Revista FUERZA NUEVA, nº 145, 18-Oct-1969
MONARQUÍA, RÉGIMEN, INSTITUCIÓN Y LEY NATURAL
Con frecuencia se nos habla de la Monarquía como régimen y como institución, pero raras veces se nos dice que es también Ley natural, y posiblemente las muchas nieblas que enturbian los pensamientos políticos de hoy sean debidas a esto.
Cuando una comunidad se reúne para hacer algo en común, aunque ese algo sea diáfano y nítido, de todos sentido, pronto aparecen discrepancias cuando se trata del “cómo” hacerlo, pues es ley natural que la diversidad de personalidades dé pie a la diversidad de opiniones. Entonces aparece la urgente necesidad de unificar los criterios para la acción y en este punto es cuando las comunidades erigen un mando único, una monarquía, cuya misión fundamental es decidir, entre los muchos caminos que llevan a Roma, aquel por el cual la comunidad marchará unida, evitando que, dispersándose por diversas sendas, la comunidad deje de serlo.
Todas las comunidades conocidas recurren a esto (incluso las animales): Que entre los hombres haya diversos nombres para designar al monarca, nada quita al hecho básico de esta monarquía elemental con “mando de uno” como pieza de base para la acción común, o sea, para la vida social. Tan monarca es si se llama Presidente, Duce, Dictador, Emperador o Rey, como si, en comunidades menores, se llama Superior, Director, etc. El hecho de la necesidad del “mando de uno” es el hecho monárquico por excelencia, es el sustantivo; luego vendrán los adjetivos que lo modifican diversamente, sea por significar un modo elección, como una determinada forma de institucionalizar el mando de uno.
Al elegir al monarca, la comunidad persigue unos fines precisos y por ello la erección es un pacto, pues el monarca tácita o explícitamente se compromete a perseguir los fines precisos deseados por la comunidad y no tiene, fuera de esa misión, razón alguna de existir. Por esto, una segunda idea fundamental debe ser estudiada en cuanto se contemple la Monarquía como una Ley Natural de las sociedades: la idea del pacto, que cuanto más consciente sea la comunidad, más explícito y preciso será. El monarca es un ser sujeto a pacto y que sólo por este pacto es monarca; la comunidad le dará fidelidad y obediencia pero a canje de que el monarca también sea fiel y cumpla los fines que la comunidad le señale y a los que se obliga en el pacto como en aquel, tan claramente señalado en la monarquía clásica y tradicional española, donde juramentos varios eran exigidos al príncipe antes de darle rango de monarca.
Al monarca tocará el señalar el camino por el que se andará, pero si la comunidad quiere ir a Roma, en ningún caso el monarca podrá lanzarla a caminos hacia otro destino final. Que el camino escogido por el monarca no sea el más corto ni el más cómodo es cosa que la comunidad debe aceptar como posible, porque no puede pretender que el monarca siendo un ser humano esté exento de la posibilidad de errar; lo que la comunidad debe exigir en todo momento es que el pacto sea cumplido y el camino lleve a Roma, así, por largo que sea, la comunidad alcanzará su meta.
Esta contemplación de la monarquía como ley natural en sus dos aspectos, el de la necesidad del Mando de Uno y el del Pacto, cuando precede a todo pensamiento de institucionalización da a este último proceso una luz clara, pues la institución sólo deberá ser la adaptación de esta Ley Natural de valor general a circunstancias y condiciones particulares precisas de cada comunidad. Por ello las instituciones monárquicas pueden y deben ser varias: la más vieja de las monarquías europeas es electiva: el Vaticano, lo cual no obsta a que el sistema hereditario sea más idóneo para otro tipo de comunidades. Más todavía: cabe que varias comunidades erijan como monarca propia a la misma persona y para ello la liguen con pactos diversos cada una de ellas, este hecho existió en España después de los Reyes Católicos, cuando cada uno de los antiguos reinos exigía al Rey diferentes juramentos y bajo este tipo de pacto estuvieron monarcas tan elevados como Carlos I y Felipe II.
Cada nación o comunidad debe buscar y hallar las formas de institucionalización que le sean más adecuadas en función de las peculiaridades de dicha comunidad y sólo ella debe formular las condiciones de ese pacto que es precisamente en su redacción la especificación de sus peculiaridades. Por eso es cierto que el problema de la erección de un monarca no es un problema de gustos y, por ello, no es asunto a liquidar por sufragio universal, sino que es un problema de derecho, problema jurídico, no tanto del aspirante al cargo como de la nación que debe dirigir la erección por medio de aquellas leyes en las que se especifican los fines y los caminos que la Nación desea y, por ende, el pacto al que debe ser sujetado el monarca, y de aquellas personas que la comunidad destina a la labor legislativa, que se determinarán hallando la persona cuyas circunstancias concurran lo más idóneamente posible con las circunstancias fijadas en la ley.
Esas monarquías que consideraban al monarca poseedor de la nación, y, por tanto, detentador nato de todos los derechos, fueron monarquías absolutistas de origen francés y revolucionarias en su mismo concepto, por anular los derechos de la nación a tener un rey jurídicamente determinado en aras de unos derechos de un rey a poseer una nación por simple causa hereditaria. No es esa monarquía absoluta la genuinamente española, y es cierto que sólo apareció este tipo de monarquía en nuestra nación con la llegada del francés Felipe V, quien se apresuró a abolir todas aquellas formas de juramentos y pactos que sujetaron a sus predecesores en la corona, a la vez que derribó los fueros, privilegios, derechos y usos de gran parte de sus reinos.
España, que hoy (1969) tras muchos años sin Rey se prepara mediante una instauración a nueva etapa monárquica de su historia, debiera pensar y profundizar partiendo de la urgente necesidad perenne del “mando de uno”, en el Pacto de suma trascendencia nacional, pues de la formulación de ese pacto depende en la acción del mismo Rey y de toda la Nación. Y recordando los pactos que ligaron a Fernando e Isabel, a Carlos I y Felipe II, tan grandes como eficaces detentadores de la Corona, meditemos qué viejas sabidurías hacían decir en la Jura ante las Cortes Catalanas, las al parecer altaneras palabras del pueblo al Rey: “… Vos, que valéis tanto como Nos, que todos juntos valemos más que Vos, juráis…” Porque bien dice la sabia antigüedad castellana: “El Rey que es buen Rey reina, mas el que no es buen Rey no reina, que es reinado”.
España, que somos hoy nosotros, necesita de esas sabidurías.
J. GIL MORENO DE MORA
|
Marcadores