Fuente: France Catholique, 21 – 04 – 1972
Visto en: Iglesia-Mundo, Nº 62, 8 de Diciembre de 1973, páginas 25 – 28.
SI LA SAL SE VUELVE INSÍPIDA…
Por Dietrich von Hildebrand
El gran peligro que amenaza hoy a los católicos y a una amplia parte de la jerarquía, es el deseo de conciliar cosas que son inconciliables.
No me refiero aquí a los que se ha dado en llamar progresistas, a los que ya no quieren reconocer los dogmas, a los que niegan la Resurrección de Cristo como hecho histórico. En una palabra, a todos aquellos que determinan el objeto de su fe a través de la ciencia y de las interpretaciones que de la ciencia hacen, y no ya siguiendo la doctrina tradicional de la Iglesia y del Evangelio. No me refiero a esos. Pienso en aquellos que desean seguir siendo fieles al depósito de la fe católica, en los que profesando el Credo del Papa Pablo VI aceptan al mismo tiempo el mito del hombre moderno.
Algunos, en efecto, no se dan cuenta de que declarando: «Debemos abandonar el ghetto católico y adoptar una actitud más positiva en relación al mundo», abren la puerta al diablo, que les conduce a no ver ya el contraste, irreconciliable y sin fin, entre el espíritu del Cristo y el espíritu del mundo.
Podrían señalarse bastantes casos en los que pasa inadvertida la incompatibilidad de muchas teorías modernas –que, por lo demás, no son tan nuevas como piensan sus adeptos; bastaría hacer un rápido examen de la historia de la Iglesia– con la doctrina de la Iglesia.
El mito del hombre moderno
La primera tesis que impresiona, de manera funesta, a tantos católicos es la afirmación de que el hombre ha cambiado tan radicalmente en el curso de este siglo, que se le debe presentar la Revelación de Cristo en una formulación diversa de la que la Iglesia ha empleado durante dos mil años. Por ingenuidad, no se advierte que esta tesis es completamente arbitraria y que el hecho afirmado en ella ni es evidente ni puede fundamentarse científicamente. El mito del hombre moderno alberga numerosos equívocos y lo que afirma puede tener las más diversas significaciones.
Cuando se piensa sólo en los cambios de las situaciones exteriores de la vida nacidos del enorme desarrollo de la técnica, lo único que se hace es subrayar un hecho indudable. Pero no es tan evidente la influencia ejercida por ese cambio exterior sobre el ser del hombre, sobre las fuentes de su felicidad, sobre el sentido de su vida y sobre su situación metafísica. Sólo un cambio del hombre en esas dimensiones profundas tiene alguna relación con el lenguaje con el que la Iglesia, a través de los siglos, ha anunciado a la Humanidad El mensaje de Cristo.
Un modesto conocimiento de la historia y una mirada sin prejuicios a los acontecimientos humanos deberían persuadir de que hablar del hombre moderno como distinto radicalmente del hombre de todas las épocas anteriores, es una pura invención; o, mejor, de que es, exactamente, un mito. De esto he hablado con detenimiento, en mi libro El Caballo de Troya.
Si con la expresión hombre moderno se quiere sólo decir que numerosas cuestiones son hoy día examinadas con una mentalidad radicalmente nueva, en un clima espiritual completamente transformado, no hemos salido tampoco del mito. Si admitimos que la época actual se caracteriza por la gran difusión de determinadas corrientes de pensamiento o culturales, no deja de ser una generalización gratuita hablar –atendiendo a eso– de hombre moderno. Hay muchas personas hoy que no están formadas en esa mentalidad, y así ha ocurrido también en tiempos pasados. El hombre moderno no existe; existen sólo tendencias ideológicas ampliamente difundidas.
En las diversas épocas, encontramos, naturalmente, cambios relativos a las circunstancias exteriores de la vida, y esos cambios tienen un aspecto claramente identificable que nos permiten hablar de un espíritu del tiempo. Por eso está justificado, por ejemplo, hablar de un hombre de la Edad Media, distinguiéndolo del hombre del Renacimiento. Está justificado también subrayar, por ejemplo, que Dante era un hombre de la Edad Media, mientras que Petrarca –aunque sólo 39 años más joven que Dante– era ya un hombre del Renacimiento. Está claro que no se trata, en esa diferencia, de un cambio radical, de un cambio de la naturaleza humana.
Pero cuando se hace del espíritu del tiempo un ídolo ideológico –dicho de otro modo: cuando se considera que una ideología dominante, el racionalismo, el materialismo, el empirismo, es un estadio natural y necesario del desarrollo del espíritu del mundo–, entonces se sucumbe en un segundo error: no sólo se vive en una ilusión, sino que se adopta una actitud que es absolutamente incompatible con la Revelación cristiana. Es decir, en lugar de Dios se coloca un espíritu del mundo hegeliano y se piensa que la adaptación a un estadio determinado de la evolución es para nosotros la regla decisiva que reemplaza lo que nos ha sido revelado en el Antiguo y en el Nuevo Testamento como lo verdadero, bueno y agradable a Dios.
Cuando se hace de la historia la fuente de la revelación –en lugar del Evangelio y de la doctrina tradicional de la Iglesia– y, en consecuencia, se pretende adaptar el contenido del depósito de la fe católica a cada uno de los pretendidos estadios del desarrollo, uno no puede llamarse, de verdad, católico ni cristiano. Eso es apostasía pura y simple.
El contenido y la forma
Es importante comprender que incluso la tesis de que se debe adaptar a cada época la forma en la cual es presentado el depósito de la fe católica –aunque no se cambie el contenido– constituye un gran error. En primer lugar, la separación de forma y contenido es algo muy discutible. Hay, en efecto, un ligamen íntimo y profundo entre el contenido y la forma. Una verdad religiosa exige una forma adecuada. Esto vale especialmente para la liturgia.
Prescindiendo de esta verdad general concerniente al ligamen entre el contenido y la forma, se debe plantear desde el principio, por ejemplo, en el caso del dogma, la diferencia entre simple formulación y contenido. Admitiendo, como hipótesis, que una sola e idéntica verdad pueda, en principio, ser formulada en modos diferentes, ¿no existe acaso el peligro de que procediendo a una nueva formulación se deje que se infiltre al mismo tiempo una falsificación de la verdad?
Este peligro es tanto más grande cuanto más misteriosa y más rica sea la verdad en cuestión. Muchos herejes, para introducir su falsa doctrina, han recurrido a lo que, en apariencia, no era sino una nueva formulación dogmática. Los nuevos catecismos –las diversas fórmulas para los niños de Estados Unidos, el catecismo francés y el catecismo holandés, mucho más refinado– son un ejemplo patente del modo con que se puede falsificar radicalmente el contenido de la Revelación divina por el sistema de reclamar una formulación comprensible para nuestros tiempos.
Separar el contenido de la forma es, en general, una empresa muy dudosa porque, a fin de cuentas, la forma debe reunir determinadas exigencias que derivan del contenido. La atmósfera del lenguaje con que se expresa una cosa puede corresponder al espíritu del contenido o puede oponerse a él. Incluso si desde el punto de vista puramente lógico el contenido sigue siendo el mismo, puede quedar falseado por un estilo totalmente contrario al espíritu del contenido. La traducción de los textos de la liturgia de la Santa Misa –sobre todo los de las lecturas y los pasajes del Evangelio– en un nuevo lenguaje con la intención de hacerlos más vivos y adaptados a nuestro tiempo, han conducido indudablemente a falsear la atmósfera y, de ahí, indirectamente, el espíritu del contenido. Esto, por desgracia, se puede comprobar en los últimos cuatro años.
La naturaleza de la Pastoral
La exigencia de expresarse con un nuevo lenguaje es especialmente destacada por algunos grupos en el campo de la liturgia, aduciendo necesidades pastorales. Lo importante, para ellos, es que la realidad que se expresa sea mejor comprendida y asimilada por el hombre moderno; la verdadera caridad debe acordar al punto de vista pastoral el lugar más destacado…
El modo con que hoy se hace que predomine el aspecto pastoral desconoce, con frecuencia, la naturaleza de la verdadera pastoral. Se oye a veces decir: «Debemos organizar la liturgia para atraer un gran número de jóvenes, para que así aumente el número de practicantes». Pero la cuestión decisiva es aquí la siguiente ¿qué quiere decir atraer? El hombre vive en varias esferas, unas más superficiales y otras más profundas; hay muchas superficies de receptividad: unas son legítimas, y otras ilegítimas. Un buen cómico se dirige a una esfera legítima, pero superficial; un artista genial atrae al hombre que tiene sentido de la belleza, no sólo de un modo legítimo, sino también profundo.
La literatura pornográfica atrae a una esfera ilegítima, impura, nutrida de simple concupiscencia y de vulgar sensualidad. Con más inocencia, una música trivial y sentimental atrae también.
El desconocimiento de la verdadera naturaleza del aspecto pastoral va acompañado de la preponderancia de lo pastoral con relación a lo dogmático. Si debemos pensar que toda alteración de la Revelación de Cristo, escudada en motivos pastorales, es una ofensa a Dios, hemos de pensar también que la pastoral pierde su sentido y su justificación cuando se la coloca más alto que la verdad divina de la Revelación. El objetivo de cualquier pastoral es, en efecto, que cada alma llegue a un encuentro real con Cristo, y que se llene de la fe en la Verdad divina inalterada; que reciba la vida sobrenatural por los Sacramentos y que se santifique por la imitación auténtica de Cristo. Cualquier compromiso por razones pastorales en la transmisión de la Verdad divina imposibilita conseguir el objetivo al que debe tender la pastoral; de ese modo la pastoral pierde su sentido.
Al primado funesto de lo pastoral mal entendido está ligado el desinterés en relación a la Verdad Divina y el olvido de nuestro primer deber hacia Dios: darle Gloria. La salvación se convierte en el único tema –como ya reprochaba Kierkegaard a Lutero– y la glorificación de Dios –que es el sentido y la razón de nuestra existencia y lo que objetivamente interesa antes que nada– se encuentra relegada a un segundo plano. ¿Acaso no ha declarado expresamente la Iglesia que el fin último primordial del hombre es la asimilación –similitudo– con Dios y que la beatitud –beatitudo– es el fin último secundario?
¿Futuro o eternidad?
Pero más grave aún es el hecho de que la misma salvación y, con ella, la eternidad, se encuentra relegada al último lugar, en provecho del progreso de la humanidad sobre la tierra. La gran catástrofe de nuestro tiempo es lo que en inglés se llama this worldliness. Se pone todo el acento –si no teóricamente, sí de hecho– en mejorar el mundo, en la extinción de la miseria, de las guerras, de las oposiciones sociales, etc. Se habla más de eso que de la santificación personal del alma, que es, sin embargo la primera exigencia de Cristo. En lugar de la eternidad se instala el futuro. Hay más preocupación por la fabricación de un paraíso terrestre que por la glorificación de Dios a través de la santificación de cada uno de nosotros. Se desconoce el carácter de la vida sobre la tierra, que es un estado de camino. Es lo contrario de la visión verdaderamente cristiana que expresaba el gran cardenal Newman con estas palabras: «San Pablo ha hecho más que todos los apóstoles juntos. ¿Por qué? No para civilizar al mundo, ni para sanear la sociedad, ni para facilitar el gobierno civil, ni para difundir el saber en el extranjero, ni para cultivar la razón, ni en vista de una finalidad de este mundo. Tampoco para transformar el mundo en un paraíso, sino para traer un paraíso a la tierra. Este ha sido el verdadero triunfo del Evangelio: ha hecho, de hombres, santos».
Desplazar el acento de lo sobrenatural a lo natural, de la santificación del hombre a un mesianismo terrestre, es raíz de otros muchos graves errores. Vemos así que la moral se concentra enteramente en nuestro comportamiento con el prójimo, olvidando que toda moral se juega entre Dios y el hombre. No sólo muchas actitudes moralmente buenas o malas son respuestas directas a Dios –la humildad, el orgullo–, sino que toda falta en relación al prójimo es, en cuanto pecado, ofensa a Dios. El mal que nosotros causamos a un hombre puede éste perdonarlo, pero la falta moral que eso implica, sólo Dios puede perdonarla. Si la perspectiva es sólo humana, lo fundamental de la moral desaparece, se disuelve su trascendencia más allá del simple nivel terrestre, como ya había visto Sócrates.
El amor a Dios no se reduce al amor al prójimo
En consonancia con el aburguesamiento de la moral y con su reducción a relaciones interhumanas, está la identificación del amor de Dios con el amor al prójimo.
Se oye con frecuencia decir que nuestro amor al prójimo es el único signo de nuestro amor a Dios. El hecho de que el amor al prójimo sea un signo esencial del verdadero amor a Dios y de la imitación de Cristo, no significa en absoluto que sea el único signo del amor a Cristo, y por Él, a Dios. La humildad –inculcada con insistencia en el Evangelio– es, como ya hemos dicho, una respuesta directa a Dios. El primer pecado de Lucifer ha sido el «non serviam»; pero incluso haciendo abstracción de eso, es preciso decir que nuestro amor por Dios se actualiza en la suprema adoración contemplativa. Basta pensar en santos como Francisco de Asís, Catalina de Siena, Teresa de Avila, para comprobar hasta que punto es absurdo pretender que nuestro amor a Dios se manifiesta exclusivamente en el amor al prójimo.
Pero se va más lejos: se sostiene que amor a Cristo y amor al prójimo se identifican. Se olvida así que el amor a Cristo y a Dios es un amor de adoración, una respuesta a su santidad infinita, mientras que el amor al prójimo no puede ni debe llevar consigo ninguna adoración. La adoración al prójimo sería un grave pecado, idolatría. El amor al prójimo es, más bien, un amor de amistad o compasión, que presupone por sí mismo el amor a Dios.
Tomado en su verdadera dimensión, el amor al prójimo es inseparable del amor a Cristo, Dios y hombre, Epifanía de Dios; y sólo de este amor puede nacer. Su medida y su profundidad dependen totalmente de la medida y profundidad del amor a Cristo. Sólo en el amor de lo infinitamente santo puede desarrollarse en nuestra alma el amor privilegiado y santo que hemos recibido, como don, en el Bautismo. Sólo en la comunión de Yo y Tú con Jesús pueden abrirse plenamente nuestros corazones y hacer que nazca en nuestra alma esta santa bondad en la cual el prójimo será acogido, rodeado. Esto implica que cada persona ha de ser considerada como una imagen de Dios. Su valor no se pierde: continúa en vigor hasta el último suspiro, hasta su última decisión por o contra Dios, sea esa persona lo que sea, haya hecho lo que haya hecho de su ser, tenga o no aspectos perversos o repugnantes. Por eso, el amor al prójimo no debe aplicarse sólo a determinadas personas, sino a todas –aunque este amor adopte naturalmente un carácter diferente según las diferencias de cada una–; y esto mientras viva, mientras no se haya separado definitivamente de Dios.
Amor al prójimo y comunidad humana
Otro error es la confusión entre el amor al prójimo y comunidad religiosa. En efecto, la caridad con el prójimo se extiende también a aquéllos con los que no tenemos ni el derecho ni el deber de entrar en comunidad, entendiendo ese término de comunidad en sentido estricto. Si entendemos de ese modo comunidad –comunicación, relacionarse establemente, formar una unidad–, hay que concluir que eso, en determinados casos, no es sólo imposible, sino que es un mal. Yo no puedo ni debo tener comunidad con los malos. No tengo derecho a comportarme como si su desviación moral no tuviese importancia; no puedo pasar por encima de eso y entrar en una comunidad personal con él, como puedo y debo hacerlo con otros. Hablando de malos no pienso, evidentemente, en el pecador. Eso sería un increíble fariseísmo: querer alejarse del pecador sería hacer lo contrario de lo que ha hecho Cristo. El malo al que me refiero aquí no es el débil que cae, el publicano, la mujer adúltera; es el enemigo declarado de Dios, el que odia a Dios y se dedica a envenenar las almas de los demás. También a éste se extiende la caridad, pero no tenemos derecho a entrar en comunidad con él. Esto se expresa claramente cuando el gran Apóstol de la caridad nos dice: «Si un herético viene a nosotros, hemos de abstenernos incluso de saludarlo» (2 Juan 10,11).
La comunidad en la que nos alegramos de estar con alguien, o aquella otra en la que nos sentimos simplemente relacionados con otro de una forma más general –intercambio de ideas, diálogo…– no ha de extenderse al malo, al enemigo de Dios. No debemos actuar como si su posición y su actuación –que hacen de él un instrumento de Satanás– no tuvieran la menor importancia para nosotros. Algunos, piensan, sin embargo, que comportarse de ese modo –no darle importancia– es un signo privilegiado de su ausencia de prejuicios; imaginan así que son tolerantes, aprecian su propia bondad, se vanaglorian de haber superado las oposiciones.
Es preciso hacer otra distinción. La comunidad de la que hablamos aquí abarca algo que va desde la conciencia profunda de estar relacionados, pasando por la simple colaboración, hasta el amable comer juntos. Este tipo de comunidad implica que yo supero esa separación: la que, en el caso del malo, arranca de su enemistad con Dios. Implica que yo ignoro ese abismo, que trato al otro como si fuera un buen hijo de Dios y no ya ese malo del que dice San Pablo que no le debemos tolerar en nuestra comunidad religiosa.
Las cosas son muy diversas cuando alguien se acerca al malo, con la esperanza de conducirlo a Dios. El contacto que entonces se intenta para cumplir ese acto eminente de amor al prójimo, no reviste el carácter de aceptación del otro en una comunidad que quiera ignorar que él es enemigo de Dios o pase olímpicamente por encima de ese hecho. Al contrario: el motivo del contacto con un hombre así es precisamente el profundo dolor que se experimenta ante su enemistad con Dios, el deseo ardiente, que se origina en la caridad, de conducir a ese hombre, con la ayuda de Dios, a la conversión. En este caso no se pasa por alto el hecho de la aversión a Dios y a la verdad; se trata de hacer del enemigo de Dios, un servidor de Dios. Este contacto está motivado por el celo de la gloria de Dios, por el amor a Dios y al prójimo. La comunidad que no tenemos ni el derecho ni el permiso de establecer con él es, al contrario, esa pseudo-magnanimidad a expensas de los intereses de Dios. Es lo opuesto a la caridad, indiferencia profunda hacia la salvación eterna del prójimo. Estamos aquí en presencia de una especie de honradez burguesa: se trata simplemente de malearse juntamente con el otro. Y para esto se cita –horribile dictu– la palabra de Cristo: Ut sint unum.
Hemos visto que el amor al prójimo –a diferencia de la comunidad con él– debe extenderse a cada ser humano, también a los enemigos de Dios. Un amor así presupone en nuestra alma mucho más que el consentimiento de establecer una comunidad con él. Sólo es posible como fruto de un amor ardiente a Cristo, de una comunidad personal de Tú y Yo con Cristo, que llena nuestros corazones de su amor santo. Pero no presupone nada en el prójimo al que va nuestro amor. Estar en comunidad con alguno presupone mucho menos en nosotros, pero mucho más en la persona con la que nos relacionamos: cuanto más profunda y más íntima es la comunidad, más dignidad presupone en la persona con la que establecemos esa comunidad.
La unidad no está por encima de la verdad
Una tendencia muy extendida es la que pone la comunidad por encima de la verdad; eso lleva a considerar la unidad más importante que la verdad y a temer más el cisma que la invasión del error y de la herejía en la Iglesia. Considerando esencial la paz de los creyentes, si verdaderos discípulos de Cristo alzan la voz, para defender el depósito de la fe católica contra las falacias de nuevas interpretaciones que despojan de su contenido sobrenatural el mensaje del Verbo encarnado, son considerados por muchos prelados como perturbadores incómodos.
Poner la unidad por encima de la verdad es un erro de raíz. Por lo demás, una unidad real y verdaderamente humana no puede encontrarse sino en la verdad. Toda comunidad presupone un bien común que hace la unidad. Sólo cuando ese bien tiene un valor auténtico –y no ilusorio o incluso un antivalor– puede nacer una verdadera unidad, una concordia que es también un valor. Aristóteles lo había visto claramente en su capítulo sobre la amistad –libro VII y IX de la Ética a Nicómaco–. La unidad fundada sobre la enemistad con Dios no es una unidad verdadera. No unifica verdaderamente el corazón: lo unifica tan poco como la unidad que existe entre los miembros de una banda de criminales. El valor de la unidad está indisolublemente ligado al valor del bien que unifica.
Toda unidad verdadera presupone, como acabamos de decir, que el bien unificador sea un bien de verdad y no una ilusión o un pseudo-bien, y mucho menos el ídolo mentiroso de un valor negativo. El P. Werenfried Van Straaten afirma con razón: «Todos se preocupan por la unidad; pero muchos prefieren la unidad a la verdad y olvidan que la verdadera unidad no puede ser obtenida sino en la verdad. La oración de Jesús: «Que todos sean una sola cosa», implica que los hombres sea uno con Él; por eso esas palabras no pueden separarse de estas otras: «El que no entra por la puerta en el rebaño, ése es un ladrón y un salteador… Yo soy la puerta»».
Toda unidad entre creyentes, si se obtiene a expensas de la verdad, no es sólo una pseudo-unidad; en su esencia más profunda es una traición a Dios. Se coloca la fraternidad social, el vivir bien juntos y el no molestar a nadie por encima de la fidelidad a Dios. Esa es precisamente la actitud contraria a la de todos los grandes adversarios del arrianismo: de un San Atanasio, de un San Hilario de Poitiers.
Nadie, como Pascal, ha desenmascarado tan clara y profundamente el falso irenismo que pone la unidad por encima de la verdad. Escribe: «¿No se ve con claridad que, como es un crimen perturbar la paz cuando reina la verdad, también lo es permanecer en paz cuando se destruye la verdad? Hay, pues, un tiempo en el que la paz es justa y otro en el que es injusta. Está escrito que “Hay tiempo de paz y tiempo de guerra”: es el interés de la verdad el que los discierne. Pero no hay tiempo de verdad y tiempo de error; está escrito, al contrario, que “la verdad de Dios permanece eternamente”… Por eso Jesucristo, que dice que ha venido a traer la paz, dice también que ha venido a traer la guerra; pero no dice que ha venido a traer la verdad y la mentira. La verdad es, por tanto, la primera regla y el último fin de todas las cosas» (Pensées, 949).
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