El latín, la lengua de la Liturgia Romana por antonomasia
Ya hemos reproducido en otra ocasión algún texto del gran sabio Romano Amerio, helenista, teólogo, historiador, latinista y filósofo (además de consejero del Cardenal Siri). En esta ocasión, los fragmentos que reproducimos, aderezados (como ya es costumbre en este blog) con algunos resaltados, hipervínculos e imágenes, analizan y corroboran la importancia del latín en la Liturgia.
Expone la gran labor pedagógico-educativa ejercida por el uso del latín sobre los sectores menos cultivados de la sociedad y el bagaje cultural que se está perdiendo a consecuencia de esto.
El latín es lengua óptima para la ejecución del Sacrificio agradable a Dios
Nos demuestra también la falsedad de la grosera sentencia -muy propia de teólogos pederastas- de «si el pueblo no sabe latín, no puede participar en la liturgia», sentencia evidentemente amparada en una concepción falsa y protestante de la participación.
Por último, Amerio proporciona pruebas irrefutables de la disociación existente entre el uso de las lenguas vernáculas para la liturgia con respecto a la Universalidad, la inmutabilidad de los dogmas revelados por Dios o la debida majestad propia del Sacrificio agradable a Dios.
Por si quedara alguna duda, al texto de Amerio añadimos al final un pequeño anexo con opiniones de los protestantes sobre la nueva misa.
Mendo Crisóstomo
LATINIDAD Y POPULARIDAD EN LA LITURGIA
Por Romano Amerio
Tras el Concilio de Trento, florecieron la instrucción popular y la difusión de los "libros de piedad", que aseguraban la correcta participación y formación litúrgica de todos los sectores de la sociedad. Esto acabó tras el Concilio Vaticano II.
El Concilio de Trento (ses. XXII, cap. 9) ordenó que en el curso de la Misa el sacerdote explicase al pueblo parte de las lecturas. Esto no sólo se hacía en la homilía, sino también y de modo muy abundante mediante los libros de piedad, difundidísimos hasta el Vaticano II, que facilitaban seguir las diversas partes de la Misa.
Llevaban oraciones apropiadas que a menudo parafraseaban los textos litúrgicos, e incluso viñetas reproduciendo del modo más evidente posible ante los ojos el aspecto del altar, los actos del celebrante, y la posición de los vasos y de los ornamentos. Naturalmente, siendo analfabeta gran parte del pueblo cristiano no se podía encontrar perfecta concordancia entre la devota disposición interior del vulgo y la secuencia de las ceremonias sagradas. Por otro lado, la universalidad (letrada o iletrada) de la asamblea conocía y reconocía los momentos más importantes y las articulaciones del rito, indicadas también por la campanilla.
En el antiguo rito latino, la Universalidad de la población (letrada o iletrada) participaba en la Santa Misa de manera efectiva
De este modo no faltaba a los ritos sagrados la participación espiritual de los fieles. Y no solamente no faltaba, sino que faltó cada vez menos después de que en los años de la primera postguerra (en Italia por mérito de la Obra para la Realeza de Cristo) en todos los países europeos se difundieran los cuadernillos con el texto latino y la traducción al vulgar del Misal festivo.
Y conviene señalar que los misales que contenían el texto latino y yuxtapuesta la traducción en lengua moderna estuvieron en uso desde el siglo XVIII [1], y no sé si también antes. En la biblioteca de Manzoni en Brusuglio existe uno latín-francés impreso en París en 1778, y era utilizado por doña Giulia.
Suele objetarse que en el rito latino el pueblo estaba desvinculado de la acción de culto y faltaba esa participación activa y personal constituida en intención de la reforma. Pero contra dicha objeción milita el hecho de que la mentalidad popular estuvo durante siglos marcada por la liturgia, y el lenguaje del vulgo recogía del latín cantidad de locuciones, metáforas, y solecismos.
Antaño, el lenguaje y cultura del vulgo se enriquecían con metáforas, solecismos y locuciones del latín
Quien lee esa vivísima pintura de la vida popular que es el Candelaio de Giordano Bruno se sorprende del conocimiento que los más bajos fondos tenían de las fórmulas y de los actos de los ritos sagrados: no siempre (es obvio) en la semántica legítima, y a menudo llevados a sentidos deformes, pero siempre atestiguando el influjo de los ritos sobre el ánimo popular.
Por el contrario, hoy tal influencia se ha apagado del todo y el lenguaje toma sus formas de otros campos, sobre todo del deporte.
El más importante fenómeno lingüístico por el cual quinientos millones de personas han cambiado su lenguaje de culto, no ha dejado hoy la más mínima sombra en el lenguaje popular.
LOS VALORES DE LA LATINIDAD EN LA IGLESIA. UNIVERSALIDAD
Por Romano Amerio
No queremos aquí retroceder hasta la Auctorem fidei de Pío VI, que reprobó la propuesta del Sínodo de Pistoya de realizar los ritos en lengua vernácula (DENZINGER, 1566). No nos extenderemos ni siquiera sobre la doctrina de Rosmini en las Cinque piaghe, cuando consideraba que el justo remedio a la desvinculación del pueblo de la acción sagrada no residía (como hoy erróneamente se le atribuye) en la abolición de la lengua latina, sino en el desarrollo de la instrucción vital del pueblo fiel [2].
El Sínodo de Pistoya había sido condenado por el Papa Pío VI, al renovar el error luterano-jansenista de utilizar lenguas vulgares para la liturgia
Si decimos que el latín es connatural a la religión católica, ciertamente no nos referimos a una connaturalidad metafísica coincidente con la esencia de la cosa misma (como si el catolicismo no pudiese subsistir sin el latín), sino a una connaturalidad histórica: un hábito adquirido históricamente por una peculiar aptitud y conveniencia que el idioma latino tiene con la religión.
El catolicismo nació, por así decirlo, arameico; fue durante mucho tiempo griego; se hizo pronto latino, y el latín se le hizo connatural. De entre las muchas adaptaciones posibles de un lenguaje a la religión, la connaturalidad histórica es la que mejor responde a las propiedades de ésta, modelándose perfectamente sobre los caracteres de la Iglesia.
En primer lugar, la Iglesia es universal, pero su universalidad no es puramente geográfica ni consiste, como se dice en el nuevo Canon, en estar difundida por toda la tierra [3].
Dicha universalidad deriva de la vocación (están llamados todos los hombres) y de su nexo con Cristo, que ata y reúne en Sí a todo el género humano. La Iglesia ha educado a las nacionalidades de Europa y creado los alfabetos nacionales (eslavo, armenio), dando origen a los primeros textos escritos.
En consonancia con la acción civilizadora de los Estados europeos, ha educado a las nacionalidades de África. Sin embargo, no puede adoptar el idioma de un pueblo particular, perjudicando a los demás. A pesar de la disgregación postconciliar, a la Iglesia católica parece escapársele lo mucho que la unidad de la lengua aporta a la unidad de un cuerpo colectivo: no ocurre así con el Islam, que usa en sus ritos el paleoárabe incluso en los países no árabes; ni con los hebreos, que usan para la religión el paleohebraico; tampoco se les escapa a los Estados que han alcanzado después de la guerra su unidad nacional, pues ninguno de ellos ha adoptado como lengua oficial una de las lenguas nacionales, sino el inglés o el francés, lenguas de sus colonizadores y civilizadores [4].
La inmutabilidad de la Revelación de Dios y la Universalidad espacio-temporal de la Iglesia sólo se hallan a salvo con una lengua universal e inmutable
En segundo lugar la Iglesia es sustancialmente inmutable, y por ello se expresa con una lengua en cierto modo inmutable, sustraída (relativamente y más que cualquier otra) a las alteraciones de las lenguas usuales: alteraciones tan rápidas que todos los idiomas hablados hoy tienen necesidad de glosarios para poder entender las obras literarias de sus primeros tiempos. La Iglesia tiene necesidad de una lengua que responda a su condición intemporal y esté privada de dimensión diacrónica.
Ahora bien, siendo imposible que una lengua de hombres escape al devenir, la Iglesia se acomoda a un lenguaje que elide cuanto es posible la evolución de la palabra. Hablo en términos prudentes porque, coincidiendo la diventabilidad con la vida de un idioma, sé bien que también el latín de la Iglesia va cambiando con el correr del tiempo. Incluso prescindiendo de la presente decadencia de la latinidad, tanto profana como eclesial, basta confrontar las encíclicas del siglo XIX con las de los últimos pontificados para advertir la diferencia [5].
INMUTABILIDAD RELATIVA. CARÁCTER SELECTO DEL IDIOMA LATINO
En tercer lugar la lengua de la Iglesia debe ser selecta y no vulgar, porque las cosas que intenta expresar son las cumbres del espíritu, más bien un ensayo de realidades sobrehumanas.
No es que la Iglesia desprecie el profanum vulgus al contrario, todo aquello que toca lo santifica, y el vulgo, los pobres y los simples son objeto precipuo de su cuidado.
Ella trata con perfecta paridad en sus sacramentos a príncipes y a plebe, y catequizó a los pueblos en sus dialectos: Santo Tomás en Nápoles predicó en el vernáculo napolitano, Gerson en el de la Alvernia y los párrocos de Lombardía hasta final del siglo XIX en el del país.
La Religión Católica evangelizó a los pueblos en sus respectivos dialectos y les convirtió con el Santo Sacrificio en latín
Incluso fundó órdenes religiosas expresamente comprometidas en la instrucción de las capas populares, asemejándose a ellas incluso en la humildad del nombre (los Ignorantes). No es por desprecio del pueblo o altanería sobre los pueblos como pudo la religión tener el latín como lengua propia y connatural. La razón de la latinidad de la Iglesia es ciertamente aquélla, que ya tocamos en Iota Unum [6] de la continuidad histórica, por la cual la religión acompaña el curso de las civilizaciones.
Pero la razón importante es la necesidad para la Iglesia de custodiar el dogma con una lengua que se mantenga fuera de las pasiones. Las pasiones, en una explicación completa (que abarca desde el orgullo hasta la facilidad para sacar conclusiones), son principio de fluctuación de las mentes, de alteraciones de la verdad y de divisiones entre los hombres. Y es ciertamente fútil el escándalo que se monta a veces sobre las sutiles diferencias entre una definición y otra, como si fuesen chanzas y menudencias de charlatanes. [7]
En conclusión, los caracteres del latín de la Iglesia se fundan en una suprahistoricidad que instaura, más que impide, la comunicación entre los hombres, del mismo modo que el elemento de la vida sobrenatural instaura, más que impide, la comunión de todos aquéllos que participan de la naturaleza humana. Lorenzo el Magnífico, discurriendo de las diversas excelencias de las lenguas, atribuye la universalidad del latín a la «prosperidad de la fortuna»[8].
No hace falta creer con los medievales que, al igual que el Imperio, así la lengua de Roma haya estado establecida «por lugar santo / donde mora el que a Pedro ha sucedido» (Inf. II, 23-24). Se puede rechazar tal sentencia y no desconocer sin embargo la eminencia y el idiotropion de la latinidad de la Iglesia.
No conviene concluir este discurso sin recordar que el latín constituía hasta hace poco tiempo la más vasta κοινή del mundo de la cultura. Si espíritus de renuncia y de flaqueza no hubiesen frustrado la restauración ordenada por Juan XXIII [9], esta κοινή podría conservarse dentro de la Iglesia Católica en la enseñanza, en los ritos y en el gobierno. Mayor fuerza moral que la Iglesia mostraron esos gobiernos civiles de nuestra época que consiguieron imponer o persuadir a poblaciones enteras una lengua desconocida o extraña para ellos: así ocurrió en Israel, que hizo nuevo el antiguo idioma, en la República Popular China y en muchos Estados africanos.
Romano Amerio
[1] Sobre la traducibilidad y divulgabilidad de los textos litúrgicos en las lenguas vulgares ha tenido lugar un desarrollo positivo. El decreto del 12 de enero de 1661 de Alejandro VII, que condenaba la traducción en francés del Misal romano, estaba ciertamente inspirado en la idea de una connaturalidad entre lo sagrado y el latín que sobrepasaría el carácter histórico para entrar en lo metafísico, como pronto diremos.
[2] Delle cinque ptaghe della Santa Chiesa, Brescia 1966, p. 74: «queriendo reducir los Sagrados ritos a las lenguas vulgares se iría hacia dificultades mayores, y se añadiría un remedio peor que el mal. Las ventajas de que se goza conservando las lenguas antiguas son principalmente: la representación que hacen las antiguas Liturgias de la inmutabilidad de la Fe; la unión de muchos pueblos cristianos en un solo rito, con un mismo lenguaje sagrado, haciéndoles sentir mucho mejor la unidad y la grandeza de la Iglesia y su común fraternidad; el tener algo de venerable y de misterioso en una lengua antigua y sagrada, casi un lenguaje sobrehumano y celeste; (…) la infusión de tal sentimiento de confianza en quien sabe que reza a Dios con las mismas palabras con las cuales oraron durante tantos siglos innumerables hombres santos y padres nuestros en Cristo». Con la vulgarización de los ritos «se introduciría una enorme división en el pueblo» y «un perpetuo cambio en las cosas sagradas».
[3] Realmente no es algo difuso (la metáfora viene del líquido, que se expande uniformemente dando lugar a un velo superficial continuo), sino más bien discontinuamente disperso.
[4] Que el uso de una lengua supranacional sea, incluso en el orden civil, un coeficiente de unidad y de concordia, queda probado por el hecho de que el intento de algunos Estados asiáticos y africanos plurilingües de introducir como lengua oficial alguna lengua del país, provocó guerras civiles y debió ser abandonado.
[5] Para ser equitativos conviene reconocer que también nuestros doctores daban de modo extravagante ejemplos de tal decadencia. OLINTO GUERRINI, que era bibliotecaria en el Archigimnasio de Bolonia, en una sáfica erótica de Postuma, Bolonia 1882, p. 145, equivocaba acentos y declinaciones, poniendo púlvinar en vez de pulvinar y haciendo latum acusativo del sustantivo latus. Por venir a tiempos recientes, en la célebre Académie des inscriptions et belles lettres, el ilustre ALPHAN citaba un paso del medieval Guiberto, en el que se dibuja pintorescamente la figura del escolar inclinado sobre el banco: «pluteo adhaerens tanquam animal peritum» que quiere decir: «ligado al bando como un animal sabio, como un sabihondo». Pero ALPHAN lee peritum con i larga en vez de con i breve y traduce «comme un animal empaillé», olvidando que los intransitivos no tienen participio pasado. En la abadía de Viboldone, cerca de Milán, una lápida recuerda la restauración promovida por el arzobispo Montini «antequam ad Summum Pontificatum eligeretu». El redactor del epígrafe ignoraba la ley de la oblicuidad, eje de la construcción latina. Con ese subjuntivo se viene a decir exactamente que el Card. Montini tenía en mente convertirse en Papa, e hizo todo lo posible para restaurar Viboldone antes de que ello ocurriese. El Card. SEPER, en diciembre de 1974, me señaló que en el documento de su Congregación sobre el aborto sus latinistas se habían equivocado escribiendo «ut opinatur».
[6] R. Amerio, Iota Unum § 32, sobre la Veterum Sapientia de Juan XXIII.
[7] El lenguaje es la idea misma, y variar el lenguaje, como se desprende del desarrollo homogéneo o heterogéneo del dogma, significa idénticamente variar la doctrina. Lo hemos visto respecto al término transustanciación en R. Amerio, Iota Unum § 275.
[8] Scritti scelti, Turin 1930, p. 46.
[9] Ver nota 6.
ANEXO: LOS PROTESTANTES Y LA MISA NUEVA
Para que nuestros lectores no crean que nos gusta ser «guardianes de las esencias», ni soberbios a los que les gusta ir de elitistas y «desobedecer a Pedro» sin motivo grave, recordamos que pueden consultar L’Osservatore Romano del 13 de octubre de 1967 y constatar lo que en él se dice:
«Es interesante notar un comentario sueco que afirma algo en este sentido: la reforma litúrgica (…) se aproximó a la misma forma de la liturgia luterana»
Por si les quedan dudas, consulten Vds. la Formula missae de Martín Lutero o los libros de ritos “eucarísticos” anglicanos.
Pero antes, ¡cuidado!: para evitar que se atraganten leyendo las opiniones de los herejes protestantes actuales (mal llamados «evangélicos» por los impíos), que insertamos a continuación hablando sobre la misa nueva, les recordaremos la frase del famoso místico argentino Benjamín Solari Parravicini, pronunciada en 1936:
«La Iglesia Católica en el año 1970 tendrá la misa protestante»
Benjamín Solari Parravicini (1936): «La Iglesia Católica en el año 1970 tendrá la misa protestante»
Y ahora, por fin, algunas opiniones de los herejes protestantes sobre la misa nueva (extraídas de cierta web desaparecida):
«En La Croix del 30 de mayo de 1969, Max Thurian, de la comunidad de Taizé, escribe que el nuevo Ordo Missae
“es un ejemplo de esa fecunda preocupación por la unidad abierta y la fidelidad dinámica, por la verdadera catolicidad: uno de sus frutos será tal vez que comunidades no católicas podrán celebrar la Santa Cena con las mismas oraciones que la Iglesia Católica. Teológicamente es posible“.
Pero no lo era con el rito tradicional.
En Le Monde del 22 de noviembre de 1969 pueden leerse extractos de una carta enviada al obispo de Estrasburgo por el Sr. Siegvalt, profesor de dogma de la Facultad protestante de dicha ciudad. Siegvalt asevera que
“nada hay en la misa ahora renovada que pueda molestar verdaderamente al cristiano evangélico“.
La nueva liturgia es del total agrado de los herejes protestantes
En La Croix del 10 de diciembre de 1969, Jean Guitton reproduce una observación que leyó en una de las más importantes revistas protestantes:
“Las nuevas oraciones eucarísticas han eliminado la falsa perspectiva de un sacrificio ofrecido a Dios“
En el número de enero de 1974 de L’Eglise en Alsace, publicación mensual de la Oficina diocesana de información, se puede leer un documento muy interesante originado en el Consistorio superior de la Confesión de Ausburgo y Lorena, llamada Iglesia “evangélica” o sea, protestante ( de fecha 8 de diciembre de 1973). el documento se publica íntegramente. Los siguientes párrafos han sido extractados del mismo:
“Dadas las formas actuales de la celebración eucarística de la Iglesia católica y en razón de las convergencias teológicas presentes, muchos obstáculos que hubieran podido impedir a un protestante participar en su celebración eucarística parece hallarse en vías de desaparición. Hoy en día debería serle posible a un protestante reconocer en la celebración eucarística católica la cena instituida por el Señor
(…)
…Nos atenemos al uso de las nuevas oraciones eucarísticas en las cuales volvemos a encontrarnos y que tienen la ventaja de matizar la teología del sacrificio que teníamos el hábito de atribuir al catolicismo. Esas plegarias nos invitan a volver a encontrar una teología evangélica del sacrificio (…)
Estos textos, a los que podrían agregarse muchos más, son perfectamente claros. Establecen, sin lugar a dudas, que lo menos que puede decirse de la nueva “Misa” es que es equívoca.»
IOTA UNUM
EL LATÍN EN LA IGLESIA
No queremos aquí retroceder hasta la Auctorem fidei de Pío VI, que reprobó la propuesta del Sínodo de Pistoya de realizar los ritos en lengua vernácula (DENZINGER, 1566). (…) Si decimos que el latín es connatural a la religión católica, ciertamente no nos referimos a una connaturalidad metafísica coincidente con la esencia de la cosa misma (como si el catolicismo no pudiese subsistir sin el latín), sino a una connaturalidad histórica: un hábito adquirido históricamente por una peculiar aptitud y conveniencia que el idioma latino tiene con la religión. El catolicismo nació, por así decirlo, arameico; fue durante mucho tiempo griego; se hizo pronto latino, y el latín se le hizo connatural. De entre las muchas adaptaciones posibles de un lenguaje a la religión, la connaturalidad histórica es la que mejor responde a las propiedades de ésta, modelándose perfectamente sobre los caracteres de la Iglesia.
En primer lugar la Iglesia es universal, pero su universalidad no es puramente geográfica ni consiste, como se dice en el nuevo Canon, en estar difundida por toda la tierra. Dicha universalidad deriva de la vocación (están llamados todos los hombres) y de su nexo con Cristo, que ata y reúne en Sí a todo el género humano. La Iglesia ha educado a las nacionalidades de Europa y creado los alfabetos nacionales (eslavo, armenio), dando origen a los primeros textos escritos. En consonancia con la acción civilizadora de los Estados europeos, ha educado a las nacionalidades de África. Sin embargo, no puede adoptar el idioma de un pueblo particular, perjudicando a los demás. A pesar de la disgregación postconciliar, a la Iglesia católica parece escapársele lo mucho que la unidad de la lengua aporta a la unidad de un cuerpo colectivo: no ocurre así con el Islam, que usa en sus ritos el paleoárabe incluso en los países no árabes; ni con los hebreos, que usan para la religión el paleohebráico; tampoco se les escapa a los Estados que han alcanzado después de la guerra su unidad nacional, pues ninguno de ellos ha adoptado como lengua oficial una de las lenguas nacionales, sino el inglés o el francés, lenguas de sus colo-nizadores y civilizadores.
En segundo lugar la Iglesia es sustancialmente inmutable, y por ello se expresa con una lengua en cierto modo inmutable, sustraída (relativamente y más que cualquier otra) a las alteraciones de las lenguas usuales: alteraciones tan rápidas que todos los idiomas hablados hoy tienen necesidad de glosarios para poder entender las obras literarias de sus primeros tiempos. La Iglesia tiene necesidad de una lengua que responda a su condición intemporal y esté privada de dimensión diacrónica (es decir, de la sucesión en el tiempo). Ahora bien, siendo imposible que una lengua de hombres escape al devenir, la Iglesia se acomoda a un lenguaje que elide cuanto es posible la evolución de la palabra.
En tercer lugar la lengua de la Iglesia debe ser selecta y no vulgar, porque las cosas que intenta expresar son las cumbres del espíritu, más bien un ensayo de realidades sobrehumanas. No es que la Iglesia desprecie el profanum vulgus: al contrario, todo aquello que toca lo santifica, y el vulgo, los pobres y los simples son objeto principal de su cuidado. Ella trata con perfecta paridad en sus sacramentos a príncipes y a plebe, y catequizó a los pueblos en sus dialectos: Santo Tomás en Nápoles predicó en el vernáculo napolitano, Gerson en el de la Alvernia y los párrocos de Lombardía hasta final del siglo XIX en el del país. Incluso fundó órdenes religiosas expresamente comprometidas en la instrucción de las capas populares, asemejándose a ellas incluso en la humildad del nombre (los Ignorantes). No es por desprecio del pueblo o altanería sobre los pueblos como pudo la religión tener el latín como lengua propia y connatural. (…) La razón importante es la necesidad para la Iglesia de custodiar el dogma con una lengua que se mantenga fuera de las pasiones. Las pasiones, en una explicación completa (que abarca desde el orgullo hasta la facilidad para sacar conclusiones), son principio de fluctuación de las mentes, de alteraciones de la verdad y de divisiones entre los hombres. Y es ciertamente fútil el escándalo que se monta a veces sobre las sutiles diferencias entre una definición y otra, como si fuesen chanzas y menudencias de charlatanes. El lenguaje es la idea misma, y variar el lenguaje, como se desprende del desarrollo homogéneo o heterogéneo del dogma, significa idénticamente variar la doctrina.
En conclusión, los caracteres del latín de la Iglesia se fundan en una suprahistoricidad que instaura, más que impide, la comunicación entre los hombres, del mismo modo que el elemento de la vida sobrenatural instaura, más que impide, la comunión de todos aquéllos que participan de la naturaleza humana. Lorenzo el Magnífico, discurriendo de las diversas excelencias de las lenguas, atribuye la universalidad del latín a la “prosperidad de la fortuna”. No hace falta creer con los medievales que, al igual que el Imperio, así la lengua de Roma haya estado establecida “por lugar santo / donde mora el que a Pedro ha sucedido” (Div. Com., Inf. II, 23-24). Se puede rechazar tal sentencia y no desconocer sin embargo la eminencia y el sentido de la latinidad de la Iglesia.
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