SANTA BÁRBARA CONTRA EL SINCRETISMO RELIGIOSO



Nació esta ilustre mártir en la ciudad de Nicomedia, en la Bitinia, hacia la mitad del tercer siglo. Su padre se llamó Dióscoro, y era el más obstinado idólatra de los paganos, cuya devoción y culto a sus falsos dioses iban hasta el delirio y la necedad. No tenía más que esta hija, a la que Dios había dotado con una belleza extraordinaria, un talento superior, una alma noble, y una prudencia singular. Aunque Dióscoro tenía inclinaciones bárbaras, amaba a su hija con tanto extremo, que idolatraba en ella como en sus falsas divinidades. Mandó edificar un cuarto en una alta torre, donde la encerró con algunas criadas para que le sirviesen; y como había reconocido en ella un ingenio superior, quiso cultivarlo, para lo cual le puso maestros.
Crecía Bárbara en edad y también en espíritu y sabiduría. Supo por uno de sus maestros que había un cristiano célebre llamado Orígenes, y que era el más sabio de su siglo. Halló Bárbara modo de hablar con él, quien la instruyó en todos los misterios de la fe y le confirió el bautismo. Hecha cristiana, seguía las máximas del Evangelio, y despreciaba todos los encantos del mundo. La virginidad era para ella para la virtud más amable, y aspiraba a la augusta calidad de ser esposa de Jesucristo. Dióscoro tenía otros designios para su hija: pensaba colocarla según su mérito, y luego se le presentó un partido muy ventajoso. Dió parte a su hija, la cual miró con tanto desprecio este matrimonio, que casi su padre perdió todas las esperanzas.
Tenía que hacer un viaje, y creyó que a su vuelta la hallaría más dócil. Pidió a su padre Bárbara que mandar hacer en la torre un baño para su uso. Consintió Dióscoro y nuestra santa mandó a los obreros que en lugar de baño hicieran una capilla, y en ella tres ventanas, que a falta de imágenes le representaban el misterio de la Santísima Trinidad. Luego que volvió Dióscoro de su viaje, fué a ver a su hija, la abrazó tiernamente, y le preguntó si había mudado de dictamen. Nuestra santa le respondió con la mayor ternura: “El amor que os tengo, padre mío, no me permite apartarme de vos, para pasar a la casa de su esposo. Vos, Señor, sois ya viejo, permitid que yo cuide de vuestra vejez”.
Enternecido Dióscoro de una respuesta tan obligatoria, determinó ponerla en su casa, para que fuese tratada con toda especie de gentes. Mucho sintió Bárbara dejar la soledad, y determinó hacer otra en el fondo de su corazón para no perder de vista a su Dios.
Cómo era su padre el más supersticioso de los paganos, procuró llenar la casa de ídolos. Bárbara quedó sorprendida al verlos, y no pudiendo disimular su indignación, dijo a su padre en un tono cristiano:
¿De que te sirven en casa estos ridículos muñecos? Sentido Dióscoro de ésta pregunta, respondió indignado: ¿Cómo hablas así? ¿Llamas muñecos a nuestros dioses? ¿Ignoras el respeto que se les debe y el castigo que merece quien los insulta? Nuestra santa, movida de compasión y animada de un nuevo celo, le dijo:
¿Es posible, padre mío, que un hombre de juicio tenga por dioses a las obras de los hombres? Notorias son las infamias de Venus, los desórdenes de Marte, Neptuno, Apolo y Júpiter. ¿Esta sola multitud de divinidades, no es el mayor monstruo que se puede pensar? Sabed, padre mío, que no hay más que un solo Dios, Creador de todas las cosas, todopoderoso, soberano Señor del universo, y el solo Juez de todos los hombres. Este Dios, único digno de respeto y veneración, es el Dios de los cristianos: toda otra divinidad es pura quimera.
Quedó Dióscoro pasmado al oír éste discurso; pero volviendo después en sí, fue a tomar el sable para degollar a su hija, jurando por sus dioses que él mismo habría de ser su verdugo. No ignoraba la santa lo que era capaz de hacer su padre; y así escapó de su furor por medio de la fuga. Al atravesar un campo se dividió milagrosamente una piedra para que se ocultara. Corrió Dióscoro en su seguimiento, y un pastor le señaló una gruta cubierta de ramas, donde estaba escondida. El bárbaro padre se arrojó sobre ella, la arrastró por los cabellos, y la trató con toda crueldad, que hubiera causado lástima a las bestias más feroces. Llevóla después a su casa medio muerta, y le hubiera quitado la vida si lo pudiera hacer impunemente. Resolvió delatarla al gobernador por cristiana; él mismo la presentó al presidente Marciano, tan maltratada como estaba con los goles que le había dado. Mando éste quitar los cordeles conque estaba atada, y tomando a mal la severidad con que su padre la había tratado, empleó todo su talento para persuadirla que adorase a los dioses del imperio. Entonces nuestra santa habló al gobernador con tanta elocuencia de la falsa divinidad de sus dioses y de la santidad de la religión cristiana, que quedó admirada toda la asamblea.
El mismo juez quedó sorprendido; pero temiendo caer en desgracia de la corte, la mandó azotar cruelmente, y después poniendo sobre su cuerpo un horrible silicio de cuerdas, la hizo encerrar en un calabozo. Aquella misma noche se le apareció Jesucristo, que la consoló, animó; y para darle pruebas de su protección, la curó repentinamente de todas sus llagas. Por la mañana mandó Marciano que compareciese en su tribunal, y viendo que estaba perfectamente curada, quiso persuadirle que debía su curación al poder de los dioses. La santa, mirando con compasión a éste pagano, le dijo:
“Señor, ¿sois tan ciego que creéis que puedan curarme unos ídolos que necesitan de la mano de los hombres para ser lo que no son? Ninguno de vuestros falsos dioses tiene poder para tanto: quién me ha curado es Jesucristo, vuestro Dios y mío. Aunque hagas pedazos mi cuerpo, el que me ha dado la salud puede también darme la vida.”
El tirano, irritado con la respuesta, la hizo despedazar con uñas de hierro y después quemarle los costados con hachas encendidas. Después hizo que le cortasen los pechos. El suplicio fue cruel, y el dolor vivo en una doncella de veinte años. Pero la mano del Todopoderoso la fortaleció y la sostuvo.
El presidente, perdiendo toda esperanza de vencer su fe, mandó que le cortasen la cabeza. Dióscoro, su padre, que había estado presente a todos los tormentos de su hija, llevó la barbarie hasta el extremo de querer ser su último verdugo, y pidió al juez que su hija muriese en sus manos. Una petición tan bárbara, le fue otorgada, y aquella casta víctima fue llevada fuera de la ciudad al pie de una colina. Apenas llegó, la santa se puso de rodillas, levantó los ojos al cielo, y pidió a Dios que aceptara el sacrificio de su vida. Alargó el cuello a éste padre inhumano, que de un golpe de sable le cortó la cabeza, y le procuró la corona del martirio el día 4 de diciembre siendo emperador Maximiano.
Miró el cielo con horror la inhumanidad de este padre bárbaro, y estando la atmósfera serena se oyó el ruido de un trueno, y un rayo le estrelló al pie de un monte. Poco después quitó la vida otro rayo al gobernador Marciano, y desde entonces se hizo universal el culto de nuestra santa, tanto en la Iglesia griega como en la latina.
Es invocada especialmente contra los truenos y rayos, y por el mismo motivo la invocan para alcanzar de Dios el no morir sin sacramentos. Su cuerpo fue conducido a Constantinopla. El emperador Basilio dió estas reliquias a los de Venecia, en donde se conservan con la mayor veneración.

Ecce Christianus