BRILLO CLARÍSIMO DE LA VIRGINIDAD
Santa Inés. Patrona de comprometidos en matrimonio; castidad; pureza; niñas; vírgenes; víctimas de violaciones; y jardineros.
Es la castidad una virtud moral y cristiana que templa y reprime los deseos desenfrenados de la carne. En todos los estados, sea de solteros, sea de casados, o de viudos se deben guardar las leyes de esta virtud, dado que a todos se dirigía San Pablo, cuando escribía: «La fornicación y toda especie de impureza ni aún se nombre entre vosotros… Porque tenedlo bien entendido: ningún fornicario o impúdico… será heredero en el reino de Cristo y de Dios». (Ephes. v, 3, 4, 5). Y hablando con los solteros y viudos, enseña que están en el deber de abstenerse de todo placer voluptuoso, y aún exhorta a que perseveren castos toda la vida. A la verdad, les dice, me alegraría que todos fueseis tales como yo mismo, es a saber, célibes: más cada uno tiene de Dios su propio don, quien de una manera, quien de otra; pero sí que digo a las personas no casadas o viudas: Bueno es que perseveren como están.
Y aquí esparce su perfume la flor de esta virtud, que solamente puede brotar entre solteros, o casados que siempre hubieren vivido en pureza angelical, es decir, la virginidad, la cual consiste en una firme e inquebrantable renunciación de todos los placeres carnales. Distinguen los doctores dos linajes de virginidad: una material, que florece con cierta física integridad, belleza y lozanía, nunca mancillada con ningún deleite voluptuoso; y otra moral, que brota de la firmísima y voluntaria privación de todo goce sensual; aquélla se pierde y se marchita con cualquier violación, aunque involuntaria; ésta sólo muere con falta culpable. Si la culpa es sólo mental, recóbrase con la penitencia la angelical virtud; pero si la culpa es exterior o corporal, aunque por la penitencia se perdona el pecado, no se repara por ella la virginidad.
Por esto, hablando Santo Tomás de la virginidad moralmente entendida, enseña que una doncella puede ser virgen y madre a la vez, como sucedería en una que perdiera inculpablemente la integridad virginal. Por esto Santa Lucía, después de haber confesado que los que viven piadosa y castamente son templo del Espíritu Santo, amenazada por Pascasio el tirano de que la llevaría a un lupanar, donde con la honra perdiera al divino Huésped, contestó impávida: Si invitam iusseris violari, castitas mihi duplicabitur ad coronam. Si contra mi voluntad mandares violentarme, mi castidad conseguirá doble corona; no porque la castidad tenga doble aureola, sino porque a la corona de virgen juntaría a la de mártir por la injuria violentamente recibida.
Era este grato aroma de la virginidad casi desconocido de los antiguos, puesto, que, por más que algunos pueblos fue la castidad tenida en grandísima estimación, y aún entre los judíos, según se dice, Elías y Eliseo permanecieron vírgenes toda su vida, no obstante, en ninguno, mayormente entre casados, se conoció ligada con voto esta voluntaria, resuelta y perpetua abdicación de todos los placeres sensuales, hasta María Santísima y San José. Reservada estaba esta gloria para la ley evangélica. Esta nos enseñó que el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, tiene un cuerpo, bien que de carne, destinado a ser por la gracia templo del divino Espíritu, a resucitar glorioso y adornado con dones angelicales, y a sentarse en el trono perdido por el ángel prevaricador.
Por esto mismo en su carta primera a los de Corinto, capitulo sexto, después de haber dicho el Apóstol San Pablo que ni los fornicarios, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas… poseerían el reino de Dios, añade: «¿No sabéis, por ventura, que vuestros cuerpos son miembros de Cristo, nuestra cabeza?¿Y he de abusar yo de los miembros de Cristo para hacerlos miembros de una meretriz? ¡No lo permita Dios!… Huid de la fornicación. Cualquier otro pecado que cometa el hombre, está fuera del cuerpo; pero el que fornica contra su cuerpo peca. ¿Acaso no sabéis que vuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo, que habita en nosotros?» Tal es el razonamiento del Apóstol; por el cual nos descubre la nobleza de nuestro cuerpo, muy poco y mal conocida de los antiguos. Tal es la gloria de la castidad.
A la castidad parece haber vinculado Jesucristo lo más grande y augusto de nuestra santa Religión, porque donde más limpia y pura se conserva la Iglesia católica, o sea en el occidente, no sólo se determinó y prescribió por medio de sus Vicarios y de sus verdaderos Concilios que los administradores de los sacramentos, los sacerdotes todos, que debían ofrecer la Hostia pura, santa e inmaculada, se ligasen perpetuamente con la obligación de guardar castidad, sino que también dispuso con providencia soberana que las obras más admirables de caridad se llevaran a cabo por sus queridas esposas, o vírgenes consagradas a su culto. En vano la irreligión y la masonería han querido sustituir esos ángeles de caridad, esos maestros y maestras célibes en las escuelas, asilos y hospitales por otros ministros del error y de la lascivia. En todas partes los vergeles, cultivados por vírgenes con tanta belleza como esplendor, se convirtieron después por obras de laicos en eriazos secos y estériles y pestilentes, sin que todos los esfuerzos del vicio hayan bastado a comunicarles verdor y lozanía. ¡A cuantos pueblos precipitó el vicio abominable a su ruina! Al contrario, ¡a cuantos ganó para Dios la castidad! ¡No prueba esto con la evidencia de los hechos la fecundidad de tan balsámica y angelical virtud?
Nada, pues, tiene de admirable que la Iglesia santa hubiese lanzado el rayo de anatema contra los que ponen el matrimonio sobre el estado de virginidad; y con razón, porque el matrimonio, aunque grande y santo en Cristo, se acomoda al hombre según su parte inferior, en la cual se asemeja a los brutos; y la virginidad le cuadra según la parte superior, en que se parece a los ángeles: el matrimonio tiene su esfera y su término en la tierra; la virginidad tiene su aspiración y asiento en el cielo. Por donde bellamente dice San Bernardo: Nuptiæ terram replent, virginitas paradisum. Las bodas pueblan la tierra, la virginidad llena el paraíso.
No fenecen aquí las glorias de esta olorosa flor; es en el cielo la virtud privilegiada, porque los que concluyeron su carrera mortal sin marchitar esta bella azucena, siguen allí al divino Cordero donde quiera que va, y cantan un cantar como nuevo, que no es permitido a los demás ciudadanos de la celestial Jerusalén; ciñen allí gloriosa y peculiar aureola, más cándidos que la nieve, más nítidos que la leche, más rubicundos que el marfil antiguo, más bellos que el zafiro. ¿Quién no amará virtud del Altísimo tan querida y privilegiada?
San Casimiro, rey de Polonia, prefirió la muerte antes que permitir se le ajara el brillo de su virginidad. Como los médicos le instasen a que alargara su vida sacrificando su amor de la bela virtud, contestóles resueltamente: No compro a tanta costa mi vivir; eligo virgo mori - prefiero morir virgen.
Y con todo, para conservar lozana esta delicada flor, si atendemos a la fuerza con que la combaten los enemigos que la rodean, necesitase una muerte continuada, y estar siempre con las armas en la mano. La vigilancia, la fuga, la oración, son armas poderosas para defenderla. Si no desconfiamos de nosotros mismos, si no acudimos a menudo al amparo de Jesús, María y José, si no confortamos con frecuencia nuestras almas con el pan de los ángeles, no salvaremos la pureza de la virginidad.
«La casta virginidad, siempre es tímida, huye de las miradas, pone en su rostro un velo, como fuerte armadura contra los golpes de las tentaciones, los dardos de los escándalos y los tiros de sospechas y habladurías» TertulianoDecía San Gregorio Nacianzeno: Virgo sis oculis, sis ore, atque auribus ipsis. Sé virgen con los ojos, con la lengua y con los oídos mismos; porque por la puerta de todos los sentidos entra el enemigo para robarnos este preciosísimo tesoro. Ejemplo nos dieron de ello Nuestro Señor Jesús y María Santísima, primero por la grande estima en que lo tuvieron, y luego por el recato con que lo guardaron, aún sin tener el menor peligro de perderlo. Estima tuvieron y grande de esta virtud, ya que Jesús quiso nacer de madre virgen y permanecer virgen toda su vida, y María hubiera preferido dejar de ser madre de Dios antes que empañar el brillo de su virginidad. Siendo, pues, esta virtud de tanto precio, y habiendo Dios asegurado en ella sus obras más encumbradas, ¿dejaría de adornar con ella a su Padre nutricio? ¡Imposible!
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