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Jansenismo y progresismo (2)
LA MORAL DEL SEXTO MANDAMIENTO.
Conocemos los estragos de la "moral del sexto mandamiento". Qué mezquina y qué sucia a la vez ésa imagen de la moral cristiana. Sabemos de niños que han crecido en el convencimiento de que sus padres vivían en pecado por estar casados y adultos que miraban al matrimonio como un pecado permitido. Ciertas monjitas ahuyentaban las visitas de su exalumnos casadas y embarazadas "porque podían despertar malos pensamientos en las pupilas". Increíble que, almas rectas, pudieran distorsionar los sentimientos vitales más espontáneos: ¿Cómo podía dejar de serles conmovedor y admirable el espectáculo de la maternidad? El puritanismo se ciega a la visión pura de las cosas, a la visión de los limpios de corazón, únicos que pueden ver en todo a Dios. Desencarnar a Dios es realmente una tentación demoníaca.
Semejantes escrúpulos enturbian más que preservan la limpia visión de lo verdaderamente puro. El temor puritano al cuerpo constituye una perversión del pudor. Las repugnancias maniqueas frente a lo corporal atentan contra la visión cristiana de esta parte esencial del ser hombre. El cuerpo, destinado a una transfiguración gloriosa, está llamado por Dios a conquistar la plenitud de su presentida belleza.
Terminemos con el sexto mandamiento, ese coto cerrado del moralismo. Un buen amigo con el que conversábamos de estos temas, recordaba que uno de sus maestros religiosos, al hablar del sacrificio de San Luis Gonzaga de no mirar el rostro de su madre, lo interpretaba como "modestia", es decir, en vinculación con la virtud de la pureza. Singular anticipación edípica de Freud. En el prólogo al ensayo Sobre el amor humano de Thibon, el psicólogo español Miguel Siguan cuenta que "en un libro de moral popular bastante difundido en España a finales del siglo pasado, al hablar de las razones que los hijos oponen a los padres cuando éstos deciden sobre su matrimonio, se cita el "amor y niñerías parecidas". Romero Carranza señala que Lacordaire se refiere al matrimonio del ilustre vicentino Ozanam, como una "trampa que no supo evitar". Se cuenta que al leer esto Pío Nono exclamó: "No sabía que existieran seis sacramentos y una trampa".
EL PLACER, LA PUREZA Y EL PECADO.
Es inevitable que si se convierte la aspiración natural a la pureza en una obsesión patológica, consecuencia de presiones subconscientes (superyoicas en la terminología psicoanalítica), todo lo vinculado a la vida sexual se torna sospechoso o repugnante. El gozo sexual no sólo no es malo, sino que ha sido querido por el Creador; no es algo "permitido" a nuestra debilidad sino impuesto por la naturaleza. Así creó Dios al hombre adámico; fue el pecado lo que introdujo el desorden del apetito y el goce natural dejó de obedecer a la razón.
Pero no es la intensidad del placer, ni su carácter carnal lo que lo hacen malo, sino él descontrol de la concupiscencia. El puritanismo se presenta, pues, como una aspiración a una pureza angélica. Pero los ángeles no son más puros por ser inmateriales; entre ellos hay demonios.
Renegar de la materia es renegar del Verbo Encarnado. La dignidad de nuestra carne, alcanzada desde su Encarnación, es una dignidad superior a la angélica. Frente a una carne humana, la de la Virgen y la de Cristo, ángeles y arcángeles se postrarán eternamente.
La herejía puritana es una herejía metafísica, de ahí su perversidad. El que fue "homicida desdé el principio" sabe que no hay nada peor para el hombre que corromper su esencia humana: tentándola de ángel pierde divinizarse en Cristo. "El hombre, cuya naturaleza fue asumida por el mismo Dios en su hijo Jesucristo, constituye el punto medio de toda la creación. En él se unen en orgánica unidad, todas las categorías del ser del mundo: materia, plantas, animales, espíritu", dice J. Pieper en su precioso Catecismo del cristiano. Sólo faltaba Dios. Él lo quiso y todo quedó consumado en la unidad de Cristo.
LA TEOLOGÍA MORAL DEL DEMONIO
La teología moral del demonio suele ser puritana. Señalaba Thomas Merton que el demonio ha hecho muchos discípulos predicando contra el pecado. Su teología moral parte de un principio apenas susurrado: "todo pecado es placer". A continuación, como el placer es inevitable y tenemos tendencia natural a él, concluye convenciéndonos de que nuestras tendencias naturales son males —manes de Lutero—, que nuestra naturaleza es mala, en sí. Entonces somos ya sus presas: ¡nadie puede evitar el pecado puesto que el placer es inevitable!
Una natural rebelión gritará desde el fondo de nuestro corazón: "lo que es inevitable: no puede ser pecado". Sólo resta, ya, decidirse a echar por la borda el concepto de pecado y vivir prescindiendo de él. Ya no queda, continúa Merton, sino vivir para el placer, con lo cual este estado es peor que el primero, y de este modo placeres que son naturalmente buenos vuélvense malos por degradación y se desperdician vidas enteras en la infelicidad y la culpa.
El moralismo considera, pues, el placer, como malo o como "permitido". Descarta instintivamente la posibilidad de un placer naturalmente bueno. Ciertos placeres, se piensa; son permitidos en vista de nuestra debilidad, al modo como se permitieron la poligamia o el divorcio en el Antiguo Testamento, como una divina concesión. Hemos escuchado mil veces decir que si Dios ha puesto en el hombre el placer de la comida es para asegurar que nos alimentemos, lo mismo que el placer sexual asegura la perpetuación de la especie. Lo que no es falso, por cierto. El peligro está en que tales afirmaciones escondan una resistencia por lo general irreflexiva, a concebir el placer como un constitutivo intrínseco del acto natural. Se lo reduce a un sobreañadido, impuesto por nuestra malicia. A tal mentalidad le repugna que el placer sea en sí algo bueno y que el dolor, en cambio, constituye un mal, secuela del pecado y contrario al orden de la naturaleza tal como la creó Dios. Si el dolor, después, transformado misteriosamente por Cristo, sacado de su inmanencia de puro castigo, fue convertido en vehículo de gracia y medio de glorificación, tal cosa pertenece a un orden nuevo surgido para nuestra salvación, y es un milagro del amor divino que corrige el mal con mayor bien. Por cierto que es necesaria la pasión para alcanzar la resurrección, hasta que la parusía cree otro orden de nuevos cielos y nueva tierra. La reacción contra el jansenismo nos lo ha hecho olvidar. Es, sí, necesario completar la pasión de Cristo, y no hay posibilidad de restaurar el orden de la naturaleza sin violencia: El desorden de la concupiscencia sólo conoce un remedio, la penitencia. El progresismo ha disminuido a tal punto estas verdades que hizo de la penitencia sólo "metanoia" (conversión), sin darse cuenta que no hay conversión sin mortificación. No hay mística sin ascética. No hay siquiera vida humana sin ascética.
Si ahora, superada la ola progresista, volvemos a descubrir estas verdades, evitemos caer de nuevo en la tentación jansenista. La renuncia al placer, es decir, el sacrificio en general, tiene sentido como ejercicio ascético para lograr el dominio de nuestros impulsos, sean sensibles (animales) o intelectuales (¡la vanidad y el orgullo no son menos pecado de la carne que dél espíritu!), y sobre todo tiene sentido sacrificial, como aquello que se ofrenda a Dios en reconocimiento de su dominio. Aún hay un tercer sentido, más alto, si cabe, el de participación en el Cuerpo Místico de Cristo, de Cristo crucificado.
MORALISMO Y PSICOLOGÍA
El temor obsesivo al placer es típicamente moralista. La psicología habla de mecanismos mentales tales como la necesidad de autopunición. En ciertas neurosis el sujeto suprime lo que le complace por una oscura necesidad de penitencia; esto permite una descarga de la tensión que causan las exigencias del "super-yo". Es fácil sospechar una relación entre tales mecanismos y la manera moralista de considerar el placer, y vincularlos a la "tendencia a la postración ante lo terrible", que observaba Belloc. Hay una natural y sana inclinación del alma a la purificación por el dolor, al arrepentimiento y la reparación de las culpas, tendencia que puede desordenarse.
Psicológicamente, el moralismo parte de, o desemboca en, un desconocimiento de la naturaleza humana. Violenta los procesos psicológicos en nombre de la moral, sin reparar en que ésta se verá arrastrada por la quiebra de aquéllos. Una normal conciencia psicológica es condición indispensable para una recta conciencia moral. No se trata de suprimir toda tensión en el hombre, todo combate. Pero se necesita un mínimo de equilibrio y armonía para cualquier empresa espiritual. El moralismo está siempre dispuesto a sacrificarlos por el afán de asegurar la perfección moral, pensada angélicamente. Esta inaceptación del riesgo lleva a exceder la tensión de las cuerdas psicológicas y así, por prurito de seguridad, se introduce un peligro nuevo, dablemente grave. Es bien sabido que los escrúpulos son fuente de lo que con ellos se quiere evitar. Estos estados forman constelaciones de imágenes fijas, colocando al sujeto en una actitud de obsesiva expectación y aun de malicia, encandilado como está en prevenir "las tentaciones". ¿No es bien conocida esa triste escrupulosidad maliciosa de ciertas personas pías?
La opresión interior provocada por los escrúpulos desata defensas de compensación o desahogo, incluso de revancha, más o menos inconscientes. Lo paradójico es que, a menudo, estos estados del alma se originan en torno al problema de la pureza, y es sabido que la tensión psíquica suele hallar escapes precisamente por vía sexual. De allí, esas imprevisibles explosiones de lujuria en personas de cuya piedad resultaba imposible dudar. Los angelismos exacerban a la bestia y los apetitos suelen disfrazarse de espiritualidad.
Thibon, que tan agudamente ha visto estas cosas, en su "Crise moderne de l´amour" recuerda el estupendo mito de que se vale Platón en el "Timeo" para expresar las relaciones entre sexo y espíritu. La simiente sobrenatural, es decir, la facultad que nos hace capaz de acceder a lo eterno, existe en nosotros a la manera, de un ser viviente. Este ser es, como nosotros, compuesto dé cuerpo y alma; su cuerpo gira en el cerebro a la manera de un astro: sigue estrechamente el ritmo de las revoluciones celestes, ese movimiento cíclico que, el único aquí abajo, reproduce la inmovilidad de lo eterno, y respira por los orificios del cráneo. Mas si a causa de la fuerza de la inercia y de la materialidad de los pensamientos, el movimiento de rotación del cerebro no lo arrastra más, cae en la columna vertebral y allí la necesidad de respirar lo empuja a los órganos sexuales de donde quiere salir para vivir. Pero no puede hacerlo más que por la emisión del semen en el hombre y el parto en la mujer. Así, la perpetuidad remeda lo eterno: lo sexual es lo espiritual degradado. Antes de Freud, Platón había notado este carácter anárquico de la sexualidad en relación a la persona espiritual. Thibon señala a continuación que "todo lo que hay de verdadero en Freud sobre la represión de la libido y etiología de las neurosis (...) está ya contenido en germen en Platón, con la diferencia de que Platón explica el fenómeno sexual partiendo del espíritu, mientras que Freud tiende sin cesar a explicar las cosas del espíritu a partir del sexo". La misma diferencia de interpretación se encuentra a propósito de los fenómenos llamados de sublimación. Pero lo innegable es que la relación existe.
El hombre, pues, ni ángel ni bestia. Tampoco un ángel unido a una bestia. Las relaciones entre cuerpo y alma son las de dos partes de un solo ser, no las de dos seres. Las relaciones entre espíritu sexo son tan íntimas y estrechas como las que puedan tener dos porciones de algo que soy yo mismo. "Yo mismo" es mi ser cuerpo y mi ser espíritu, y mi "yo" fundamental los asume.
Nuestra animalidad es racional y nuestra razón carnal. Nuestra sexualidad está traspasada de espíritu. Por eso puede corromperse. Y él espíritu degradarse. A la bestia y al ángel no les puede pasar nada de todo esto. El pobre Joseph, de Moira, de Julien Green, siente estallar en pedazos su superestructinra espiritual puritana por la fuerza de lo qué su carne desea y él odia. Su cuerpo salta vorazmente, por debilidad, sobre la carne ansiada, y su espíritu destruye con la misma fuerza, por odio, lo que lo degrada. El ángel que se le enseñó a querer ser, prefiere el infierno a la humillación de la carne.
No acepta la condición humana. Por eso, después del pecado, Joseph mata con la misma desesperada ansia el cuerpo que recién poseyera, i : .
El odio de Joseph fue más fuerte que el deseo, porque el pecado del espíritu es más terrible que el pecado de la carne. Por los pecados del espíritu se entra al mundo sin esperanza de lo que el mismo Dios misericordioso no puede perdonar. [Nota del autor: “No obstante, no nos engañemos: en el hombre no hay pecados puros, del espíritu y de la carne. Lo que sí, las proporciones pueden ser muy desiguales. Que no confíe, pues,: en la debilidad, de su come el pecador carnal para conseguir misericordia; porque esa presunción es ya pecado, del espíritu.”]. La intuición de otro artista, el autor de Los cipreses creen en Dios ha captado certeramente el peligroso juego que se entabla entre el espíritu y la vida. El desenlace de las penurias de un muchacho en un seminario español de ambiente puritano, es una caída sexual. De nuevo la trágica paradoja: tal vez esa pureza se hubiera preservado de no haber sido ahogada por una sobrecarga de tensiones moralistas.
El huracán de la carne suele desencadenarse justamente en los momentos de tensión espiritual. Como en las famosas tentaciones de San Antonio. A la carne, enemigo del alma, es mejor no presentarle combate de frente; con ella más vale la habilidad que la fuerza. El moralismo, tanto es su miedo, desearía tenerla aherrojada y en tal afán encontraron muchas almas su perdición.
ESPÍRITU Y VIDA
El hombre, ese magnum miraculum, reúne el prodigio de una confluencia cósmica: espíritu y vida. En la delicadísima trama de ese encuentro, el pecado introdujo el conflicto. La corrupción de algo tan óptimo, fue pésima. La delicada estructura de este alarde creador resultó herida para siempre, y sus relaciones se hicieron de una dificultad insuperable. Pero ese mismo conflicto, ese desgarramiento, por la bondad de Aquel que sabe sacar bien del mal, se convierte en posibilidad y medio de salvación. El conflicto del espíritu y la carne que proviene de la debilidad de uno y de otro y no del hecho de una unión entre el espíritu y la carne, se transforma así en el potente trampolín de la elevación del hombre. Pero, como advierte Thibon, puede también desembocar en la ruina común si se lo lleva más allá de ciertos límites o si se lo erige en absoluto, como hacen el maniqueísmo y en general los dualismos moralistas. Thibon utiliza una imagen sugestiva. El espíritu del hombre se cierne sobre las aguas de su vitalidad; si éstas se desbordan, el esquife del espíritu corre el riesgo de ser arrastrado y roto y este peligro justifica las prácticas ascéticas, cuyo objeto no es otro, en sí, que hacer navegables al espíritu las aguas de la vida. Ascetismo es, pues, la conducción rigurosa de lo sensible por lo espiritual.
No hay vida realmente humana sin ascetismo. Pero —nos advierte Thibon— una cosa es encauzar un río y otra secarlo. El ascetismo que se erige en fin de sí mismo y adopta las formas de odio a la vida, "trabaja a la par por el agotamiento del espíritu". "Muy alta, el agua lleva a la barca al naufragio, la encalla en la arena".
Pero no termina ahí. Esta guerra puede alcanzar complejidades infinitas, "Todavía hay algo peor que esta opresión y mecanización de la vida por el espíritu, engendradora por rebote del formalismo de éste: la falsificación de los valores espirituales y la contaminación del espíritu por las energías vitales reprimidas". Las morales, las costumbres o los ideales "que niegan a la carne y al yo individual sus derechos legítimos, no solamente agotan la vida, sino que la pervierten". "Tras de la podredumbre de un Rousseau está la inhumana rigidez de un Calvino".
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