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Tema: ¿Alguna vez pensáis en la muerte?

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  1. #1
    Avatar de Mexispano
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    Re: ¿Alguna vez pensáis en la muerte?

    miércoles, 30 de noviembre de 2016

    Ante la muerte de Fidel Castro - Padre Javier Olivera Ravasi





    En la época cristera, los católicos mexicanos rezaban a San Judas Tadeo para pedirle la muerte del tirano Calles, su cruel perseguidor; con los bríos propios del pueblo azteca, decían:

    “Diosito: ¡que se muera Calles, aunque se convierta…!”.

    Pues bien; ha fallecido hace horas un tirano; no el más grande; no el mejor de ellos, pero sí quizás el último de los dinosaurios comunistas; el hombre que –títere incluso de los intereses liberales–ha esparcido el mal intrínseco del marxismo como lo había profetizado la Virgen en Fátima.

    Y ahora vendrán días de duelos proceratos hipócritas a diestra y siniestra. Y algunos se alegrarán (en secreto) y otros en público; y otros –pocos– lo llorarán.

    Y vendrá el cliché del pensamiento único que reza: “la muerte no se le desea a nadie” o “no se puede alegrar uno con la muerte de alguien…”, etc.

    Porque es “política” e “históricamente” correcto hacerlo. ¡Sandeces!

    Eso no es católico; porque lo políticamente correcto no es católico: es mundano.

    En tiempos renacentistas (ni siquiera medievales) donde eran tan degenerados como nosotros, pero tenían conciencia de serlo, al pan se le llamaba pan y al vino, vino. Por entonces, el gran Quevedo, mofándose de los sodomitas, acuñó en versos inmortales los siguientes, dedicados a un tal Julio, el italiano:


    Murió el triste joven malogrado

    de enfermedad de mula de alquileres,

    (que es como decir que murió de cabalgado);

    con palma le enterraron las mujeres.

    Y si el caso se advierte,

    como es hembra la muerte

    celosa y ofendida

    siempre a los putos deja corta vida[1].



    Pues bien; a los tiranos parece Dios darles más tiempo para que se conviertan, como a Fidel Castro (que con los otros, la natura es menos indulgente…).

    Pero… ¿se puede uno alegrar de que haya un tirano menos? ¡Pues claro! ¡Y hasta pedirle a Dios que nos libre de otros tanto, si somos devotos!

    – “Pero, ¿y el amor a los enemigos?” –dirá algún progre.

    Pues el nazi-fachista de San Agustín lo aclarará sin problemas: “Ningún pecador, en cuanto tal, es digno de amor; pero todo hombre, en cuanto tal, es amable por Dios”.

    Y entonces, ¿se puede uno alegrar? Sí; y hasta pedir que los malos dejen de vivir; sobre todos los malos públicos.

    Por tres razones:

    – Para que deje de hacer el daño al bien común.

    – Para que deje de escandalizar a los débiles.

    – Para que no se le computen más males a su alma.


    Si hasta el gran moralista español, Antonio Royo Marín lo expresaba:

    El hombre, en cuanto pecador y culpable, no es digno de amor, sino más bien de odio, ya que, mientras permanezca en ese estado, es aborrecible a los ojos de Dios. Pero en cuanto criatura humana, capaz todavía de la gloria eterna por el arrepentimiento de sus pecados, debe ser amado con amor de caridad. Y precisamente el mayor amor y servicio que le podemos prestar es ayudarle a salir de su triste y miserable situación (…). Por lo mismo, no es licito jamás desearle al pecador algún verdadero mal (v.gr., el pecado o la condenación eterna). Pero es lícito desearle algún mal físico o temporal bajo el aspecto de un bien mayor, como sería, por ejemplo, una enfermedad o adversidad para que se convierta (…) o el bien común de la sociedad (v.gr., la muerte de un escritor impío o de un perseguidor de la Iglesia para que no siga haciendo daño a los demás)”[2].


    Y habría más para decir; pero acá dejamos.

    Pues se murió Fidel; uno menos; vayan con él no los versos de Quevedo (pues Castro, también era “homo-fóbico”) sino los de Delille:


    Los que volcáis, haciendo a Dios la guerra,

    las aras de las leyes eternales,

    malvados opresores de la tierra,

    ¡temblad! ¡sois inmortales!

    Los que gemís desdichas pasajeras,

    que vela Dios con ojos paternales,

    peregrinos de un día a otras riberas,

    ¡calmad vuestro dolor! ¡sois inmortales!


    Yo, por mi parte, celebraré hoy la Misa para que Dios se apiade de su alma, pero también agradeceré porque el mundo tiene un tirano menos.


    Que no te la cuenten…

    P. Javier Olivera Ravasi



    [1] Francisco de Quevedo y Villegas, Epitafio a un italiano llamado Julio.

    [2] Antonio Royo Marín, Teología moral para seglares, T 1, BAC, Madrid 1996, 461.





    _______________________________________

    Fuente:

    Nacionalismo Católico San Juan Bautista: Ante la muerte de Fidel Castro - Padre Javier Olivera Ravasi
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  2. #2
    Avatar de Hyeronimus
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    Re: ¿Alguna vez pensáis en la muerte?

    La muerte cristiana


    El cristianismo no disimula la muerte, no la reviste de máscaras que difuminen la tragedia, que disimulen las causas. Sólo el cristianismo es capaz de presentar la Muerte con su verdadero rostro. Porque sólo Jesucristo miró a la Muerte, frente a frente, tal cual es, y nos enseñó a mirarla así. Porque si eludimos su sombra tampoco veremos el verdadero esplendor de la Luz que la ha vencido.
    En: COMANDI, M. Cuando las sombras se disipen. Una reflexión sobre la muerte cristiana. s/e, El Volcán, San Luis, Argentina, 2017, p. 42. El subrayado es nuestro
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    https://peregrinodeloabsoluto.wordpress.com/
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  3. #3
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    Re: ¿Alguna vez pensáis en la muerte?

    sábado, 8 de octubre de 2011

    TODO FENECE EN ESTE MUNDO por San Alfonso María de Ligorio


    El rico Epulón y Lázaro


    "Entonces se abrirán los ojos de los ciegos, aquellos que pasaron toda su vida en atesorar bienes mundanos y descuidaron los intereses de su alma"


    Oíd lo que son todos los bienes de este mundo: son como el heno del campo, que por la mañana nace y adorna con su verdor la campiña; por la tarde se seca y se le cae la flor, y al día siguiente es arrojado al fuego. Esto mismo mandó Dios predicar a Isaías cuando le dijo: Clama: El profeta le preguntó: ¿Que es lo que he de clamar, Señor? Y Dios le respondió: Clama que toda carne es heno, y toda su gloria semejante a la flor del prado. (Isa. XI, 6). Por esto Santiago compara a los ricos de este mundo con las flores del heno, que al fin se han de pasar con toda su lozanía y pompa. Se pasan y se secan y son arrojadas al fuego: como sucedió al rico Epulón, que figuró pomposamente en este mundo, y después fue sepultado en los Infiernos. Atendamos pues, cristianos, a salvar el alma, y a juntar riquezas para la eternidad que no termina jamás. Puesto que en este mundo:


    -Todo fenece. (Punto 1º).

    -Y fenece pronto. (Punto 2º).



    PUNTO I: TODO FENECE EN ESTE MUNDO

    1. Cuando los grandes de la tierra estén embelesados en gozar de las riquezas y de los honores adquiridos, vendrá repentinamente la muerte, y le dirá: Dispone domui tuœ, quia morieris tu, et non vives: Dispón de las cosas de tu casa; porque vas a morir y estás al fin de tu vida. (Isa. XXXVIII, 1) ¡Oh que nueva tan dolorosa será ésta para ellos! Entonces dirán los desgraciados: adiós mundo, adiós granjas, adiós esposa y parientes, adiós amigos, adiós banquetes y bailes, adiós comedias, honores y riquezas; todo ha terminado para nosotros. Y sin remedio, quieran o no quieran, todo tienen que abandonarlo, según aquellas palabras del Salmo XLVIII, 18: Cuando muriere el rico nada de lo que posee llevará consigo; ni su gloria le acompañará al sepulcro. San Bernardo dice, que la muerte obra una terrible separación entre el alma, el cuerpo y todas las riquezas del mundo. Si a los grandes de la tierra, a quienes llaman felices los mundanos, es tan amargo el nombre solo de la muerte, que ni aun quieren hablar de ella, porque están enteramente ocupados en hallar paz en sus bienes terrenos, como clama el Eclesiástico (XLI, 1): ¡Oh muerte , cuan amarga es tu memoria para un hombre que vive en paz, en medio de sus riquezas! ¿Cuánto más amarga será la muerte misma cuando se les presente en la realidad? ¡Ay de aquél que está pegado a los bienes caducos de este mundo! Toda separación causa dolor; por esto cuando el corazón se separe, por medio de la muerte, de aquellos bienes en los que el hombre había puesto su confianza, debe experimentar un profundo dolor. Esta reflexión hacía clamar al rey Agag, cuando se le anunció que iba a morir: Con que así me ha de separar de todo la amarga muerte! (I. Reg. XV, 32) Tal es la gran miseria de los poderosos que viven pegados a las cosas de este mundo. Cuando están próximos a ser llamados al juicio divino, en vez de ocuparse en preparar su alma, se ocupan de pensar en las cosas de la tierra. Pero este, dice San Juan Crisóstomo, es el castigo que espera a los pecadores, que por haberse olvidado de Dios en esta vida, se olvidan de sí mismos a la hora de la muerte.


    Alejandro Magno


    2. Por más apego que los hombres hayan tenido a las cosas de este mundo, las han de abandonar sin remedio al fin de su vida. Con razón decía Job: desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo iré al sepulcro (Job. I, 21). Aquellos que han consumido toda su vida y han perdido el sueño, la salud y el alma, en acumular bienes y rentas, nada han de llevar consigo después de la muerte. Los desventurados abrirán los ojos y nada verán de cuanto han adquirido a costa de tantos afanes. Y en aquella noche de confusión, cuando vean abierto el abismo de la eternidad, estarán oprimidos de una tempestad de penas y ansiedades. Refiere San Antonio, que Saladino, rey de los Sarracenos, mandó antes de morir, que cuando le llevasen enterrar, llevaran delante de su cadáver la mortaja con la que debía ser enterrado, y que fuese uno gritando de esta manera: Esto es lo único que Saladino lleva al sepulcro de todas cuantas riquezas poseía. Cuenta además, cierto filósofo de Alejandro Magno después de su muerte, decía: Aquél que hacía temblar la tierra, ahora está oprimido bajo un poco de tierra, y aquél a quien no bastaba todo el mundo, le bastan al presente cuatro palmos de terreno. De otro refiere San Agustín, que estando contemplando el sepulcro de César exclamó: A ti te respetaban los príncipes, te veneraban las ciudades, te temían todos; ¿dónde está ahora tu poder? (Serm. 28 ad Frat.) Que en substancia, es lo mismo que dijo David, por estas palabras: Vi yo al impío sumamente ensalzado, y empinado como los cedros del Líbano; pasé de allí a poco, y he que no existía ya. (Psal. XXXVI, 35 et 36) ¡Cuantos ejemplos semejantes vemos todos los días en el mundo! Aquel pecador, que antes era despreciado y pobre, pero después se enriqueció y adquirió honores y dignidades, por lo cual era envidiado de todos sus conocidos, muere al fin, y todos dicen: Este hizo fortuna en el mundo, pero ha muerto, finalmente, y todo acabó para él.



    3. Si todo perece, como vemos, ¿que motivo tenemos de ensoberbecernos? ¿De qué ensoberbece el que no es más que tierra y ceniza? (Eccl. X, 9) Así habla el Señor a los que se engríen con los honores de las riquezas de este mundo. ¡Ay de ellos! nos dice, ¿de dónde dimana tanta soberbia? Si poseéis honores y bienes, acordaos de que sois polvo, y en polvo os habéis de convertir: Quia pulvis es, et in pulverem reverteris. (Gen. III, 19) Y después de la muerte, ¿de qué servirán esos honores que ahora os engríen? Id a un cementerio, dice San Ambrosio, en donde están sepultados ricos y pobres, y ved si entre ellos podéis distinguir entre pobres y ricos: todos están allí desnudos y no tienen otra cosa sino unos pocos huesos sin carne. Cuanto ayudaría a todos los que viven en medio del mundo la memoria de la muerte, y que, al cabo, como observa Job, serán llevados al sepulcro, y quedarán yertos e inmóviles entre montones de cadáveres! A la vista de aquellos cadáveres recordarían que han de morir, y que han de estar un día como están aquellos; y de este modo despertarían del sueño mortal a que se hallan entregados. Pero el mal está en que los hombres mundanos no quieren pensar en la muerte, sino cuando llega, y en la hora crítica en que han de abandonar este mundo y entrar en la eternidad. He aquí porque viven tan apegados al mundo, como si jamás hubiesen de abandonarle. Sin embargo, bien pronto lo abandonaremos, porque nuestra vida es muy breve, como vamos a ver en el punto segundo.



    PUNTO II: TODO PERECE PRONTO
    .

    Job


    4. Bien saben y creen los hombres que han de morir; pero se figuran la muerte tan remota de ellos, como si nunca hubiese de llegar. Mas Job nos avisa, que la vida del hombre es breve, por estas palabras: El hombre vive por corto tiempo; sale como una flor que nace y luego es cortada y se marchita. (Job. XVI, 2) Al presente, la salud del hombre es tan endeble, que la mayor parte de ellos mueren antes de llegar a los sesenta años
    (Nota de CATOLICIDAD: se habla aquí del promedio de vida en época de San Alfonso), como lo acredita la experiencia. ¿Y qué cosa es nuestra vida, exclama Santiago, sino un vapor, que por poco tiempo aparece y luego desaparece? Una fiebre, una pulmonía, un catarro, arrebata al hombre. Por esto decía la Tecuita a David: Todos nos vamos muriendo, y deslizando como el agua derramada por la tierra la cual nunca vuelve atrás. (II. Reg. XIV, 14) Y a fe que decía la verdad. Así como corren hacia el mar todos los ríos y todos los arroyos, sin que vuelvan hacia atrás las aguas que llevan; así pasan los años de nuestra vida, y nos aproximan a la muerte.



    5. Y no sólo pasan, sino que pasan presto, como decía Job (IX, 25) Mis días han corrido más velozmente que una posta. Porque cada paso que damos, cada vez que respiramos, nos vamos acercando más y más a la muerte. San Jerónimo solía decir, mientras estaba escribiendo, que se iba acercando a su fin a medida que escribía: mientras escribo, exclamaba, se va acortando mi vida. Debemos pues, decir con Job: Acórtanse nuestros días, y con ellos pasan los placeres, los honores, las pompas y vanidades de este mundo, y sólo nos resta el sepulcro. (Job. XVII; 1). Toda la gloria de las fatigas que hemos sufrido en este mundo para adquirir fama de hombres de valor, de lideratos, o de grandes ingenios, ¿en qué vendrá a parar? en que seremos arrojados a la huesa que sepultará todo nuestro orgullo y vanidad. ¿Con que mi bella casa, dirán los hombres mundanos, mi jardín, mis muebles de gusto exquisito, mis pinturas, mis lujosos vestidos, ya no serán míos dentro de breve tiempo, y sólo me pertenecerá el sepulcro. ¿Et solum mihi superest sepulchrum?


    6. En efecto, así sucederá: y si el hombre ha vivido distraído y entregado a los negocios del mundo, ¡Cuál será su aflicción cuando el temor de la muerte, que hace olvidar todas las cosas de esta vida: comience a apoderarse de su alma, y le obligue a pensar en la suerte que le ha de caber después en la eternidad! (Sn. Joann. Chrysost. sem. in 2 Tim). Entonces como dice Isaías, se abrirán los ojos de los ciegos, es decir, de aquellos que pasaron toda su vida en atesorar bienes mundanos y descuidaron los intereses de su alma. Para todos estos negligentes se verificará lo que dice el Señor, a saber: que la muerte los sorprenderá cuando menos se lo piensen (Luc. XII, 40) A estos desventurados siempre les sorprende la muerte; y esto no obstante, en aquellos últimos días de sus vidas deberán ajustar las cuentas de su alma, correspondientes a los cincuenta o sesenta años que hayan vivido en este mundo. Entonces desearán otro mes, otra semana más para poder ajustarlas mejor y tranquilizar su propia conciencia; buscarán paz y no la encontrarán. Y viendo que les es negado el tiempo que piden, leerá el sacerdote la orden divina de partir presto de este mundo, diciendo: Parte alma cristiana, de este mundo. ¡Oh viaje tan peligroso harán a la eternidad los mundanos muriendo en medio de tantas tinieblas y confusión, por no haber -con tiempo- arreglado bien la cuenta que tienen que dar ante el Supremo Juez!


    7. Pesados están en fiel balanza los juicios del Señor (Prov. XVI, 11) En aquel tribunal no se examinan la nobleza, los honores ni las riquezas; solamente se pesan dos cosas a saber: los pecados del hombre, y las gracias que Dios le concedió. El que se encuentre que ha correspondido a las luces e inspiraciones que recibió, será premiado; y el que no, será condenado. Nosotros no nos acordamos de las gracias divinas; pero se acuerda de ellas el Señor; y cuando el pecador las ha despreciado, hasta cierto punto, permite que muera en su pecado. Y entonces las fatigas que sufrió para obtener empleos, riquezas y aplausos en el mundo, se pierden enteramente: sirviendo para la vida eterna solamente las obras y las tribulaciones sufridas por Dios.


    "¿Habla acaso de acumular dinero?"


    8. Por esta razón nos exhorta San Pablo, y aún nos ruega, que atendamos lo que más nos importa: Os ruego -dice- hermanos míos, que atendáis vuestro negocio. ¿Y de qué negocio os parece que habla San Pablo? ¿Habla acaso de acumular dinero, y de adquirir celebridad en este mundo? No, habla del negocio de nuestra alma, es decir, de nuestra salvación. El negocio por el cual el Señor nos colocó y nos conserva en este mundo, es el de salvar el alma y conseguir la vida eterna por medio de las buenas obras. Este es el único fin para que fuimos creados, como dice el mismo San Pablo: La salvación del alma es para nosotros, no solamente el negocio más importante, sino también el principal, y aun el único; porque si salvamos al alma todo lo hemos salvado, y si la perdemos, todo lo hemos perdido. He aquí lo que la Verdad Eterna nos dice: ¿De qué aprovecha al hombre hacerse dueño de todo el mundo, si pierde su alma? Por esta razón nos dice también la Santa Escritura, que debemos combatir hasta el último aliento por la justicia, hasta la muerte, es decir, por la observancia de la ley divina: Agonizare pro anim tu, et usque ad mortem certa pro justitia. (Ecl. IV, 33). Y este es aquel negocio que nos recomienda el Divino Salvador, cuando nos dice: Negotiamini dum vernio. Palabras que nos dan a entender, cuánto nos importa tener siempre en la memoria el día que vendrá a pedirnos cuenta de toda nuestra vida.


    9. Todas las cosas que hubiéremos adquirido en este mundo, los aplausos, los honores, las riquezas, han de terminar, como hemos dicho, y han de terminar bien presto; porque la escena o apariencia de este mundo pasa en un momento, como expresa San Pablo: ¡Dichoso aquél que desempeña bien su papel en ella, posponiendo los intereses corporales a los espirituales y eternos de su alma! Lo cual se nos da a bien entender por estas palabras: El que aborrece o mortifica su alma en este mundo, la conserva para la vida eterna. (Joann. XII, 25). Es necedad grande de los mundanos el decir: ¡dichoso aquel que tiene dinero! El verdadero dichoso es aquel que ama a Dios y sabe salvarse. Esto es lo único que pedía al Señor el santo rey David. Y San Pablo decía que había abandonado y perdido todos los bienes mundanos, y los miraba como basura, por ganar Cristo: Omnia detrimentum feci, et arbitror ut stercora, ut Christum lucrifaciam. (Phil. III, 8).


    10. Algunos padres de familia suelen decir: Yo no me afano tanto por mí, como por mis hijos, a fin de dejarlos bien colocados. Mas yo les respondo: si vosotros disipaseis los bienes que poseéis, y dejaseis sumergidos en la pobreza a vuestros hijos, obraríais mal y pecaríais; pero obráis todavía peor, si perdéis el alma por dejar a vuestra familia bien colocada. Y si no, decidme: si vais al Infierno, ¿irán vuestros hijos a sacaros de allí? Además, el santo rey David dice, que nunca vio desamparado al justo, ni a sus hijos mendigando el pan. Atended pues, al servicio de Dios, y obrad con arreglo a la justicia, que el Señor no dejará de proveer a vuestros hijos de lo que necesiten; y vosotros os salvaréis y conseguiréis aquel tesoro de felicidad eterna que nadie os podrá quitar, cuando los bienes de este mundo no los puedan arrebatar los ladrones y la muerte. A esto os exhorta el santo Evangelio cuando nos dice: Atesorad tesoros en el Cielo, donde no hay orín, ni polilla que los consuman, ni tampoco ladrones que los desentierren y roben. Propongámonos, por lo tanto, como fin principal de todas nuestras acciones, el conseguir la vida eterna, y usemos de los bienes temporales únicamente para conservar la vida en el breve plazo de tiempo que hemos de vivir en este miserable valle de lágrimas. Meditemos sin cesar, que estamos aquí como pasajeros, pero encargados de una comisión muy importante, la cual es nuestra salvación; y que si no acertamos en el desempeño de este negocio, en vano nacimos, en vano trabajamos, en vano fuimos redimidos con la sangre de Jesucristo, puesto que por nuestro descuido y nuestros vicios nos condenaremos.



    Sermón XLIII para la dominica decimocuarta después de Pentecostés.





  4. #4
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    Re: ¿Alguna vez pensáis en la muerte?

    martes, 20 de febrero de 2018

    LOS VERDADEROS TESOROS





    Es muy conducente a la salvación repetir a menudo: Llegará el día de mi muerte. La Iglesia renueva este recuerdo a los fieles el miércoles de ceniza de cada año. Pero esta idea de la muerte nos es representada frecuentemente en el curso del año, ya en los cementerios que encontramos en los caminos, ya en las sepulturas que vemos en la Iglesia, y ya finalmente en los mismos muertos que llevan a enterrar.

    Los muebles más preciosos que han usado los anacoretas en sus grutas, eran una cruz y una calavera: aquélla para recordarles la muerte de Jesucristo por amor a los hombres, y ésta para que no olvidasen que eran mortales. Y así perseveraban en la penitencia hasta el fin de sus días, y muriendo pobres en el desierto, morían más contentos que los monarcas en sus palacios.

    Se acerca el fin, el fin se acerca. Uno vive más largo tiempo, otro menos; pero todos, tarde o temprano, debemos morir, y a la hora de la muerte el solo consuelo que experimentaremos será haber amado a Jesucristo y haber sufrido por su amor los trabajos de la vida.

    Entonces no podrán ni las riquezas atesoradas, ni los honores adquiridos, ni los placeres gustados consolarnos: todas las grandezas de este mundo no dan consuelo a los moribundos, sino pena; y cuanto más buscadas han sido, tanto mayor pena darán. Por lo contrario, todos juntos serán nuestro suplicio, y cuanto más numerosos habrán sido los bienes mundanos, más y más terribles serán nuestros castigos.

    Sor Margarita de Santa Ana religiosa carmelita descalza hija del Emperador Rodolfo II, decía: ¿De qué sirven los imperios en la hora de la muerte? ¡Ah! A cuántos mundanos les sucede que, cuando están más ocupados en procurarse ganancias, poder y honores, les llega la hora de la muerte y se les dice: Dispón de tu casa, porque vas a morir y no vivirás. Señor fulano, es tiempo de pensar en hacer testamento, porque se encuentra usted mal. ¡Oh! cuál será la pena de este hombre que estaba en vísperas de ganar un pleito, de adquirir una posesión o un palacio, al oír al sacerdote, que encomendándole el alma, le dirá: ¡Sal, alma cristiana, de este mundo! ¡Sal de este mundo y ve a rendir tus cuentas a Jesucristo! — ¡Ay! no estoy en disposición. —No importa: es necesario partir.

    ¡Oh Dios mío! ¡Iluminadme, dadme la fuerza suficiente para consagrar el resto de mis días a vuestro servicio y a vuestro amor! Si en este instante llegase la hora de mi muerte, yo no moriría contento, moriría en la inquietud y en la ansiedad. ¿Pues a qué espero? ¿A qué me atrape la muerte con gran peligro de mi eterna salvación? Señor, si he sido un loco hasta el presente, no quiero serlo más. Yo me entrego enteramente a vos: aceptadme y socorredme con vuestra gracia.

    A cada uno le llegará su fin, y con él el decisivo momento de una eternidad de bienaventuranza o de una eternidad de condenación. ¡Oh! si pensásemos todos en este momento grande, y en las cuentas que deberemos dar al Juez de toda nuestra vida. Si lo tuviésemos presente, no nos ocuparíamos, no, en amontonar tesoros; no nos fatigaríamos en correr detrás de las grandezas en esta vida que acaba, más pensaríamos en santificarnos y hacernos grandes en la vida que no acaba jamás. Si, pues, tenemos fe y creemos que hay muerte, juicio y eternidad, procuremos no vivir sino para Dios en los días que nos restan. Pasemos por la tierra como peregrinos, pensando que pronto habremos de abandonarla; tengamos delante de la vista la imagen de la muerte, y en los negocios de este mundo hagamos lo que a la hora de la muerte sentiremos no haber hecho.

    Todas las cosas de la tierra nos dejarán, o nosotros las dejaremos. Escuchemos a Jesús que nos dice: Atesorad para vosotros tesoros en el cielo, en donde no los consume orín ni polilla. Despreciemos los tesoros de la tierra que no pueden contentarnos y presto acaban; adquiramos los tesoros del cielo que nos harán felices y no tendrán fin.

    Desgraciado de mí, ¡oh Dios mío! que os he vuelto las espaldas tantas veces a vos, bien infinito, por las cosas de la tierra. Reconozco mi error de haber buscado hasta ahora cómo adquirir celebridad y fortuna en este mundo. El solo bien que anhelo ya es poderos amar y hacer vuestra santa voluntad. ¡Oh Jesús mío! desterrad de mí todo deseo de querer figurar, y hacedme apetecer los desprecios y la vida retirada. Dadme fortaleza para negarme yo a mí mismo todo aquello que pudiera desagradaros. Haced que abrace en santa paz las enfermedades, las persecuciones, los dolores y todas las cruces que vos me enviáreis. ¡Oh! Séame dado morir por vuestro amor, abandonado de todo el mundo, como moristeis vos por mí.

    ¡Virgen Santa María! Vuestros ruegos pueden hacerme hallar la verdadera felicidad que consiste en amar mucho a vuestro divino Hijo. Rogadle porque en vos confío.



    SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO




  5. #5
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    VANITAS

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