Infierno
Desde hace algún tiempo, a los teólogos (¡y hasta a los mitrados!) les ha dado la ventolera de decir que el infierno no es un lugar físico, sino un «estado del alma». Afirmación que tal vez tenga sentido referida a ese estadio intermedio de la vida de ultratumba que se extiende desde la muerte hasta la resurrección de la carne; pero que, desde luego, referida a un estadio posterior, es una inconsecuencia y una majadería, pues si hay resurrección de la carne, tiene que haber «lugares físicos» donde los resucitados retocen de gozo o se retuerzan de dolor (otra cosa es que no se crea en la resurrección de la carne, pero para ese viaje teológico no hacen falta las alforjas de los «lugares físicos» y los «estados del alma»). Por fortuna, la consideración del infierno como lugar físico sigue ejerciendo una poderosa subyugación sobre la imaginación humana, irreductible a las monsergas de los teólogos, gracias sobre todo a las aportaciones literarias que han tratado de imaginar o reconstruir un paraje que el Apocalipsis denomina, sucinta pero muy gráficamente, «lago de fuego y azufre».
Cuando sea mayor (quiero decir, viejecito) me gustaría escribir una especie de «Atlas del infierno», en el que se compendiaran las distintas descripciones que la literatura nos ha suministrado sobre este lugar abismal, desde Virgilio a Swedenborg, pasando por Dante o Milton. Aunque este último, en El paraíso perdido, asegura que el infierno no se halla en el interior de la tierra, sino a una distancia tres veces mayor que la que nos separa del planeta más lejano (forma de ubicación demasiado difusa y dependiente de los avances astronómicos), casi todos sus visitantes literarios convienen en situarlo -como su propio nombre indica- en algún paraje subterráneo. Así lo entendieron los antiguos, que localizaron su acceso principal en las proximidades del cabo Tenaro, donde Heracles inició su periplo de ultratumba para raptar a Cerbero; por esta puerta, denominada Averno, también transitaron otros héroes mitológicos, como el enamorado Orfeo, conmemorado por Ovidio, o el errabundo Eneas, cuyas glorias cantó Virgilio. Algunos hermeneutas, basándose en lecturas algo esotéricas del Génesis, afirmaban que las raíces del Árbol de la Ciencia cobijan las alcobas del infierno, mientras que sus ramas superiores sustentan el trono celestial.
Swedenborg sostiene que las ciudades terrestres poseen su doble en las alturas y su triple en el abismo. Habría, pues, un Madrid celeste y otro Madrid infernal, en donde los bienaventurados y los réprobos oriundos de esta ciudad podrían seguir recorriendo ad aeternum sus calles y plazas. También existirían sendos Bilbaos empíreo y subterráneo, sendas Zamoras, sendos Torrelodones, etcétera, para que ningún alma se sintiese forastera en su destino de ultratumba. Esta versión urbana del infierno la corroboran San Buenaventura, que lo comparó con Babilonia y, en cierto modo, el propio Dante, que soñó, enclavada en los círculos quinto y sexto del infierno, la ciudad de Dite, excavada de fosos fétidos y erizada de torres de fuego. Pero no faltan tampoco las visiones más campestres del infierno, desde el bíblico valle de Josafat al pagano Orco, páramo fustigado por las tempestades donde se congregaban las arpías, las gorgonas y las hidras, faunas todas ellas poco recomendables.
Aunque la iconografía cristiana ha querido pintarnos el infierno como una especie de fragua perpetua donde los réprobos se abrasan sin posibilidad de refresco, los paganos concibieron un infierno con una cuenca hidrográfica que para sí quisieran los partidarios del trasvase Tajo-Segura. Recordemos, sin afán exhaustivo, el Río de los Lamentos, cuya corriente se habría formado por acopio de las lágrimas de los condenados; el Aqueronte, de aguas lentas y amargas; el Leteo, del que abrevaban los muertos para olvidar su existencia terrestre; y la laguna Estigia, que hizo invulnerable a Aquiles y cuyas aguas quebraban el hierro y los metales. Un infierno sin consistencia geográfica resulta, definitivamente, mucho menos amedrentador que este vasto lugar soñado por los poetas.
Un infierno entendido como «estado del alma», de tan monótono e inalterable, propicia la adaptación del réprobo, que termina habituándose a sus tormentos, como el caminante acaba habituándose a la china en el zapato; en cambio, un infierno físico, de proporciones vastas y regiones siempre inexploradas, garantiza una provisión inagotable de tormentos. Urge que alguien escriba un exhaustivo atlas del infierno, para compensar tanta pachorra teológica.
Juan Manuel de Prada
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Totalmente de acuerdo. Ya es hora de recordar a muchos que el infierno no es una broma, es algo real, un lugar, como lo son el purgatorio y el paraíso.
“Es ésta nuestra finalidad, nuestro gran ideal. Caminamos para la civilización católica que podrá nacer de los escombros del mundo de hoy, como de los escombros del mundo romano nació la civilización medieval. Caminamos para la conquista de este ideal, con el coraje, la perseverancia, la resolución de enfrentar y vencer todos los obstáculos, con que los Cruzados marcharon sobre Jerusalén. Porque si nuestros mayores supieron morir para reconquistar el Sepulcro de Cristo, ¿cómo no vamos a querer nosotros —hijos de la Iglesia como ellos— luchar y morir para restaurar algo que vale infinitamente más que el preciosísimo Sepulcro del Salvador, es decir, su reinado sobre las almas y sobre la sociedad, que Él creó y salvó para amarlo eternamente?”.
Plinio Corrêa de Oliveira.
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