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Tema: Jansenismo y progresismo

  1. #1
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    Jansenismo y progresismo

    infoCaótica: Jansenismo y progresismo (1)

    Jansenismo y progresismo (1)






    Presentamos hoy a nuestros lectores la primera parte de un artículo del profesor argentino Abelardo Pithod. Es importante notar que se trata de un trabajo publicado en 1967. En una primera lectura, pudiera pensarse que sus reflexiones carecen de actualidad. Ya no quedan rigoristas en la Iglesia. Sin embargo, si se observa con atención la realidad del tradicionalismo, debe reconocerse que el rigorismo puede volverse una tentación próxima para algunos. En los Estados Unidos, por ejemplo, no es raro encontrarse con católicos tradicionales que asumen criterios de raíz puritana propios de su entorno cultural. En casos extremos, este rigorismo se integra en fenómenos sectarios. Y como nada violento es durable, el resultado previsible es el quiebre moral o psíquico de quienes adoptan estos planteamientos.

    *N. de R.: Habilitaremos los comentarios con la última parte del artículo. Vale la pena que se lo lea completo.



    JANSENISMO Y PROGRESISMO.
    Por Abelardo PITHOD.


    el moralismo tampoco ha perdonado al mundo católico:

    apenas se termina en nuestros días la liquidación del jansenismo”.
    Gustave THIBON


    UNA HISTORIA SIN FINAL FELIZ


    Para aquellos que, habiendo sido formados cristianamente, cuentan hoy más de treinta años, la primera parte del presente trabajo servirá simplemente de recordatorio de algo que, de seguro conocen bien y por propia experiencia. Para los más jóvenes quizá sea nada más que historia, historia reciente pero terminada. Sin embargo la conclusión de esta historia (si en verdad está concluida) no parece haber sido feliz. Tuvo una derivación en nuestro presente inmediato, de signo aparentemente contrario, pero con la continuidad de aquello contra lo que se ha, sí, reaccionado, pero no superado.
    Por eso a unos y otros, a jóvenes y no tan jóvenes, se nos hace indispensable volver hoy sobre aquella página de la historia cristiana, rastrear sus orígenes, darle una interpretación que permita alcanzar, mediante una exacta conciencia de lo que nos está pasando, una superación auténtica de lo que nos pasó. Porque, no debemos engañarnos en esto, el moralismo o el jansenismo fue desplazado en un proceso de reacción puramente dialéctica y por eso puede volver. Nuestro trabajo podrá desembocar en el análisis de este proceso reactivo, pero antes tendrá que desentrañar las raíces viejas, y aun los brotes nuevos del mal, para hacer inteligible este "efecto de rebote".

    Necesitamos recrear, primero, la atmósfera espiritual que venimos llamando moralista o jansenista, y que ha producido la actual reacción. Posterguemos por un momento las precisiones terminológicas y doctrinarias. No son, como veremos, lo que más interesa para la comprensión inicial del problema.
    Intentemos más bien instalarnos psicológicamente en aquel clima espiritual, en la conciencia que plasmó, seguir el curso intrincado de las actitudes que alimenta y las motivaciones que lo agitan. Las extremosidades del puritanismo y toda la suerte de formas que ha asumido en la historia del propio cristianismo, resultan un tema demasiado amplio.
    Nos limitaremos a tomar ejemplo, aquí y allá, buscando una representación en la que lo histórico estará casi exclusivamente al servicio de lo psicológico.


    CÓMO SUCEDIÓ AQUELLA HISTORIA


    Después del gnosticismo maniqueo de los primeros tiempos, la cristiandad vuelve a conocer un impresionante rebrote de estas tendencias con el movimiento albigense. Fue, dice Belloc, "una perversión particularmente vil, maniquea, (o, como decimos hoy, puritana)...”. En las postrimerías de la Edad Media, inmediatamente antes de la Reforma, se repite el fenómeno. Es curioso que la misma expresión de Belloc, "religión del temor", sea usada por un teólogo protestante de fines de siglo, el Rev. T. M. Lindsay, para aludir al clima religioso en que se crió Lutero. Lindsay cree ver una de las raíces de la rebeldía del Reformador en su reacción contra tal clima. De todos modos esta reacción resultaría estéril y hasta contraproducente, conforme lo demuestra la ola de puritanismo que poco después desencadena la Reforma, tras los primeros momentos de aparente "liberación". El protestantismo, particularmente calvinista, influirá sobre el mundo católico a través del jansenismo que tiene originalmente carácter también reactivo.

    Jansenio y sus seguidores reaccionan contra los excesos molinistas de cierta teología jesuita. El jansenismo, proteico e irreductible, trasmitirá algunos de sus rasgos al modernismo, que es también reactivo pero continuador. Dichos rasgos se prolongan hoy en esa especie de "contra-contrarreforma" que es el progresismo. La tesis fundamental del presente trabajo es ésta, justamente. Que el progresismo se constituye hoy como el heredero de una tradición de la que desea sacudirse, pero, a tal punto "condicionado" por ella, que no logra superarla. La mala herencia de la que cree renegar, es de tal manera su razón de ser que no ha podido sino cambiar, acentuando, los rasgos caricaturescos del verdadero cristianismo.

    En esta cadena podemos estar ahora corriendo el riesgo de otra reacción jansenista. Esperamos poder mostrar que estas afirmaciones son tan ciertas como pueden parecer de entrada paradójicas. Pero detengámonos todavía un momento en el jansenismo. Su espíritu, como nos advertía Thibon, alcanza nuestros días. Jean de la Varende en su novela El centauro de Dios ha mostrado su fuerza rediviva en la Francia de la segunda mitad del siglo pasado. En una descripción que nos servirá para adentrarnos en la atmósfera psicológica que rastreamos, hace así el retrato de un personaje típico de aquel medio religioso, un cura rural: " …su debilidad se revela por una boca incierta, que tartamudea tanto en la emoción como en la cólera. Cuando llegue a viejo morirá de escrúpulos; la idea de que una partícula de la hostia quede olvidada durante la misa, lo pondrá en la imposibilidad de celebrar, lo conducirá a una especie de demencia". "El abate abandona pronto el amor, donde su alma no encuentra apoyo bastante firme, y se lanza a los castigos amenazando a las generaciones hasta la séptima".
    "La religión en Normandía, —prosigue de la Varende— en esta época, no se explica sino por una supervivencia del jansenismo y uno de sus últimos sobresaltos". "La secta austera de jansenismo presentaba al espíritu no se qué idealismo de hierro que extasiaba a las almas endurecidas; el alejamiento de toda facilidad, y, a fuerza de vivir en lo absoluto, el desdén de la práctica, el gusto por las soluciones fuertes, las condenaciones, atracción por lo excepcional y la fatalidad melancólica de la gracia. Ese renuevo de jansenismo fue el retardado romanticismo de la Iglesia".
    "Estamos frente al tipo religioso y al clima espiritual que buscábamos. Nosotros también los conocemos: rigurosos, formalistas, descarnados —hubiéramos escrito desencarnados—, pero, también, sinceros y rectos como verdaderos ministros del "más allá". Desconfiados del amor, optan por el miedo. Tras sí van dejando a los que desesperan de tanto rigor: "No obraron como prosaicos, sino como poetas de lo sobrehumano; sus enseñanzas alcanzaban alturas donde los mejores dispuestos confesaban "Es imposible llegar". "Más vale no ir a escucharles". He aquí las reacciones de las buenas gentes que nos rodeaban. Sus pastores las descorazonaban. ¿La prueba? El vacío de los actuales templos (segunda mitad del siglo), que no son sino una tercera parte de las Iglesias que existían en 1830. Prefirieron no reflexionar, ni aun en esa dispersión que es la plegaria, pues la condenación os esperaba a cada vuelta del pensamiento; y sin la oración, la fe se escapa lentamente del ser; la fe no se retiene sino con las manos juntas".
    La situación que nos pinta de la Varende no es inédita. Volvamos a Lutero. El ambiente en que se desarrolla su niñez es similar; los tormentos de esos años le durarán siempre, incluso después de la "liberación". El pequeño Martín temblaba al entrar a la Iglesia parroquial al enfrentarse con la imagen de Cristo Juez. "La religión del terror se había apoderado por completo de su imaginación", afirma Lindsay. Cuenta la impresión que le causó, adolescente, un cuadro expuesto en Magdeburgo que "fue su pesadilla durante muchos años". Se trataba de un retablo que representaba así el negocio de la salvación humana: Un mar proceloso, agitado por la tempestad; lo navega una barca y a bordo el Papa, los obispos, sacerdotes y religiosos. Alrededor de la embarcación ahogándose unos y debatiéndose el resto, se hallan los simples laicos, a quienes los eclesiásticos que acaparan la nave arrojan cabos para rescatarlos del seguro hundimiento. Ni un solo eclesiástico se veía en el agua, se apresura a decir Lindsay, ni un solo hábito clerical. Viceversa, ningún seglar hallábase a seguro.


    LA HISTORIA SE REPITE



    No pudimos dejar de sonreímos con la anécdota y ante la indignación del biógrafo... sobré todo que nosotros habíamos oído, si no visto, la misma imagen, utilizada por algunos de nuestros maestros religiosos cuando nos hablaban del mundo y sus peligros o de las ventajas del estado clerical. No necesitábamos remontarnos, pues, a aquel turbulento siglo XV. Pero Lindsay, cediendo a sus inclinaciones protestantes, interpreta la anécdota haciendo excesivo hincapié en lo que puede mostrar de "clericalismo". Creemos que se trata de algo más hondo y al mismo tiempo más sutil. En ambas situaciones, la de nuestro recuerdo y la de Lutero, se trata de una de las típicas actitudes puritanas, de evidente raigambre maniquea: la subrepticia identificación de lo profano, de lo laico, con el "mundo" como enemigo del alma; de lo natural como lo enemigo de lo sobrenatural. Sabemos de la actitud tradicional de muchos religiosos, de duda práctica respecto de las posibilidades de salvación de aquellos que "se quedan en el mundo". De aquí a -la idea calvinista de la predestinación de ciertos elegidos que coincidentemente son, por supuesto, ellos mismos, no hay más que un paso. Puede ser ésta más una actitud práctica, como decimos, que una formulación explícita de doctrina. Sin embargo, en tales disposiciones del espíritu religioso resuenan las temibles ideas del maniqueísmo de todos los tiempos:el mundo material es insanablemente malo. Sin llegar a la blasfemia maniquea de ver la Creación material como una degeneración de Dios, se aleja tanto, no obstante, naturaleza y sobrenatural, se resiste tanto de hecho a la verdad central de la Encarnación, que la creación queda convertida casi en un fracaso de Dios. La criatura indigna del Creador, corno si el pecado hubiese alcanzado su misma esencia. La vida material, he aquí el principio del mal.

    Nos quedaríamos, pues, cortos si interpretáramos el retablo de Magdeburgo como un caso de simple clericalismo. Víctima de aquel espejismo, Lutero parece haber entrado en la vida religiosa menos atraído vocacionalmente que arrastrado por su temor a la condenación.
    Retornemos a nuestra experiencia, que es la de muchos cristianos. Recordemos aquellos internados religiosos: años de nuestra niñez que quedaron definitivamente marcados por ellos. Oíd esta descripción: ¡Aquella tristeza de la vida de piedad! Postrimerías y novísimos, exámenes de conciencia y confesiones y nuevos exámenes, rondados siempre por la predestinación y el temor a la infidelidad, frente a una gracia sin retorno. ¡Aquella tristeza sin 'consuelo de "los días de retiro"! ¿Cómo escapar al Dios celoso? Este fue uno de aquellos pequeños seminaristas que alguna vez habremos visto pasar, el pelo cortado al rape, en largas filas silenciosas, la vista baja, por las calles de algún pueblo. El peso de la tradición monástica sobre niños de ocho, diez, once años, una tradición sobrecargada y deformada. Niños que pasaban sin solución de continuidad de la alegría de la sobremesa familiar y el beso materno antes de ir a la cama, a los fríos dormitorios semicastrenses del seminario, sumidos en largos recogimientos claustrales; nada de todo esto, uno a uno; estaría decididamente mal. Pero todo junto, ¡qué espíritu revela! No nos sorprende que muchos no hayan podido ver nunca más el gozo tras el cristianismo. ¡Cuántos arrastraron a contrapelo estas presiones sin animarse a escapar, porque, ay de los que, puesta la mano en el arado miran hacia atrás! ¡Y cuántos, más débiles, arrastrarían para siempre los jirones de una mala conciencia porque no se animaron a seguir! No, evidentemente todo esto no estaba dentro del orden luminoso del catolicismo. En tal perspectiva comprendemos muchas reacciones exageradas. Comprendemos el resentimiento que esconden "¿De qué tienen rabia?", nos decía alguien que contemplaba de afuera las últimas rebeldías en el ámbito de la Iglesia.
    Aquella atmósfera no era exclusiva, ciertamente de los seminarios o internados. También podía alcanzarlo a uno en el mundo. En el colegió, en la parroquia, en la propia casa. ¡Esos hogares bien burgueses y bien jansenistas!
    El principal campo de batalla era, naturalmente, el sexto mandamiento. Se había vuelto tan importante que los otros languidecían a su sombra. El nombre mismo de ciertas virtudes se había olvidado. ¿Quién predicaría sobre la magnanimidad? ¿Quiénes repararían en los pecados de pusilanimidad de la conciencia timorata? Una actitud formalista y negativa (olvidada de que existe la omisión) daba la tónica de la vida interior. No es que se pensara en negar explícitamente el amor como ley primera, pero se lo vaciaba de contenido, entendiéndolo mejor como un "cumplimiento" que como donación y entrega. Con este escamoteo se invertían los términos del "ama et fac quod vis" agustiniano.
    La desconfianza instintiva respecto del amor hacía que la vida espiritual se concibiera como una empresa en la que el principal actor era el sujeto. Este miedo desconfiado los constituía en celosos guardianes de un jardín interior al que había que desbrozar escrupulosamente; en él se pasearía un Cristo celoso también y lejano. ¡Qué peso para un hombre solo, para sólo un hombre! Era la inversa de la imagen del Jardinero Divino que va cultivando con su Gracia el erial interior y a Quien, más que ayuda, debemos ofrecerle disponibilidad.

    Esta idea trajo la evolución que a fines del siglo vino a producir la pequeña Santa, Teresita de Jesús, pero que no triunfó en toda la línea. Unos la desconocieron, otros la usaron para sus propios fines.
    Erasmus, ReynoDeGranada y Pious dieron el Víctor.
    Aquí corresponde hablar de aquella horrible y nunca bastante execrada y detestable libertad de la prensa, [...] la cual tienen algunos el atrevimiento de pedir y promover con gran clamoreo. Nos horrorizamos, Venerables Hermanos, al considerar cuánta extravagancia de doctrinas, o mejor, cuán estupenda monstruosidad de errores se difunden y siembran en todas partes por medio de innumerable muchedumbre de libros, opúsculos y escritos pequeños en verdad por razón del tamaño, pero grandes por su enormísima maldad, de los cuales vemos no sin muchas lágrimas que sale la maldición y que inunda toda la faz de la tierra.

    Encíclica Mirari Vos, Gregorio XVI


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    Re: Jansenismo y progresismo

    infoCaótica: Jansenismo y progresismo (2)

    Jansenismo y progresismo (2)



    LA MORAL DEL SEXTO MANDAMIENTO.


    Conocemos los estragos de la "moral del sexto mandamiento". Qué mezquina y qué sucia a la vez ésa imagen de la moral cristiana. Sabemos de niños que han crecido en el convencimiento de que sus padres vivían en pecado por estar casados y adultos que miraban al matrimonio como un pecado permitido. Ciertas monjitas ahuyentaban las visitas de su exalumnos casadas y embarazadas "porque podían despertar malos pensamientos en las pupilas". Increíble que, almas rectas, pudieran distorsionar los sentimientos vitales más espontáneos: ¿Cómo podía dejar de serles conmovedor y admirable el espectáculo de la maternidad? El puritanismo se ciega a la visión pura de las cosas, a la visión de los limpios de corazón, únicos que pueden ver en todo a Dios. Desencarnar a Dios es realmente una tentación demoníaca.
    Semejantes escrúpulos enturbian más que preservan la limpia visión de lo verdaderamente puro. El temor puritano al cuerpo constituye una perversión del pudor. Las repugnancias maniqueas frente a lo corporal atentan contra la visión cristiana de esta parte esencial del ser hombre. El cuerpo, destinado a una transfiguración gloriosa, está llamado por Dios a conquistar la plenitud de su presentida belleza.
    Terminemos con el sexto mandamiento, ese coto cerrado del moralismo. Un buen amigo con el que conversábamos de estos temas, recordaba que uno de sus maestros religiosos, al hablar del sacrificio de San Luis Gonzaga de no mirar el rostro de su madre, lo interpretaba como "modestia", es decir, en vinculación con la virtud de la pureza. Singular anticipación edípica de Freud. En el prólogo al ensayo Sobre el amor humano de Thibon, el psicólogo español Miguel Siguan cuenta que "en un libro de moral popular bastante difundido en España a finales del siglo pasado, al hablar de las razones que los hijos oponen a los padres cuando éstos deciden sobre su matrimonio, se cita el "amor y niñerías parecidas". Romero Carranza señala que Lacordaire se refiere al matrimonio del ilustre vicentino Ozanam, como una "trampa que no supo evitar". Se cuenta que al leer esto Pío Nono exclamó: "No sabía que existieran seis sacramentos y una trampa".


    EL PLACER, LA PUREZA Y EL PECADO.


    Es inevitable que si se convierte la aspiración natural a la pureza en una obsesión patológica, consecuencia de presiones subconscientes (superyoicas en la terminología psicoanalítica), todo lo vinculado a la vida sexual se torna sospechoso o repugnante. El gozo sexual no sólo no es malo, sino que ha sido querido por el Creador; no es algo "permitido" a nuestra debilidad sino impuesto por la naturaleza. Así creó Dios al hombre adámico; fue el pecado lo que introdujo el desorden del apetito y el goce natural dejó de obedecer a la razón.
    Pero no es la intensidad del placer, ni su carácter carnal lo que lo hacen malo, sino él descontrol de la concupiscencia. El puritanismo se presenta, pues, como una aspiración a una pureza angélica. Pero los ángeles no son más puros por ser inmateriales; entre ellos hay demonios.
    Renegar de la materia es renegar del Verbo Encarnado. La dignidad de nuestra carne, alcanzada desde su Encarnación, es una dignidad superior a la angélica. Frente a una carne humana, la de la Virgen y la de Cristo, ángeles y arcángeles se postrarán eternamente.
    La herejía puritana es una herejía metafísica, de ahí su perversidad. El que fue "homicida desdé el principio" sabe que no hay nada peor para el hombre que corromper su esencia humana: tentándola de ángel pierde divinizarse en Cristo. "El hombre, cuya naturaleza fue asumida por el mismo Dios en su hijo Jesucristo, constituye el punto medio de toda la creación. En él se unen en orgánica unidad, todas las categorías del ser del mundo: materia, plantas, animales, espíritu", dice J. Pieper en su precioso Catecismo del cristiano. Sólo faltaba Dios. Él lo quiso y todo quedó consumado en la unidad de Cristo.


    LA TEOLOGÍA MORAL DEL DEMONIO


    La teología moral del demonio suele ser puritana. Señalaba Thomas Merton que el demonio ha hecho muchos discípulos predicando contra el pecado. Su teología moral parte de un principio apenas susurrado: "todo pecado es placer". A continuación, como el placer es inevitable y tenemos tendencia natural a él, concluye convenciéndonos de que nuestras tendencias naturales son males —manes de Lutero—, que nuestra naturaleza es mala, en sí. Entonces somos ya sus presas: ¡nadie puede evitar el pecado puesto que el placer es inevitable!
    Una natural rebelión gritará desde el fondo de nuestro corazón: "lo que es inevitable: no puede ser pecado". Sólo resta, ya, decidirse a echar por la borda el concepto de pecado y vivir prescindiendo de él. Ya no queda, continúa Merton, sino vivir para el placer, con lo cual este estado es peor que el primero, y de este modo placeres que son naturalmente buenos vuélvense malos por degradación y se desperdician vidas enteras en la infelicidad y la culpa.
    El moralismo considera, pues, el placer, como malo o como "permitido". Descarta instintivamente la posibilidad de un placer naturalmente bueno. Ciertos placeres, se piensa; son permitidos en vista de nuestra debilidad, al modo como se permitieron la poligamia o el divorcio en el Antiguo Testamento, como una divina concesión. Hemos escuchado mil veces decir que si Dios ha puesto en el hombre el placer de la comida es para asegurar que nos alimentemos, lo mismo que el placer sexual asegura la perpetuación de la especie. Lo que no es falso, por cierto. El peligro está en que tales afirmaciones escondan una resistencia por lo general irreflexiva, a concebir el placer como un constitutivo intrínseco del acto natural. Se lo reduce a un sobreañadido, impuesto por nuestra malicia. A tal mentalidad le repugna que el placer sea en sí algo bueno y que el dolor, en cambio, constituye un mal, secuela del pecado y contrario al orden de la naturaleza tal como la creó Dios. Si el dolor, después, transformado misteriosamente por Cristo, sacado de su inmanencia de puro castigo, fue convertido en vehículo de gracia y medio de glorificación, tal cosa pertenece a un orden nuevo surgido para nuestra salvación, y es un milagro del amor divino que corrige el mal con mayor bien. Por cierto que es necesaria la pasión para alcanzar la resurrección, hasta que la parusía cree otro orden de nuevos cielos y nueva tierra. La reacción contra el jansenismo nos lo ha hecho olvidar. Es, sí, necesario completar la pasión de Cristo, y no hay posibilidad de restaurar el orden de la naturaleza sin violencia: El desorden de la concupiscencia sólo conoce un remedio, la penitencia. El progresismo ha disminuido a tal punto estas verdades que hizo de la penitencia sólo "metanoia" (conversión), sin darse cuenta que no hay conversión sin mortificación. No hay mística sin ascética. No hay siquiera vida humana sin ascética.
    Si ahora, superada la ola progresista, volvemos a descubrir estas verdades, evitemos caer de nuevo en la tentación jansenista. La renuncia al placer, es decir, el sacrificio en general, tiene sentido como ejercicio ascético para lograr el dominio de nuestros impulsos, sean sensibles (animales) o intelectuales (¡la vanidad y el orgullo no son menos pecado de la carne que dél espíritu!), y sobre todo tiene sentido sacrificial, como aquello que se ofrenda a Dios en reconocimiento de su dominio. Aún hay un tercer sentido, más alto, si cabe, el de participación en el Cuerpo Místico de Cristo, de Cristo crucificado.


    MORALISMO Y PSICOLOGÍA


    Escena de la película: La fiesta de Babette.
    El temor obsesivo al placer es típicamente moralista. La psicología habla de mecanismos mentales tales como la necesidad de autopunición. En ciertas neurosis el sujeto suprime lo que le complace por una oscura necesidad de penitencia; esto permite una descarga de la tensión que causan las exigencias del "super-yo". Es fácil sospechar una relación entre tales mecanismos y la manera moralista de considerar el placer, y vincularlos a la "tendencia a la postración ante lo terrible", que observaba Belloc. Hay una natural y sana inclinación del alma a la purificación por el dolor, al arrepentimiento y la reparación de las culpas, tendencia que puede desordenarse.
    Psicológicamente, el moralismo parte de, o desemboca en, un desconocimiento de la naturaleza humana. Violenta los procesos psicológicos en nombre de la moral, sin reparar en que ésta se verá arrastrada por la quiebra de aquéllos. Una normal conciencia psicológica es condición indispensable para una recta conciencia moral. No se trata de suprimir toda tensión en el hombre, todo combate. Pero se necesita un mínimo de equilibrio y armonía para cualquier empresa espiritual. El moralismo está siempre dispuesto a sacrificarlos por el afán de asegurar la perfección moral, pensada angélicamente. Esta inaceptación del riesgo lleva a exceder la tensión de las cuerdas psicológicas y así, por prurito de seguridad, se introduce un peligro nuevo, dablemente grave. Es bien sabido que los escrúpulos son fuente de lo que con ellos se quiere evitar. Estos estados forman constelaciones de imágenes fijas, colocando al sujeto en una actitud de obsesiva expectación y aun de malicia, encandilado como está en prevenir "las tentaciones". ¿No es bien conocida esa triste escrupulosidad maliciosa de ciertas personas pías?
    La opresión interior provocada por los escrúpulos desata defensas de compensación o desahogo, incluso de revancha, más o menos inconscientes. Lo paradójico es que, a menudo, estos estados del alma se originan en torno al problema de la pureza, y es sabido que la tensión psíquica suele hallar escapes precisamente por vía sexual. De allí, esas imprevisibles explosiones de lujuria en personas de cuya piedad resultaba imposible dudar. Los angelismos exacerban a la bestia y los apetitos suelen disfrazarse de espiritualidad.
    Thibon, que tan agudamente ha visto estas cosas, en su "Crise moderne de l´amour" recuerda el estupendo mito de que se vale Platón en el "Timeo" para expresar las relaciones entre sexo y espíritu. La simiente sobrenatural, es decir, la facultad que nos hace capaz de acceder a lo eterno, existe en nosotros a la manera, de un ser viviente. Este ser es, como nosotros, compuesto dé cuerpo y alma; su cuerpo gira en el cerebro a la manera de un astro: sigue estrechamente el ritmo de las revoluciones celestes, ese movimiento cíclico que, el único aquí abajo, reproduce la inmovilidad de lo eterno, y respira por los orificios del cráneo. Mas si a causa de la fuerza de la inercia y de la materialidad de los pensamientos, el movimiento de rotación del cerebro no lo arrastra más, cae en la columna vertebral y allí la necesidad de respirar lo empuja a los órganos sexuales de donde quiere salir para vivir. Pero no puede hacerlo más que por la emisión del semen en el hombre y el parto en la mujer. Así, la perpetuidad remeda lo eterno: lo sexual es lo espiritual degradado. Antes de Freud, Platón había notado este carácter anárquico de la sexualidad en relación a la persona espiritual. Thibon señala a continuación que "todo lo que hay de verdadero en Freud sobre la represión de la libido y etiología de las neurosis (...) está ya contenido en germen en Platón, con la diferencia de que Platón explica el fenómeno sexual partiendo del espíritu, mientras que Freud tiende sin cesar a explicar las cosas del espíritu a partir del sexo". La misma diferencia de interpretación se encuentra a propósito de los fenómenos llamados de sublimación. Pero lo innegable es que la relación existe.
    El hombre, pues, ni ángel ni bestia. Tampoco un ángel unido a una bestia. Las relaciones entre cuerpo y alma son las de dos partes de un solo ser, no las de dos seres. Las relaciones entre espíritu sexo son tan íntimas y estrechas como las que puedan tener dos porciones de algo que soy yo mismo. "Yo mismo" es mi ser cuerpo y mi ser espíritu, y mi "yo" fundamental los asume.
    Nuestra animalidad es racional y nuestra razón carnal. Nuestra sexualidad está traspasada de espíritu. Por eso puede corromperse. Y él espíritu degradarse. A la bestia y al ángel no les puede pasar nada de todo esto. El pobre Joseph, de Moira, de Julien Green, siente estallar en pedazos su superestructinra espiritual puritana por la fuerza de lo qué su carne desea y él odia. Su cuerpo salta vorazmente, por debilidad, sobre la carne ansiada, y su espíritu destruye con la misma fuerza, por odio, lo que lo degrada. El ángel que se le enseñó a querer ser, prefiere el infierno a la humillación de la carne.
    No acepta la condición humana. Por eso, después del pecado, Joseph mata con la misma desesperada ansia el cuerpo que recién poseyera, i : .
    El odio de Joseph fue más fuerte que el deseo, porque el pecado del espíritu es más terrible que el pecado de la carne. Por los pecados del espíritu se entra al mundo sin esperanza de lo que el mismo Dios misericordioso no puede perdonar. [Nota del autor: “No obstante, no nos engañemos: en el hombre no hay pecados puros, del espíritu y de la carne. Lo que sí, las proporciones pueden ser muy desiguales. Que no confíe, pues,: en la debilidad, de su come el pecador carnal para conseguir misericordia; porque esa presunción es ya pecado, del espíritu.”]. La intuición de otro artista, el autor de Los cipreses creen en Dios ha captado certeramente el peligroso juego que se entabla entre el espíritu y la vida. El desenlace de las penurias de un muchacho en un seminario español de ambiente puritano, es una caída sexual. De nuevo la trágica paradoja: tal vez esa pureza se hubiera preservado de no haber sido ahogada por una sobrecarga de tensiones moralistas.
    El huracán de la carne suele desencadenarse justamente en los momentos de tensión espiritual. Como en las famosas tentaciones de San Antonio. A la carne, enemigo del alma, es mejor no presentarle combate de frente; con ella más vale la habilidad que la fuerza. El moralismo, tanto es su miedo, desearía tenerla aherrojada y en tal afán encontraron muchas almas su perdición.


    ESPÍRITU Y VIDA



    El hombre, ese magnum miraculum, reúne el prodigio de una confluencia cósmica: espíritu y vida. En la delicadísima trama de ese encuentro, el pecado introdujo el conflicto. La corrupción de algo tan óptimo, fue pésima. La delicada estructura de este alarde creador resultó herida para siempre, y sus relaciones se hicieron de una dificultad insuperable. Pero ese mismo conflicto, ese desgarramiento, por la bondad de Aquel que sabe sacar bien del mal, se convierte en posibilidad y medio de salvación. El conflicto del espíritu y la carne que proviene de la debilidad de uno y de otro y no del hecho de una unión entre el espíritu y la carne, se transforma así en el potente trampolín de la elevación del hombre. Pero, como advierte Thibon, puede también desembocar en la ruina común si se lo lleva más allá de ciertos límites o si se lo erige en absoluto, como hacen el maniqueísmo y en general los dualismos moralistas. Thibon utiliza una imagen sugestiva. El espíritu del hombre se cierne sobre las aguas de su vitalidad; si éstas se desbordan, el esquife del espíritu corre el riesgo de ser arrastrado y roto y este peligro justifica las prácticas ascéticas, cuyo objeto no es otro, en sí, que hacer navegables al espíritu las aguas de la vida. Ascetismo es, pues, la conducción rigurosa de lo sensible por lo espiritual.
    No hay vida realmente humana sin ascetismo. Pero —nos advierte Thibon— una cosa es encauzar un río y otra secarlo. El ascetismo que se erige en fin de sí mismo y adopta las formas de odio a la vida, "trabaja a la par por el agotamiento del espíritu". "Muy alta, el agua lleva a la barca al naufragio, la encalla en la arena".
    Pero no termina ahí. Esta guerra puede alcanzar complejidades infinitas, "Todavía hay algo peor que esta opresión y mecanización de la vida por el espíritu, engendradora por rebote del formalismo de éste: la falsificación de los valores espirituales y la contaminación del espíritu por las energías vitales reprimidas". Las morales, las costumbres o los ideales "que niegan a la carne y al yo individual sus derechos legítimos, no solamente agotan la vida, sino que la pervierten". "Tras de la podredumbre de un Rousseau está la inhumana rigidez de un Calvino".
    ReynoDeGranada y Pious dieron el Víctor.
    Aquí corresponde hablar de aquella horrible y nunca bastante execrada y detestable libertad de la prensa, [...] la cual tienen algunos el atrevimiento de pedir y promover con gran clamoreo. Nos horrorizamos, Venerables Hermanos, al considerar cuánta extravagancia de doctrinas, o mejor, cuán estupenda monstruosidad de errores se difunden y siembran en todas partes por medio de innumerable muchedumbre de libros, opúsculos y escritos pequeños en verdad por razón del tamaño, pero grandes por su enormísima maldad, de los cuales vemos no sin muchas lágrimas que sale la maldición y que inunda toda la faz de la tierra.

    Encíclica Mirari Vos, Gregorio XVI


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    Re: Jansenismo y progresismo

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    Jansenismo y progresismo (y 3)





    LA VIDA ESPIRITUAL
    Hemos ido pasando de los perjuicios psicológicos del puritanismo a los perjuicios morales que, paradójicamente, también acarrea.
    Termina congelando el fervor, seca el corazón, impersonaliza la relación religiosa —entrañable, personal y filial— haciéndola una especie de imperativo categórico, una obligación abstracta, es decir, un cumplimiento legal y formal en vez de una relación amorosa y viva. Sin ésta la devoción languidece y muere, y con ella la comunión con Dios que es la plegaria; pero, ya lo sabemos, "¡la fe no se retiene sino con las manos juntas!".
    La religión es reducida a la moral, y ésta a un reglamento. Pero entonces, hecha la reducción, se invierten los términos y se hace de la moral religión. La palabra de Dios se convierte en un conjunto de amonestaciones, de normas "para cumplir"… Muchos sermones infaliblemente iban a parar a eso: 'lo que nos quiere decir el Señor en este pasaje es que debemos, o que no debemos...". La Revelación pierde sustancia religiosa, mística; ésta es fagocitada por la ascética. El Evangelio queda esquematizado en un común denominador que podría ser válido para cualquiera de los grandes sistemas morales.
    Cuántas veces estos moralistas nos han presentado la figura de Cristo reducida a lo que Él tanto combatió: la ley sobre el amor. De aquí las variantes de este estilo pastoral, sermoneador, a la vez vociferante y sentimental, formulero y exterior, que trataba de mover los corazones desde afuera: es que la pasión a la que comúnmente apelaba era el miedo, y el miedo mueve desde fuera, porque es un movimiento de repulsa. El amor, en cambio, mueve desde dentro porque impulsa a abrazarse al objeto amado e identificarse con él. Y a medida qué el amor es más perfecto, va pasando de ser un movimiento de apropiación a uno de entrega.


    CONCLUSIÓN
    El moralismo de la edad moderna, del que, es menester reconocerlo, no se salvó el catolicismo, tuvo características propias, pero se inscribió sin duda en la tradición de la eterna tentación maniquea. Esta es una constante de la historia religiosa humana. Cada virtud tiene su corrupción o su parodia, como tiene su negación o su vicio. La humana condición es dialéctica porque es limitada e imperfecta. Pero la dialéctica no es constitutiva del ser, como quería Hegel; es propia de una realidad entitativamente relativa, mixtura de potencia y acto. Y —sobre todo— para el mundo postadámico, marcada por un desmedro original. Esto tememos, que después del alegre desenfado progresista y "liberador" volvamos a la rigidez jansenista.
    La influencia moralista de los últimos siglos si bien con raíces muy viejas tiene, como decíamos, sus notas peculiares que es necesario señalar. Olvidarlas seria tan equivocado como dejarse encandilar por ellas y perder de vista el trasfondo común del que surgen y se nutren. Este transfondo les da sentido acabado. El movimiento antijansenista del catolicismo actual parece perder de vista ese sentido último, reaccionando más contra los síntomas modernos que contra las causas de siempre.


    El resultado fue otro error, simétricamente contrario pero esencialmente idéntico
    . Tal comunidad esencial explica parentescos aparentemente contradictorios en enemigos presuntos, incluso declarados. Véase el aire protestante que por igual tienen en tantas actitudes el jansenismo y el progresismo modernista.
    De Corte sostenía, en su Ensayo sobre el fin de nuestra civilización, que "la forma primitiva del cristianismo burgués es indudablemente el jansenismo". Para él todo el movimiento del espíritu moderno, en el que se subsumen jansenismo y burguesía, proviene de una ruptura existencial de relaciones entre espíritu y vida; una desencarnación del hombre engendrada por el racionalismo. Este es al mismo tiempo enemigo de la vida natural y de la sobrenatural, porque es una infidelidad del hombre a su esencia. Pero como el cristianismo se define como una relación "sui generis" entre la naturaleza humana y lo sobrenatural, cualquier alteración al nivel de la naturaleza repercutiría en la estructura de esa relación. El proceso moderno de resquebrajamiento de la unidad de la naturaleza humana, espíritu y vida, alterará el primer término de la relación cristiana entre naturaleza y sobrenatural. El cristiano moderno —afectado como hombre por aquella alteración— reaccionará primero, dice De Corte, con una desvalorización de su ser. Tendremos así la forma burguesa y jansenista del cristianismo contemporáneo. Pero también puede ocurrir que el cristianismo se persuada que la transformación sufrida por él no es algo negativo, sino una nueva etapa de la historia del espíritu humano, y entonces surgirá la forma progresista o historicista del actual cristianismo.
    Todo está en que, ahora, por escapar a este último, no volvamos a empezar.
    ReynoDeGranada y Pious dieron el Víctor.
    Aquí corresponde hablar de aquella horrible y nunca bastante execrada y detestable libertad de la prensa, [...] la cual tienen algunos el atrevimiento de pedir y promover con gran clamoreo. Nos horrorizamos, Venerables Hermanos, al considerar cuánta extravagancia de doctrinas, o mejor, cuán estupenda monstruosidad de errores se difunden y siembran en todas partes por medio de innumerable muchedumbre de libros, opúsculos y escritos pequeños en verdad por razón del tamaño, pero grandes por su enormísima maldad, de los cuales vemos no sin muchas lágrimas que sale la maldición y que inunda toda la faz de la tierra.

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    Re: Jansenismo y progresismo

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    Jansenismo y progresismo: segundo artículo



    Un amigo de nuestra bitácora nos ha enviado un segundo artículo sobre la relación entre jansenismo y progresismo que publicamos completo a continuación. Un trabajo tan recomendable como el anterior.

    Jansenismo y progresismo.

    Por Abelardo Pithod.

    La facilidad con que ha pasado el cristianismo contemporáneo ‑en una generación‑ del jansenismo al progresismo, bastaría para hacer sospechosa la aparente contradicción entre uno y otro.

    Quien tenga costumbre de observar los delicados procesos del desarrollo vital, en todos sus órdenes (biológico, psicológico y social), se sentirá inclinado a sospechar de todo cambio que rompa la inexorable serenidad y continuidad características del auténtico crecimiento. La naturaleza no gusta proceder por saltos. Las rupturas espectaculares y los cortes no caracterizan, precisamente a los procesos sanos. Las revoluciones no son el procedimiento de la vida. Tampoco, por supuesto, el inmovilismo y la esclerosis, el endurecimiento formalista y la complicación asfixiante le pertenecen. Lo verdaderamente vital es lo único que logra perpetuidad a través del constante cambio. Siempre igual y siempre nuevo. El único cambio de la vida es la perpetua renovación de sí misma. Siempre lo nueva surgiendo de lo eterno; remedo temporal de la infinita variedad sin cambio del mismo Dios. La revolución, al contrario, es el triunfo de lo nuevo sobre lo permanente. Pero lo nuevo que no surge de lo eterno es vacío y huero; como la cáscara de la nada. Los cortes, las antítesis y discontinuidades se parecen más a los procesos de la corrupción y la muerte que a los de la vida.

    El progresismo es solamente la corrupción del jansenismo y no su cura. Como la fiebre extrema no es el auténtico contrario del frío de la muerte sino su anticipo. Es muy importante no dejarnos engañar por ese genio de la mentalidad moderna que es Hegel. Su pensamiento se nos filtra por todas partes. La dialéctica de la contradicción con la que tan tentados estamos siempre de pensar la realidad, es la caricatura de esa realidad, corno el diablo es la mona de Dios. Si el demonio tuviera una metafísica sería evolucionista dialéctico. Esta metafísica no niega solamente el principio de identidad, sino una menos famosa, pero nada superflua distinción lógica de los clásicos: lo contrario no es lo mismo que lo contradictorio. Entre lo simplemente contrario puede haber perfectamente la continuidad del error. En tales casos pasar de un extremo al otro es dar vueltas en el sinfín del error y no precisamente salir de él. Lo común es que este pasaje de un contrario al otro sea una vuelta de rosca que nos hunda más hondamente porque es de la humana condición que el que no progresa, regresa. Tal, creemos, el paso actual del jansenismo al progresismo.

    Pero hay otro síntoma, éste psicológico, más que lógico, de la continuidad entre ambos. Y es el resentimiento. Los que verdaderamente parecen haber superado los errores del cristianismo jansenista de nuestra niñez, no están resentidos y los progresistas frecuentemente parecen estarlo; su ánimo es un poco el de los "iracundos". Asoma un gran enojo tras su actitud y sus desplantes: a menudo salta por motivos desproporcionados. Vedlos, si no, dejarse arrebatar por unas furias iconoclastas que, la verdad, no son para tanto; o empeñarse sañudamente en ahuyentar a los pobres beatos, como despectivamente llaman a los que aún "viven un cristianismo mítico" (sic). Tienen el tipo de enojo del que ha sido sorprendido en su buena fe. Por eso son insolentes: no les cabe ninguna duda de que el que no se indigna con ellos es en el mejor de los casos un débil, y probablemente mental. En muchos casos es comprensible; cuesta que hayan burlado nuestra credulidad y es lo que ellos perciben que se les ha hecho con ese cristianismo bastardeado y enclenque del que se sienten víctimas. Cuesta perdonar que hayan alejado definitivamente de la santidad a unos, de la fe a otros, o sencillamente de la felicidad a tantos con esa mistificación que fue el jansenismo, o, como veremos, con aque1 cristianismo que podríamos llamar genéricamente "burgués".

    Sí, el rigor moralista ha producido una ola de resentimientos. Cuando el mundo era invadido por el vitalismo y el desenfreno materialista, la Iglesia permanecía aún en su helado retiro jansenista. El contraste se hace violento [1].

    Pero el resentimiento progresista abarca mucho más que el jansenismo. Esto debieran tenerlo muy en cuenta quienes se sienten "comprendidos" por su antijansenismo.

    Psicológicamente la virulencia del actual modernismo progresista se debe a que está movido, fundamentalmente, por dos pasiones poderosas: además del resentimiento, el miedo. Es otra de sus motivaciones. Un gran miedo de quedar rezagados en la marcha de la Historia (esa historia que escriben con mayúsculas, como para darle sustantividad, aunque. así la conviertan en un nombre abstracto). Y también hay un poco de vergüenza; la vergüenza que produce el puritanismo en una época desenfadada y mundana. En el Renacimiento se dio igualmente, creemos, después de la época de sobrenaturalismo y religión del terror en la Baja Edad Media, una reacción, resentida de tipo vitalista. Fue la motivación del humanismo neopaganizante. No sólo es Bocaccio o Rabelais, que están más en la línea de un cierto sensualismo medieval, sino Erasmo y el erasmismo. (Es Lutero también, aunque con otro signo). El moralismo no puede menos que provocar estas reacciones. En nuestro tiempo lo prueban Nietzche, el psicoanálisis y aún las filosofías existenciales.

    El progresismo como reacción antijansenista


    El progresismo es una reacción no una superación. No nos engañe este carácter reactivo al juzgarlo, pues lo encontraremos, por reaccionario, inconsecuente a veces consigo mismo. Lo repetimos, el progresismo no se agota en el antijansenismo, pero se ha alimentado psicológicamente de él en los últimos tiempos. Fue su caldo de cultivo aunque hoy haya crecido, como un cáncer, hasta extremos que la simple posición antijansenista no hubiera soñado. Aquí nos interesará el progresismo particularmente en esa vinculación con el jansenismo.

    Dijimos que, en su arremetida contra él el progresismo es capaz de mostrarse incluso inconsecuente consigo mismo. Así por recelo del pasado inmediato suele adoptar formas de cierto arcaísmo religioso, pese a que él mismo se define esencialmente como un "futurismo". Le sucede algo similar que al modernismo en el arte. También porque el jansenismo es una cierta complicación legal y formal, un cierto barroquismo de la conciencia moral y religiosa, el progresismo arremete contra las riquezas acumuladas por la tradición. Las lógicas y justas complejidades de una tradición milenaria lo perturban. Levantando la bandera de la sencillez evangélica desvaloriza lo acumulado por un crecimiento orgánico de la Iglesia desde Cristo. Sin embargo no trepida en presentarse a sí mismo, al mismo tiempo, como "el fruto de una madurez de los tiempos", como la alborada de los tiempos futuros.



    Resulta risueño señalar, de paso, que también Jansenio en su momento, siguiendo a Lutero, se presentó reclamando una simplificación de la vida religiosa, en una especie de gran salto atrás hacia las primeras épocas. Jansenio se negaba a pasar de su amado Agustín. Sorprende a cada paso que estos enemigos, jansenismo y progresismo, se parezcan en tantas cosas, cada uno en su estilo, es cierto, al protestantismo. Pero este. es otro tema.

    Hechas estas precisiones de matiz podemos, a riesgo incluso de ciertas simplificaciones, lograr una mejor inteligencia de este profundo estado de conmoción espiritual que agita a la Iglesia, cuya forma prístina es el progresismo cristiano, mediante la contraposición de su fisonomía con el Jansenismo. El fue su reactivo. Lo que sigue será más un retrato, tarea de artista, hecho a contrastes, que una exposición sistemática, y valdrá, por tanto, más por la viveza que alcancen sus pinceladas que por el logro estructural de su desarrollo.

    El jansenismo es, en uno de sus aspectos medulares, un cierto olvido del primado del amor sobre la ley. La tónica afectiva del progresismo será una violenta reacción libertaria contra el endurecimiento de la ley. Por cierto que el progresismo es un desorden romántico. Se exalta en un cierto informalismo místico. Quiere levantar vuelo rompiendo cadenas. No le gusta aquello de que ni una jota de la ley haya venido a derogarse. La espiritualidad jansenista, fruto al fin de una época racionalista, desconfía de los arrebatos místicos. Prefiere la seguridad de una rígida ascética. El progresismo vuelve por los fueros de la mística y se sacude, singularmente las ataduras ascéticas.

    Pero no se crea que su impulso místico lo aleja del mundo. Y no lo aleja tal vez precisamente por no ser ascético. No, el alejamiento del mundo es jansenista. Frente a su desencarnación el progresismo se lanza con decisión al mundo. Reclama un cristianismo del aquende, un cristianismo que no se resigna a que el reino de los cielos no sea de este mundo. Quien sacó hasta el fin las consecuencias de esta actitud fue Teilhard. La esperanza cristiana tiende a ser definitivamente traspuesta al horizonte de esta tierra y de estos tiempos. A la Iglesia se le exigirá entonces vehemente y urgentemente una reconciliación con el mundo. Con el mundo tal cual es y tal cual es hoy. Con eso que hasta aquí los autores cristianos llamaban, peyorativamente por cierto, "el mundo moderno".

    La realización mundanal del reino se hará a través del progreso de la Humanidad como un todo. El cristianismo no será ya algo primordialmente individual, un negocio entre el alma y Dios, cuanto una cuestión de interés eminentemente social e histórico. El jansenismo llevó al extremo, con olvido, de la vertiente social del hombre, el individualismo religioso. La salvación es un negocio privado. El progresismo reclama agriamente a la espiritualidad cristiana de los últimos siglos esta posición y al individualismo opondrá el comunitarismo. Este no es sólo religioso o litúrgico, por cierto. Está vinculado a una determinada mentalidad política. En realidad el comunitarismo progresista proviene de la raíz antropológica de su cosmovisión. En lo propiamente religioso, la primera consecuencia es el desmedro de la interioridad. Esto es evidente en ciertas formas de la nueva liturgia. Con ello se colabora, sabiéndolo o no, pero con gusto, a la masificación. El mito de la comunidad, es sabido ha llevado a ver en ella la condición misma de la presencia eucarística, doctrina condenada recientemente por Pablo VI.



    Espiritualidad y acción


    Vinculada a estas tendencias socializantes del progresismo se halla su inclinación al activismo. Verdad es que la espiritualidad jansenista es “activa”. Contra ella reaccionó el quietismo. Pero el carácter activo de la espiritualidad jansenista se reduce a lo interior. El individualismo jansenista limita esta actividad al trabajo interior. El desconfía del "abandono" al estilo teresiano, ya lo hemos visto. A nada de esto nos referimos cuando ahora decimos que el progresismo es activista. El activismo progresista está volcado al exterior. No es subjetivo, y por eso decíamos que se vincula a sus tendencias socializantes. El progresismo vuelca la actividad hacia afuera. Al activismo interior del jansenismo opone el abandono, la distensión. Pero se lanza a las obras exteriores. Muchos de los problemas actuales con el llamado clero joven provienen de aquí. El moralismo secaba el espíritu de oración, la interioridad amorosa con Dios, alimento de toda actividad apostólica fecunda. Pero el progresismo sencillamente cree poder reemplazarla por la acción, por la acción social y política. Se llega de nuevo al mismo resultado por motivaciones opuestas, porque en el fondo, hay algo en común tras las aparentes contradicciones. Si fueran auténticos opuestos no cabrían estos pasajes y transferencias.

    El activismo progresista es también una reacción contra el olvido en que el jansenismo tenía a la omisión. Este olvido de la omisión era la faz pasiva del jansenismo, a la que aquél sale a combatir con las obras exteriores.

    En el terreno delas proyecciones sociales, si el jansenismo es fundamentalmente un cristianismo burgués, el progresismo dirige sus preferencias al proletariado. El progresismo ha señalado el olvido burgués, y jansenista, del espíritu de pobreza y sin embargo su proletarismo socialista no es sino una forma de odio a ese espíritu. Como suele suceder, se entremezclan en él oscuramente la compasión por los que no tienen con el resentimiento por los que tienen.

    El progresismo odia las virtudes burguesas. La seguridad, el ahorro, las "buenas formas", la respetabilidad. Entre ellas incluye a la "prudencia". A la innegable mezquindad de la prudencia burguesa se opone la generosidad y la "entrega", dejando de lado inadvertida la Prudencia virtud cardinal. Del cristianismo de cofradía se salta al agitador social, del católico bienpensante al compañero de ruta, de la acción católica sacristana y beata a la revolución, del clericalismo e la insolencia; en fin, de las "buenas manera," y del cristianismo de reglamento al romanticismo.

    El progresismo ha atacado, asimismo, la actitud negativa y defensiva del espíritu jansenista, que se achaca en general a la Iglesia de la Contrarreforma. El progresista, en cambia se dispone agresivamente a decir sí siempre y a todo. Todo será diálogo. De la Inquisición, pues, a la apertura. De la apologética al complejo de culpa. Es la Iglesia la que debe ahora hacerse perdonar. Pero, claro, de comenzar a pedir perdón por sus fallas históricas de gobierno, presuntas o efectivas, a hacerse disculpar por los dogmas hay un camino más corto y cuesta abajo de lo que muchos optimistas hubieran deseado. Así pronto de la crítica a Pío XII se pasa a la Contrarreforma y de allí, por qué no, a la crítica de la "Iglesia constantiniana", con lo que dos terceras partes de la vida histórica de la Iglesia se hacen, primero, sospechosas, para ser pronto puestas entre paréntesis. Y con ellas todo lo que somos como cultura y pueblo cristianos. Pero como en la actual coyuntura histórica es ese mismo ser el que se juega, el progresismo cobra pronto el rostro de la traición

    Jansenismo y progresismo frente a la mística


    En el plano de la vida espiritual señalaremos dos caracteres reactivos del progresismo particularmente importantes. A la moral puritana, formalista y esclava de la norma abstracta, el modernismo opone a impulsos de las filosofías de la existencia, la famosa. "moral en situación", condenada por Pío XII junto con otras proposiciones progresistas, particularmente en la olvidada Humani generis. La filosofía existencial suministró al progresismo cristiano algunos argumentos de buen impacto contra el racionalismo moralista del mundo puritano-burgués.

    Por otra parte, en el ámbito propiamente religioso se levanta la bandera de un misticismo más libre contra el ascetismo sin mística del mundo moderno El progresista imagina poder volar así, liberado de ejercicios ascéticos, en alas de un amor místico pura generosidad y olvido de sí mismo. El rígido cultivo de las virtudes el desbroce inacabable de los defectos, todo el aparato anexo de los exámenes de conciencia. la confesión meticulosa y frecuente, se le hacen insoportables. No es fácil establecer con claridad las relaciones que mantienen ascética y mística en estos dos mundos del cristianismo jansenista y en el historicista o progresista. Es fácil perderse en aparentes contradicciones. Para evitarlo el observador no debe olvidar ciertas claves. En primer lugar recordemos que el mundo moderno es naturalista, con la burguesía, al nivel humano y social; pero que junto a ese naturalismo coexiste, al nivel espiritual, con el jansenismo, una actitud sobrenaturalista. Entendamos esta aparente contradicción. El mundo moderno, tanto el burgués como el jansenista, escinde la realidad en dos ámbitos estancos. Ambos ven la realidad dividida, optando el burgués por el aquende y el jansenista por el más allá. Religión y vida no se intercomunican. El negocio del alma lo ven ambos como de índole absolutamente privada y al margen de la vida terrestre. Mundos estancos, sin encarnación. Es obvio que, siendo así, en la perspectiva burguesa no quepa la actitud mística. Lo que puede resultar un poco más arduo de entender es que difícilmente quepa también en la posición jansenista pese a su señalado sobrenaturalismo. Es así, no obstante, porque el moralismo jansenista, al centrar la vida religiosa en la ascética tiende a desvalorizar la mística. La primacía de la moral mediatiza la religión. Kierkegaard lo vio claramente: la instancia ética está más acá de la instancia religiosa. Burguesía y jansenismo coinciden en desvalorizar la mística. Y la coincidencia proviene del común origen racionalista de ambas mentalidades [2].

    La raíz racionalista



    De nuevo los extremos se tocan, unidos en el error. No hay, pues, verdadera contradicción. Si al nivel natural se es racionalista, se niega lo sobrenatural; si al nivel sobrenatural se es racionalista, se niega el misterio.
    Son dos formas de desvalorización vital por un pecado de razón. Desvalorización de alguna de las dos vidas de este ser anfibio que somos. El racionalismo es la poda, por arriba y por abajo, de las raíces dobles del hombre, planta celeste y terrena. El racionalismo llega las dos fuentes de nuestra vida, o de las tres si se quiere, porque son tres los órdenes ontológicos que confluyen en nosotros: el de la naturaleza dual en sí, espíritu y cuerpo; y el de !a sobrenaturaleza, como injertados que estamos en la vida divina.

    La desvitalización jansenista se produce por un desfazamiento de los órdenes natural v sobrenatural, en perjuicio de ambos a la larga, pero inicialmente del primero en presunto provecho del segundo. La reacción progresista gusta presentarse, por eso, a menudo, con ropaje vitalista. Pero es una falsa algarada, como los carnavales sin alegría de nuestras grandes ciudades. La enfermedad persiste, aunque haya entrado en otro ciclo evolutivo, así como suelen sucederse los períodos de excitación y abatimiento. La excitación vital del progresismo no sirve más que para engañar al enfermo respecto de su verdadero estado.

    La desvitalización jansenista se presentaba con la debilidad y el egoísmo de la depresión. El jansenismo, que es un egoísmo teológico de la propia salvación, constituye un movimiento de invaginación del ser. El progresismo quiere quemar las últimas energías con una explosión de activismo obteniendo así una falsa sensación de fuerza. El jansenista es el tipo de enfermo preocupado de sí. La motivación psicológica profunda de la teología jansenista, como lo fue de la luterana, es la preocupación centrada en el yo. Teología de la propia salvación en la que Dios cumple un papel casi instrumental. Dios se aleja como un punto impersonal de referencia. Sólo se distinguirá del Dios burgués (impersonal y abstracto también) en que ese punto carecerá ya de referencia.

    Todo esto trae, o es traído, por el individualismo egocéntrico moderno. La consecuencia obvia será la primacía de la praxis como actitud radical frente a la vida. El progresismo, que es todavía un fenómeno tributario de la modernidad, reaccionará mal contra el individualismo y persistirá en el pragmatismo. Frente al primero exalta un comunitarismo que recuerda a menudo más a la aglomeración masiva que a la unión interior de la comunicación personal. En otra parte intentamos mostrar siguiendo a Thibon y De Corte, que esta despersonalización así como los otros fenómenos señalados, tienen su raíz en una cierta pérdida de la tónica vital, propia del hombre racionalista moderno. Los vitalismos contemporáneos –el progresismo en tanto lo es– no han superado sino sólo reaccionando contra ciertos efectos de este proceso cuyo fin no vislumbramos.

    Que el progresismo no ha superado estos estados lo muestra, además de su esencial adhesión a la civilización moderna con la que quiere reconciliar a la Iglesia, a la permanencia del pragmatismo, es decir de la primacía de la praxis sobre lo especulativo. Fenómeno modernista, el progresismo no podía escapar al activismo. Su confianza en la eficacia de las obras exteriores, en la planificación de las técnicas apostólicas lo confirman, si hubiera necesidad de más pruebas que las que están ante la vista de todos los que quieren ver.

    ¿Cuántos de los sacerdotes que han abandonado últimamente su estado no alegan como disculpa justamente eso: la búsqueda de una situación que haga más “eficaz” su acción apostólica?

    Es verdad que en la espiritualidad que el progresismo llama “tradicional” y que en realidad es moderna, había un cierto egoísmo fundamental en la actitud. Es el individualismo. Hoy se los sacude airadamente pero no vaya a ser que se aventen con él cosas tales como la simple y sagrada interioridad. Es uno de los peligros de la nueva liturgia.

    El retraimiento “prudente” del jansenista espanta al progresismo. Rechaza y con buena parte de razón aunque a veces con muy malas razones, ese aburguesamiento del espíritu. Él ama el activismo de la entrega. Cierto regusto por las poses audaces, un escozor por todo lo reglado y la instintiva confusión del orden con lo limitado y lo mezquino. Es esa mezcla de generosidad e insensatez presuntuosa de ciertos movimientos jóvenes que agitan a la Iglesia. Los hallaréis en las nuevas fronteras del apostolado social, en la apertura intelectual al mundo, incluso en esos violados remansos de la liturgia. Paradójicamente y como en lo de nueva frontera el católico estará siempre retrasado, estos inconformistas pronto tal vez descubran que se están poniendo demasiado a tono con algo que deja de ser el último grito. Pronto descubrirán que sus aficiones izquierdistas no los hacen nada originales. No pasará mucho tiempo probablemente en que lo “último” vuelvan a ser las posiciones reaccionarias y de derecha. ¿Qué harán entonces?

    Conclusión


    Es hora de terminar ya con nuestro parangón. Para concluir repetiremos un pensamiento de Marcel de Corte que sintetiza y explica el paralelismo de claroscuros entre jansenismo y progresismo. Son, al fin, dos momentos de un mismo movimiento histórico. No hay antítesis y por eso no habrá síntesis posible como superación de ambos errores. La solución está en atacar lo que al unísono a ambos produce y alimenta: el espíritu moderno, el racionalismo.

    De Corte sostenía en su “Ensayo sobre el fin de nuestra civilización” que “la forma primitiva del cristianismo burgués es indudablemente el jansenismo”. Para él, todo el movimiento del espíritu moderno, en el que se subsumen jansenismo y burguesía, proviene de una ruptura existencial de las relaciones entre espíritu y vida; una desencarnación del hombre engendrada por el racionalismo. Éste es al mismo tiempo enemigo de la vida natural y de la sobrenatural, porque es una infidelidad del hombre a su esencia. Pero como el cristianismo se define como una relación “sui generis” entre la naturaleza humana y lo sobrenatural, cualquier alteración al nivel de la naturaleza repercutirá en la estructura de esa relación. El proceso moderno de resquebrajamiento de la unidad de la naturaleza humana, espíritu y vida, alterará el primer término de la relación cristiana entre naturaleza y sobrenatural. El cristiano moderno –afectado como hombre por aquella alteración– reaccionará primero, dice De Corte, con una desvalorización de su cristianismo correspondiente a la desvalorización de su ser. Tendremos así la forma burguesa del cristianismo contemporáneo. Pero también puede ocurrir que el cristiano se persuada que la transformación sufrida por él no es algo negativo, sino una nueva etapa de la historia del espíritu humano, y entonces surgirá la forma progresista o historicista del actual cristianismo.




    [1] A riesgo de deslizarnos a la anécdota, recordemos no obstante, cómo cuando ya aparecían las "bikinis" en las playas de todo el mundo, todavía las señoritas de Acción Católica (brazo largo de la Iglesia en ese mundo), tenían terminantemente prohibido andar sin medias en el verano y llevar las mangas a no recuerdo si dos, tres o cuatro centímetros por encima del codo. Y no aludimos a principios de siglo. A mediados más bien, al menos en nuestro país. "Nos hacían terrible hasta el uso de los más discretos cosméticos. Nos estaba prácticamente vedado el goce del agua y del sol en vacaciones. Nuestras oportunidades de frecuentar al otro sexo se pasaron en ese enclaustramiento. ¡Muchas les debernos en buena parte nuestras desesperanzadas solterías!", me decía con un aire de broma que no podía disimular el resentimiento una de ellas. Parecidos resentimientos los hemos hallado en sacerdotes y religiosos. Y no se deben sólo a un aflojamiento de las costumbres, que también lo hay, por cierto. Entre ex-seminaristas y ex-novicios son particularmente notorios. Lo grave es que ha venido el progresismo a lanzarlos a una lucha en la que se entremezclan factores emocionales y subjetivos, como los señalados, con planteamientos ideológicos que no tienen por qué ser los de ellos, una lucha que no es la de ellos, a no ser porque esos planteamientos reconocen también una motivación de resentimiento, como son ciertas reivindicaciones sociales de lucha de clases típicas del progresismo. La dialéctica ha sabido capitalizar tales resentimientos. En su indignación, que fácilmente se convierte en odio, se mezclan muchas cosas. Se comienza a veces arremetiendo contra el uso de ciertos hábitos eclesiásticos y se termina dudando de venerables costumbres ascéticas, como el celibato. Muchos de los que se dejan arrastrar por estas tesis no saben la ideología que el progresismo esconde tras ellas. Les parece muy agradable que un P. Evely, y tomo un ejemplo al azar, proponga renunciar a toda forma de mortificación y sacrificio "que no resulte en provecho de otro". Ni más ni menos que el renunciamiento que no esté destinado a satisfacer necesidades, no tiene sentido. Así, de un plumazo, es destruido el sentido sacrificial que siempre tuvieron desde Abel, las prácticas ascéticas (distintas y tan necesarias como la limosna, material o espiritual, con la que Evely viene a confundirlas). Lo que no se dice es que se lo hace porque la antigua concepción de la Divinidad y de nuestras relaciones con Ella, ha sido reemplazada por el inmanentismo mundanal del Teilhardismo.


    [2] Tal vez sea necesario insistir aquí en una cuestión importante que ofrece cierta dificultad. Es bien sabido que, en principio, todos los sobrenaturalismos desconfían de la razón y se les hacen sospechosas la sabiduría y la ciencia humanas. ¿Cómo, pues, afirmar que el jansenismo sea en el fondo un racionalismo religioso? Charles Moeller decía con razón que el gnosticismo, arquetipo de dualismo sobrenaturalista, maniqueo, que se repite o resuena en los moralismo modernos, es una tentación racionalista. Es la aspiración a sustraerse al misterio, a dejarlo todo claro o explicado por la humana razón. La renuncia a la razón de los sobrenaturalismos proviene del fracaso de una razón a la que se le exigió más de lo propio. Eso es, precisamente, el racionalismo: la pretensión de agotar el Ser con la inteligencia humana. Es el fracaso de esta pretensión racionalista la que, después, llevará al escepticismo y desvalorización de la inteligencia. Extrema tangunt, de nuevo. Así el irracionalismo, o el agnosticismo escéptico, suelen ser el refugio de una interna negativa de la propia razón a aceptar sus propios y humanos límites, a aceptar la realidad como misterio, sin rechazar por ello su esencial racionalidad. Siempre le es difícil al orgullo humano reconocer que el que la razón no alcance ciertas realidades y las que alcanza las alcance imperfectamente no constituye una prueba de la irracionalidad de lo real, ni tampoco de una constitutiva imposibilidad de acceso racional a él.

    Fuente: INFOCAÓTICA



    Erasmus, ReynoDeGranada y Pious dieron el Víctor.

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    Por Jorge Zamora E. en el foro Crisis de la Iglesia
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    Último mensaje: 05/11/2008, 18:40

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