingleses sin apoyo de ninguna clase. Algunos se escondieron en una pequeña hondonada del terreno, desapareciendo de la vista, pero era evidente que su situación resultaba completamente desesperada.

Como aquellos eran otros tiempos, el mando británico envió unos cuantos hombres con bandera blanca para invitarles a rendirse. Se los encontraron tumbados en el hueco del terreno. El joven oficial al mando dijo que ellos no podían rendirse porque eso iba en contra de los principios de la Guardia Prusiana. Estaban agotados pero en cuanto se recuperaron ligeramente continuaron el avance a sabiendas de que no tenían ninguna posibilidad. Tras un breve respiro, avanzaron hacia los cañones con el joven oficial al frente, espada desenvainada en mano. No quedó ni uno vivo.

Hace unos dos mil años, Cicerón, creo recordar que en la tercera parte de Sobre los deberes, nos habla de Cayo Atilio Regulo, veterano general romano que fue apresado por tropas espartanas mercenarias en el norte de África. El enemigo le liberó bajo palabra de honor para que fuera al Senado a manifestar las intenciones de canjearle por jóvenes soldados apresados a su vez en Roma. Tal y como había pactado, el viejo soldado manifestó ante la asamblea las intenciones del enemigo. Añadió, sin embargo, que él era viejo y podía servir a Roma por poco tiempo más, pero que los jóvenes prisioneros enemigos combatirían durante largo tiempo y que por tanto él mismo no aconsejaba el canje. Por último, sabedor de la palabra empeñada, se puso nuevamente en manos del enemigo sabedor de que le esperaba el sufrimiento y la tortura y, por supuesto, en contra de las súplicas de su familia.

Estos comportamientos, separados por un par de milenios, están imbuidos del mismo espíritu. Podrán parecer absurdos e ilógicos al burgués del siglo XXI, obsesionado por el dinero y el bienestar y persuadido de que lo único importante es mantenerse con vida, pero la intencionalidad de estas actitudes –heroicas, se han llamado siempre- es clara para aquellos que entiendan el arte de la guerra o, en general, aquellas situaciones límite en las que se espera lo mejor de cada uno. Personas con este espíritu pueden realizar cosas ante las que fuerzas más poderosas fracasarían. Su esencia radica en el desprecio de sí mismo en aras de otra causa mayor. Que ésta pudiera ser mejor o peor es otra cuestión, pero comprender las más altas motivaciones que encierran las acciones de los hombres es sentar unas bases sólidas y reales para la gran reconciliación que hoy necesitamos más que nunca.

En situaciones como las descritas, es imposible ignorar que estas nobles inspiraciones pueden unirse en una gran síntesis que haga posible un futro creador. La gravedad de las decisiones que describimos nos revela de manera evidente que no hay mentira ni doblez en las actitudes y que, así mismo, solo pueden estar inspiradas por aquellas cosas capaces de llenar completamente la vida de las personas; nunca jamás por motivaciones tan venales como el odio o la codicia.

Junto al deber cumplido, comentado en el artículo anterior, el heroísmo es otra de las ideas fuerzas capaces de renovar al hombre desde su raíz. Cuando hoy todo se justifica con ideas, en el fondo triviales, como el mercado, la diversión o el interés, o bien con palabras tótem de significado ambiguo como la "democracia", que es reclamada por los asesinos etarras y por los políticos "constitucionalistas", el heroísmo muestra su pureza indudable y su fuerza renovadora. Dijo alguien que todos estábamos llamados a ser héroes y que no debíamos expulsar al héroe que está en nosotros, precisamente porque lo más grande que puede hacerse en la vida es un paso heroico. Y es que es ese paso heroico, en el que el hombre pone todo cuanto es y por el cual toma conciencia de que actúa por algo realmente grande, el que tiene todo el poder de redimir una vida. Existe la equivocada creencia de que el heroísmo solo se da en el campo de batalla pero en realidad existe en todos aquellos momentos en los que el odio, el rencor o, simplemente, los intereses más mezquinos del ego son negados en aras de algo que nos cautiva por completo. Solo cosas tales como el amor al prójimo, Dios, la patria o el pueblo han tenido el poder de seducción suficiente como para que el hombre se negara a sí mismo. Con ello descubrimos el amor en la raíz del comportamiento verdaderamente heroico y por esta razón aparece claro que todo paso heroico se da primero en el corazón de cada uno: uno es ya héroe antes de entregarse y tras la entrega solo hay consumación pero no esencia.

Quizás por ello, ese poder absoluto que pretende subyugarnos se ha ocupado de fabricar una sociedad fea, gris y mediocre, en la que lo peor de la especie humana se oculta tras cortinas de marketing, trajes a medida, y el falso colorido de los honores sociales. La razón es que esos mismos poderosos saben que así borran todo motivo de inspiración del heroísmo. En el fondo, a ellos solo les mueve el temor de saber que ante el heroísmo ninguna fuerza material puede prevalecer.