La Educación de los hijos: Educación Religiosa




LA EDUCACIÓN RELIGIOSA




Entre todas las grandezas a que puede llegar el hombre, la mayor, indiscutiblemente, es la de santo, porque es eterna.

Todas las glorias temporales, son, además, meramente humanas; la gloria del santo, por el contrario, es rayana en lo divino, porque es la más completa exaltación del hombre hasta Dios, por el camino paradójico de la más completa sumisión a Dios de ese mismo hombre.
Por eso los padres, no pueden dar por terminada su tarea educadora de los hijos si además del aspecto natural no abarca también el sobrenatural y culmina en él.
No basta que los padres se hayan esforzado en educar y formar los sentidos, la voluntad, la inteligencia de su hijo; han de procurar hacer también de él un santo.
Y el camino para llegar a ese venturoso término es la educación religiosa.
Hay padres que creen que la educación religiosa es obra y misión exclusiva del sacerdote, y que ellos terminan su misión en esta materia desde el momento en que envían sus hijos a la catequesis o los matriculan en un colegio religioso.
Nada más equivocado. Los padres han de intervenir más directamente en la educación religiosa de sus hijos. Es para ellos el deber más riguroso y más grave, y deben ejercerlo personalmente y con suma, y exquisita diligencia. El bien moral y religioso de sus hijos es el mayor tesoro de los padres, el mejor que pueden legarles. Los hijos son para la eternidad.
El matrimonio entre cristianos no sólo es un contrato, sino, además, un Sacramento. Por eso la familia no es solamente base de la sociedad civil, sino que, como dice Pío XII, es la célula de la cristiandad.
La familia constituye para el niño la primera comunidad cristiana en la que despierta a la fe; y los padres son los jefes natos de esa primera comunidad y los que, por consiguiente, deben dar la primera formación religiosa.
Durante varios años el niño es un solitario en el mundo, con el que no tiene contacto más que a través de la familia; los padres deben ser, por consiguiente, los que primeramente le introduzcan en el mundo de lo religioso mediante la educación religiosa familiar.
Los primeros catequistas de los niños, son los mismos padres, a quienes el Señor ha confiado la alta y bella responsabilidad del cuidado de sus almas jóvenes y de su educación cristiana.
¿Cuántos padres y madres de familia tienen hoy conciencia de esa misión? ¿Cuántos se preocupan de poseer los conocimientos y el arte que exige una tarea tan delicada?
Los pastores deben considerar como uno de sus deberes más importantes la preparación de los padres cristianos para su misión de educadores y de catequistas.
Esta obligación de transmitir el primer hálito de vida religiosa es todavía mayor en la madre que en el padre. «A las madres ha sido confiada la primera transmisión del mensaje evangélico», dijo Pío XII. Ellas deben ser, por consiguiente, las primeras evangelistas, las primeras apóstoles, las primeras catequistas de sus hijos.
«La instrucción religiosa de los hijos: ¡dulce oficio de las madres en los primeros años! El tiempo que entonces se pierde difícilmente se podrá ganar del todo. En esto, ¡oh madres cristianas!, consiste vuestro éxito más prometedor, pero también, vuestra responsabilidad más grande», sigue diciendo el mismo Papa (Disc. al XIII Congr. de la Unión Mundial de las Organizaciones Femeninas Católicas, del 24-IV-1952. Disc. a cuarenta mil mujeres de la A. C, Italiana, del 24-VII-1949).
En la dignidad de la madre se juntan diversos oficios, y uno de los principales es el de maestra, catequista a su manera, de su hijo, Y este oficio de poner en relación a la tierna criatura que ha engendrado con su Creador omnipotente, Dios Nuestro Señor, ha de comenzar a ejercitarlo muy pronto.
La madre es el instrumento de que ordinariamente se vale la divina providencia para la transmisión de la vida espiritual, como se vale de ella para la transmisión de la vida corporal.
La religión, para que sea provechosa para el alma, se ha de aprender con amor, porque por el amor existe: el Cristianismo es hijo del amor que Dios tiene a la Humanidad, y se transmite por amor, y de aquí viene que su transmisión más natural y eficaz es la que se hace por el ministerio de la madre, que sabe llenar de amor todas las cosas, hasta las más difíciles y altas a las que nuestra pobre y flaca naturaleza puede llegar.
Pero no se crea por lo que decimos de la especial obligación de las madres que los padres puedan inhibirse en esta sagrada tarea, dejándolo todo para sus esposas. Si bien es cierto que la madre ha de desempeñar el papel principal, no lo es menos que el padre debe estar siempre moralmente a su lado, confirmando con su autoridad cuanto la madre en este sentido hace o dice y aun tomando parte activa en la medida de sus posibilidades.
Si no lo hace así, la mayor parte de los frutos de los desvelos maternos se perderán cuando el niño al hacerse mayor y ver a su padre totalmente ausente de las preocupaciones religiosas, deduzca con lógica implacable que la religión, a juzgar por la actitud paterna, debe ser cosa exclusiva de mujeres y niños.
Los padres que cumplan, esta sagrada obligación, además del premio definitivo de la gloria, recibirán ya en esta tierra como recompensa el amor, la veneración y respeto de sus hijos. Por el contrario, los que no la cumplan ya aquí tendrán que saborear el amargo fruto de su negligencia e incuria.
El niño que se educa sin religión, el que no se acostumbra a mirar las canas de su padre como un reflejo de la majestad divina, el que no cree que la autoridad de sus padres es una participación de la autoridad de Dios, el que ignora que el Omnipotente en medio de truenos y relámpagos promulgó en el monto Sinaí la obligación que tienen los hijos de honrar a sus padres, apenas sale de la infancia, y quiera Dios que no sea antes, pierde el temor reverencial a sus padres.
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¿Cuándo y cómo ha de empezar la educación religiosa del niño?A esta pregunta responderemos que la educación religiosa ha de empezar en los niños por esa raíz de la religiosidad que consiste en el sentimiento religioso, el cual no necesita, para formarle, sino una muy leve noticia de los objetos, y se nutre de la vida religiosa.
Por eso, si los padres quieren que los hijos reciban una educación religiosa eficaz, procuren que vivan su religión, aun antes de hallarse en edad de conocerla con claridad intelectual.
En estas palabras se contiene la respuesta a la doble cuestión planteada acerca del tiempo y del modo de empezar la educación religiosa de los hijos.
En cuanto a cuándo, ha de empezar tan pronto como el niño sea capaz de alguna educación religiosa, sin hacer caso alguno de las doctrinas Rousseau, absurdas y contradictorias. Este funesto autor pretendía que hasta pasados los dieciocho años no se debía enseñar a los hijos ninguna religión, sino únicamente ponerles en condiciones de que ellos escogieran la que mejor les pareciese.
¡Como si en esos primeros años no fueran capaces de salvación o de condenación! ¡Como si en esa primera edad no necesitaran de los frenos y estímulos de la religión para luchar contra las pasiones! ¡Como si en los primeros años de la vida del hombre no tuviera el Creador derecho plenísimo de recibir del niño y del adolescente el culto y el honor debido!
¡No! La educación religiosa de los hijos deben comenzarla los padres cuanto antes; tanto si se trata de los hijos como de las hijas, y deben comenzarla mediante la educación del sentimiento religioso, ese complejo de las siguientes emociones: admiración, inferioridad; temor, cariño gozoso….
Esta educación del sentimiento religioso logra que el niño llegue más fácilmente a la idea de Dios, y consigue, al mismo tiempo, que esa idea no sea meramente intelectual, sino profundamente enraizada en su ser.
Ahora bien, para cultivar en los niños el sentimiento religioso lo primero que han de hacer los padres es enseñar a su hijo a orar.
Los padres han de orar primero por el niño, luego ante el niño, después con el niño, por fin mediante el niño.
La frase es tan ingeniosa como profunda, y bien merece un comentario.
Orar por el niño, se refiere a la oración que los padres han de hacer en favor de sus hijos, desde antes de nacer hasta el fin de su vida.
Orar ante el niño. Es de suma importancia. El ver que los padres oran, que adoptan una actitud de religioso y reverencial respeto ante una imagen o el crucifijo, que inclinan su frente o levantan sus ojos suplicantes, despertará en el niño sentimientos parecidos y preparará su alma para que germine en ella la idea de Dios.
Luego, los niños, dado su instinto de imitación, al ver orar a sus padres, se pondrán ellos también en actitud de orar: antes de las fórmulas de oración aprenderán el gesto, que ya en sí es una especie de oración.
Las madres podrán completar esta primera fase enseñando a sus hijos a besar respetuosamente el crucifijo u otra imagen y a orientar hacia Dios algo tan deliciosamente infantil como el echar besos sirviéndose como objetivo de alguna estampa o imagen del Niño Jesús o de la Virgen Santísima.
Vendrá luego la fase orar con el niño. Hay que enseñar al niño las primeras fórmulas de oración, haciéndoselas rezar por pequeñas partes y devotamente. Que diga varias veces orando: Padre nuestro que estás en los cielos, yo te amo. Dios te salve, María, llena eres de gracia.
Poco a poco se irán ampliando las frases hasta que, orando, se graben en su memoria las fórmulas completas.
Los momentos de levantarse y acostarse, son muy propicios para crear en el niño el hábito de la oración matutina y vespertina, y para hacerle comprender que toda nuestra vida debe estar orientada a Dios.
Culminación de esta enseñanza de la oración ha de ser en la familia el orar mediante el niño. Cuando ya es mayorcito y sabe bien algunas oraciones, hay que hacer que él dirija la oración familiar, en ciertas ocasiones, como por ejemplo, la bendición acción de gracias antes y después de las comidas, y el rezo del Rosario, o de alguna de las decenas del mismo.
En este aprendizaje de la oración, las madres han de procurar, que sus hijos se acostumbren principalmente a dirigirse al Niño Jesús, a la Virgen María, a San José, al Ángel de la Guarda… Por este procedimiento habrán conseguido, no sólo cultivar el sentimiento religioso, sino preparar su inteligencia para que germine en ella la idea de Dios y de lo espiritual.
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El oportuno cultivo del sentimiento religioso hará que germine más pronto en el niño la idea de Dios.
Si los padres han cultivado el sentimiento religioso del hijo, recibirá con la mayor naturalidad y hasta con alegría, la idea de Dios en cuanto su entendimiento empiece abrirse a la verdad.
Más todavía; es frecuente que los niños pequeños lleguen por sí mismos a la idea de Dios, o a indagar sobre el autor del mundo.
Es admirable el instinto de Dios que tienen los niños y la facilidad extraordinaria para remontarse hasta Él en virtud del principio de causalidad, concibiéndolo como Autor de todas las cosas, Sabiduría infinita, Remunerador y Castigador de los hombres.
La enseñanza de la religión facilita en ellos el conocimiento de Dios y hace que se formen de él un concepto elevado y exento de desviaciones y errores. Sin esta enseñanza, fácilmente caen en conceptos materializados o supersticiosos.
La enseñanza de la madre ha de depurar y elevar este concepto, mostrándoles a Dios como un ser supremo espiritual y, sobre todo, como el Padre que está en los Cielos.
Y a medida que la inteligencia del niño vaya abriéndose, debe ella ampliar y acrisolar este concepto y, sobre todo, debe procurar que corresponda a este perfeccionamiento en las ideas, una vida religiosa más elevada y densa, una práctica religiosa más consciente y fervorosa.
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La enseñanza y la educación religiosa que los padres deben dar a sus hijos no ha de limitarse a las verdades religiosas que forman parte de la religión natural: existencia y atributos de Dios, premios y castigos en la otra vida, inmortalidad del alma, etc. Debe extenderse también a las verdades sobrenaturales que el hombre ha conocido par revelación de Dios y que son propuestas a todos por el Magisterio de la Iglesia.
Tales son el misterio de la Santísima Trinidad, el de la Encarnación, el del pecado original y Redención, etc.
Es una desviación doctrinal pretender retener al niño en su educación religiosa de los primeros años dentro de un ambiente meramente de religión natural.
Para no desviarse bastará que los padres enseñen a sus hijos el Catecismo de Primeras Nociones.
No se desanimen las madres ante las dificultades de esta enseñanza; consideren para ello dos cosas:
* la primera, que los niños, desde el Bautismo, tienen en el alma la semilla de la virtud infusa de la Fe, la cual sobrenaturaliza y eleva la gran capacidad religiosa del alma del niño;
* y la segunda, que no hay nadie que tenga mayor gracia de estado que ellas para la enseñanza del Catecismo, con relación a sus hijos. En labios de una madre cristiana las verdades del Catecismo jamás serán frías y áridas, sino llenas de calor y de fecundidad religiosa.
Si los hijos alimentaron su cuerpo con la leche de los pechos maternos, deben alimentar también su alma con las enseñanzas cristianas salidas de la boca de sus padres, y singularmente de la madre.
Si la vida moderna con sus dificultades y complicaciones hace esta práctica más difícil, también la hace más urgente, sublime y meritoria.
¡Pobre cristiandad y triste destino del mundo si las madres renuncian a esta excelsa prerrogativa y dejan incumplidos esos sagrados deberes de ser las transmisoras del mensaje evangélico a sus hijos!
Ninguna enseñanza religiosa es tan cordial, tan vital, tan cálida, tan adaptada, como la que la madre da a sus hijos, y por esta razón es insustituible.
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El cristianismo no es sólo ni principalmente una doctrina; es ante todo una vida, una participación de la vida divina: la vida de la gracia.
Y esta gracia trae consigo tres virtudes infusas, fundamentales en la práctica de la religión y en la vida cristiana: la fe, la esperanza y la caridad, que son las llamadas virtudes teologales.
Sin práctica de estas virtudes, no hay vida cristiana. Y como las madres han de educar a sus hijos, no para formar teorizantes y doctrinarios del cristianismo, sino cristianos ejemplares, de ahí se sigue que deben cultivar en sus hijos estas tres virtudes, cuya importancia en la vida del cristiano cada vez aparece más destacada.
La madre puede y debe ser la primera maestra y jardinera de estas virtudes en el corazón de su hijo. Hermosamente lo dice el Papa Pío XII: Generalmente el niño es sencillo, sin doblez, sin complicaciones inútiles; tiene también conciencia de su debilidad porque necesita recibirlo todo de sus padres. Se ve, pues, obligado a creer en todo aquello que le dice su madre, a tener confianza absoluta en ella y amarla con todo su corazón. Por consiguiente, si su madre es cristiana y le habla a menudo de Dios, el niño comienza pronto a practicar las tres virtudes teologales: cree en Dios, espera en Él y le ama, antes de conocer la fórmula escrita de los actos de fe, esperanza y caridad (Carta, en el 50º aniversario de la muerte de Santa Teresa del Niño Jesús, 7 de agosto de 1947).
La madre, pues, debe cultivar en su hijo, ante todo, el espíritu de fe. Siempre que hable a su hijo de cosas religiosas, siempre que le enseñe alguna de las verdades del Catecismo lo ha de hacer con tal convicción, con tal calor y con tal fervor que irradie al alma de su hijo esa inquebrantable fe.
Después de exponerle esas, verdades, ha de exhortarle a un asentimiento total, exponiéndole que creemos fiados en la palabra de Dios, que no puede engañarse, por su infinita sabiduría, ni engañarnos por ser infinitamente bueno.
Igualmente ha de acostumbrar a su hijo a un respeto filial y un acatamiento total a cuanto la Iglesia ha propuesto y enseñado.
Igualmente ha de cultivar la madre la esperanza en el corazón de sus hijos, fomentando en ellos una confianza ilimitada en la bondad y en la misericordia divinas, así como un santo temor de Dios que aleje el peligro de la presunción de salvarse sin poner en práctica los medios necesarios.
Que hablen con frecuencia las madres a sus hijos del Cielo, de la felicidad del Paraíso, de las grandes cosas que Dios tiene preparadas para los que le sirven, del premio eterno y de la corona inmarcesible de la bienaventuranza: ello encenderá en sus nobles corazones un vivo deseo de la felicidad eterna.
Pero al mismo tiempo es preciso que les hablen de los peligros del mundo, de las tentaciones del demonio, de las seducciones de la carne, y de cómo es preciso luchar contra estos tres enemigos que nos llevan al mayor de todos los males: el pecado.
Otro medio de fomentar en el hijo la práctica de la virtud de la esperanza será el hacerle recurrir con frecuencia a la oración, sobre todo en los apuros y necesidades familiares, o en las tribulaciones públicas, en demanda de auxilio y ayuda para las mismas, así como también con motivo de la muerte de algún pariente pidiendo para el mismo el eterno descanso en la gloria.
Es también práctica recomendable hacer pensar a los niños en los peligros que han de encontrar en el mundo cuando sean mayorcitos y dirigir frecuentes oraciones al Señor para que no los abandone entonces, sino que los tenga bajo su amparo y protección, a fin de que se conserven buenos cristianos y piadosos, que frecuenten los Sacramentos, y sean puros, inocentes y de buenas costumbres.
Pero sobre todo han de educar los padres cristianos a su hijo en la caridad, que es la reina de todas virtudes. No basta que los hijos crezcan en el temor de Dios: han de crecer también en su amor.
Amar a Dios con todo el corazón, es el primero y el más grande de los mandamientos, según dijo el Señor. Hay que dar a entender a los hijos que Dios es Padre, y como a tal se le debe un amor tierno, sincero y filial. Los padres que enseñan a sus hijos a amar a Dios como a su Padre, recibirán como premio que sus hijos les tengan un amor semejante al que se tiene a Dios.
Este amor a Dios debe tener como reflejo la caridad con el prójimo. También los padres deben cultivarla en el corazón de sus hijos: para ello se acostumbrarán a hacer las limosnas a los pobres por medio de ellos, y los exhortarán a algún pequeño sacrificio o privación para ejercer la caridad, a privarse de algún juguete en beneficio de los niños pobres, a ver en los indigentes o desvalidos imágenes vivas de Cristo paciente.
La caridad, verdadera moneda de oro con que se compra el Cielo, sólo es legítima si tiene fieles y exactos el anverso y reverso: esto es, el amor a Dios y al prójimo.
Una de las prácticas más difíciles de la caridad es la de perdonar a los enemigos: a los niños hay que habituarles también a ello: si han tenido alguna pelea o disputa con sus hermanitos o amiguitos hay que acostumbrarles a pedirse y otorgarse el perdón y a darse un abrazo fraternal de caridad.
El justo vive de la fe, se sostiene por la esperanza y actúa por la caridad. Esta es la síntesis de la vida cristiana. Si quieren realmente los padres que sus hijos lleguen a ser profundamente cristianos ejercítenles en la fe, en la esperanza y en la caridad.
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Al tratar de la educación de la voluntad, se ha hablado ya de estas virtudes morales, o sea de los hábitos del bien obrar.
Ahora sólo hay que añadir dos cosas.
La primera es que en el cristiano estas virtudes no son meramente naturales, sino que la gracia las eleva también al orden sobrenatural. Juntamente con las virtudes teologales de fe, esperanza y caridad, en el Bautismo se nos infunden las virtudes morales, que después hay que ejercitar y cultivar.
La segunda cosa que hay que advertir es que en relación con esa educación moral, la religión ofrece los más eficaces estímulos para el bien obrar y los más poderosos frenos para el mal.
Toda educación moral que no vaya acompañada de la religiosa está condenada al más absoluto fracaso.
Frente a las seducciones del mundo y a los halagos de las pasiones, las ideas abstractas del deber por el deber, que pregona la moral laica, no tienen fuerza alguna.
En cambio, la idea de un Dios infinito que, además de Padre, es Creador y por ende Señor absoluto, el ejemplo de Cristo crucificado por amor al hombre, el convencimiento de un Juicio divino inexorable, la esperanza en un galardón eterno en el Cielo y de una sanción terrible y sin fin en el infierno, son a la vez resortes de un poder insustituible para el bien obrar y frenos los más eficaces ante los atractivos del mal.
Por eso, aunque religión y moralidad sean dos cosas distintas en teoría, en la práctica no son separables.
La moralidad, puesto que exige del hombre el cumplimiento de sus deberes, ha de empujarlo a cumplir los que tiene para con Dios, en lo cual consiste la religión.
La religión, por otra parte, impele a su vez desarrollar el espíritu cristiano, pues espíritu cristiano es lo mismo que la caridad.
Los padres, en su tarea educativa, procurarán aprovecharse de los medios y resortes de la religión para una más completa educación moral de sus hijos y se esforzarán en hacerles comprender que sin la práctica de la moralidad toda religión es vana, inútil e insustancial.
Al final del sermón de la montaña Cristo nos enseña esto de una manera elocuente: No todo el que dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: ¡Señor, Señor!, ¿no profetizamos en tu nombre y en nombre tuyo arrojamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Yo entonces les diré: Nunca os conocí; apartaos de mí, obradores de iniquidad.

Continuará…

A grande guerra