En efecto, ya desde el siglo II Ptolomeo había fijado el meridiano 0 en donde está la isla de Hierro. Cuatro siglos antes, Hiparco de Rodas, astrónomo, matemático y autor de un catálogo de estrellas, había intentado fijar un meridiano cero con vistas a calcular con exactitud la posición de cualquier lugar de la Tierra, y lo hizo pasar por su isla natal. A pesar de ser un gran científico (le debemos la trigonometría, el astrolabio --no, no lo inventaron los árabes; si acaso lo perfeccionaron-- y el descubrimiento de la precesión de los equinoccios), no tuvo éxito con lo del meridiano, y desde Ptolomeo le cupo ese honor a Canarias durante bastantes siglos. Ya en tiempos más recientes, cuando se generalizó la navegación transoceánica y diversas potencias se disputaron los mares, cada país intentó arrimar el ascua a su sardina y hubo meridianos cero que pasaban por Greenwich, Cádiz, Lisboa, París, Roma, Berlín, Copenhague, San Petersburgo, Río de Janeiro y Tokio. Esto obligó al presidente Chester Arthur de los Estados Unidos a convocar una conferencia internacional en 1884 a fin de que todos acordaran un mismo meridiano y tuvieran una referencia horaria común. Y como en ese momento Inglaterra era el gran imperio y dueña de los mares, tenía más influencia y producía mejores cartas de navegación, no fue difícil que se aceptara el de Greenwich.

Qué pesados, siempre repitiendo la misma tontería, que si antes de Colón pensaban que la Tierra era plana y los barcos se caerían, donde temibles monstruos esperaban a los infortunados marineros para merendárselos (me pregunto cómo es que no se vaciaba el mar). Todo por culpa de Washington Irving y su novela sobre Colón. Siempre se había sabido que la Tierra era redonda, desde Erastóstenes, que calculó la circunferencia terrestre con un error casi insignificante, y la iconografía medieval está llena de representaciones de Cristo y de reyes y emperadores con la bola del mundo en la mano. La Biblia, y también la Summa Teológica, dicen que la Tierra es redonda. Pero no, están empeñados en hacernos creer que aquellos grandes siglos de la Cristiandad fueron una época de tinieblas, superstición e ignorancia, hasta que de la noche a la mañana, con la llegada del Renacimiento, de pronto los hombres despertaron a la civilización y lo descubrieron todo de golpe, sin deber nada a sus predecesores.