CARACTERÍSTICA DE LA NUEVA DOCTRINA DEL VATICANO II:
LA RELIGIÓN DEL HOMBRE
UNA SOLA IGLESIA Y DOS DOCTRINAS.
A la hora de poner por obra la doctrina que el Concilio Vaticano II expresó de manera pastoral, no dogmática, el esfuerzo de adaptación de la misma no sólo alcanzó al modo de exponerla, sino, además, a la propia sustancia de la revelación. Se aspiraba a algo más que a exponer la verdad revelada de una manera más comprensible para todos, pues se echó mano de un lenguaje sutil y ambiguo para procurar presentar una doctrina nueva, conforme con los gustos del hombre contemporáneo.
Un vistazo, aunque sea rápido, al ambiente católico actual lleva a la convicción de que lo que está en vigor después del Concilio Vaticano II es una nueva doctrina (nova et non nove: no tan sólo expresada de otro modo sino nueva en sí misma), esencialmente distinta de la que se reconocía a título exclusivo, antes del sínodo de 1962-1965, por doctrina dogmática de la Iglesia única de Cristo1 (Cf. Divinitas, 2/2011.).
La Iglesia, sin embargo, ha de subsistir semper eadem [siempre la misma] hasta el fin del mundo; de ahí que el sujeto Iglesia sea el mismo tanto antes como después del Concilio Vaticano II. Su objeto o doctrina, en cambio, puede aquélla enseñarlo de dos formas diferentes: dogmática y, por ende, infalible; o bien pastoral y, por tanto, no infalible. Lo cual explica que en la doctrina que el Vaticano II enseñó no dogmática, sino pastoralmente, puedan hallarse novedades en ruptura con la Tradición, sin que quepa inferir de ello que la Iglesia dejara de existir o que perdiera su continuidad apostólica, que se extiende desde San Pedro hasta el último papa reinante elegido según los cánones y aceptado por la Iglesia universal (docente y discente).
De ahí que la Iglesia de hoy, en el año del Señor de 2011, sea la que fundó Cristo sobre Pedro, y que Benedicto XVI sea papa elegido canónicamente y aceptado por la Iglesia. De no ser así tendríamos un “tercer Testamento” de sabor joaquinita, y Benedicto XVI sería el jefe de una novísima iglesia “conciliarista”, no un papa del Nuevo Testamento, el cual es eterno y, en consecuencia, durará ininterrumpidamente hasta el fin del mundo con sucesión apostólica formal. Eso no obstante, la doctrina propuesta en el post-concilio a partir del Concilio Vaticano II, que es pastoral, no dogmática, presenta puntos de discontinuidad con la tradición apostólica y con el magisterio de la Iglesia: con el dogmático (que define y obliga a creer) y/o con el constante (ubique, semper et ab omnibus).
EL CULTO DEL HOMBRE.
Se exalta en el Vaticano II la dignidad de la persona humana como principio absoluto e intangible, a cuyos derechos se someten el bien y la verdad. Esta concepción inaugura la religión del hombre y el culto de la falsa libertad antepuesta a la verdad2 (A. Ottaviani, Deberes del estado católico para con la religión, Roma, Universidad de Letrán, 1953), y hace olvidar la austeridad cristiana y la beatitud celestial3 (San Gregorio Nacianceno (+390), Hom. XVII; San Juan Crisóstomo (+407), Hom. XV super II Cor.; San Ambrosio (+397), Sermo contra Auxentium (386); San León Magno (+461), Epist. CLVI, 3; San Gelasio I (+496), Epist. Ad Imp. Anastasium I (492); San Nicolás I (+867), Epis. Proposueramus quidem (865); San Isidoro de Sevilla (+636), Sent. III, 51; Urbano II (+1099), Epist. ad Alphonsum VI (PL, 151, 289).
El mismo principio deja de lado la ascética cristiana y es indulgente hasta con el placer sensual visto que el hombre debe realizarse plenamente en la tierra4 (Cf. Catecismo holandés, 1967, y Catecismo del Episcopado belga, 1984).
La religión del hombre exalta al amor y antepone el placer al deber, por lo que justifica a este título los métodos anticonceptivos y se muestra favorable incluso a la homosexualidad.
Tocante a la vida pública, la religión del hombre no admite a la autoridad y propugna el igualitarismo propio de la ideología marxista pese a ser contrario a la enseñanza natural y revelada, que atestigua la existencia de un orden social jerárquico exigido por la naturaleza misma de las cosas. Ese principio preconiza también, en el ámbito religioso, un ecumenismo que ponga de acuerdo todas las religiones en beneficio del hombre5 (Cf. Asís I, octubre de 1986, y Asís III, octubre de 2011), así como una Iglesia transformada en instituto de asistencia social.
De ahí el interés excesivo por la promoción social. De ahí, asimismo, la secularización del clero, cuyo celibato se considera absurdo; igualmente se considera como rarezas el hábito talar y el género de vida que tiene el sacerdote, cosas ambas que se ligan íntimamente a su carácter de persona consagrada, en exclusiva, al servicio del altar. El sacerdote se reduce en la liturgia a mero representante del pueblo o “presidente de la asamblea”6 (Cf. Institutio Generalis Novus Ordo Missae, n. 7, 1970).
Salta a la vista que la relajación moral y la disolución litúrgica no pueden coexistir con la inmutabilidad del dogma.
RELATIVISMO Y MODERNISMO DE LOS “NEO – TEÓLOGOS”.
Igualmente se comportan los neoteólogos postconciliares. No están atentos a la realidad, cuya expresión puede variar con tal que se represente como es. Desean satisfacer la mentalidad moderna. La puesta al día de la Iglesia estriba para ellos en la adaptación de su doctrina a dicha mentalidad. Y así como el hombre moderno ha formado su pensamiento en un ambiente cultural completamente volcado en las apariencias, en el subjetivismo y los fenómenos, y hostil a la metafísica. Así y por igual manera la Iglesia, al decir de los neoteólogos, debe conformar su doctrina con tal modo de pensar si no quiere desaparecer: un modo para el cual ni siquiera el dogma se libra de evolucionar de un significado a otro, de manera contradictoria, en función de las exigencias culturales de la época en que se formula.
INMUTABILIDAD Y DESARROLLO DE LA VERDAD REVELADA.
La verdad revelada se comunica al mundo en un lenguaje humano. Este lenguaje no es mero simbolismo o figuración por más inadecuado que sea7 (Cf. P. Parente, voz “simbolismo” en el Dizionario di Teología Dommatica, Roma: ed. Studium, 4a edición, 1957), : expresa objetivamente el misterio de Dios aunque no manifieste toda su riqueza inagotable. He ahí la razón de que las fórmulas dogmáticas no puedan evolucionar mudándose de significado.
Dice San Judas Tadeo que la fe, una vez transmitida, lo es “para siempre”8 (Epístola de San Judas, cap. III.)
Es inmutable e invariable. No admite adiciones, sustracciones o alteraciones intrínsecas y heterogéneas. Puede ser explicada y escudriñada detenidamente, pero no transformarse de una manera intrínseca y heterogénea, igual que el ser vivo se desarrolla y perfecciona, más sin dejar de ser nunca él mismo.
IMPORTANCIA DE LAS “FÓRMULAS DOGMÁTICAS”.
De ahí que sea de suma importancia mantener las fórmulas que, con la asistencia del Espíritu Santo, la Tradición y los concilios dogmáticos fijaron para expresar exactamente la verdad revelada.
Tal lenguaje dogmático puede sufrir alteraciones accidentales eodem sensu eademque sententia, en el mismo sentido y en los límites del dogma; mas no puede modificarse sustancial e intrínsecamente de modo heterogéneo, de forma que diga hoy lo contrario de lo que decía ayer9 (Para la refutación de la “moral de situación”, véase C. Fabro, La aventura de la teología progresista, Milán, ed. Rusconi, 1974).
Ahora bien, a lo que asistimos después del Concilio bajo el signo de la “puesta al día” es, ni más ni menos que, al desprecio tanto de la moral como de las fórmulas dogmáticas tradicionales.
Un ejemplo: el Concilio de Trento consagró el vocablo “transubstanciación”, contra el “simbolismo” protestante (recuperado por el modernismo), para denotar el cambio total de la sustancia del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Jesucristo. Dicha voz nos da una idea exacta de lo que sucede en el altar, objetiva y realmente, en el momento de la consagración en la Santa Misa, y nos asevera que Jesucristo está presente real, física y sustancialmente en el Santísimo Sacramento, aun después de consumado el Santo Sacrificio.
La palabra “transustanciación”, sin embargo, en cuanto término aristotélico, que no concuerda con las corrientes filosóficas actuales, no sólo no figura en la Institutio Generalis del misal reformado de Pablo VI, que se promulgó en 197010 (Cf. A. Vidigal Xavier da Silveira, La nueva misa de Pablo VI ¿Qué pensar de ella?, ed. Chiré, DPF, 1978), sino que la rechazan abiertamente los teólogos de la nouvelle théologie, entre los cuales descuella Schillebeeckx. La sustituyen por “transignificación” o “transfinalización”, con lo que ponen en tela de juicio el misterio de la Eucaristía y de la presencia real.
En la práctica, además, se han eliminado los signos de adoración y de respeto al Santísimo Sacramento, como la comunión de rodillas, con el velo; la bendición con el Santísimo; las visitas al sagrario, etc.
SUBVERSIÓN DOCTRINAL.
Si la palabra cambia y no se emplea un sinónimo, se modifican también el concepto y la doctrina. Es lo que ocurre con los nuevos términos acuñados por los teólogos “puestos al día”, lo que tiene por consecuencia la vacilación de la misma fe.
La nueva terminología introduce de hecho una nueva doctrina “pastoral” heterodoxa. No estamos ya en el cristianismo auténtico, sino en ruptura con la tradición apostólica11 (Cf. B. Gherardini, Concilio Ecuménico Vaticano II. Una explicación que hay que hacer, Frigento, ed. Casa Mariana, 2009; Id., He transmitido lo que recibí. La Tradición: vida y juventud de la Iglesia, Frigento, 2010; Id., Quaecumque dixero vobis. La Palabra de Dios y la Tradición en relación con la historia y la teología, Turín, ed. Lindau, 2011; Id.
Concilio Vaticano II. La explicación que falta, Turín, ed. Lindau, 2011).
Tal es el caso del decreto sobre la libertad religiosa (Dignitatis Humanae, 7 de diciembre de 1965), que se halla en patente contradicción con la tradición apostólica y el magisterio constante de la Iglesia tal y como se resumían en el derecho público eclesiástico preconciliar.
La doctrina católica ha enseñado siempre la subordinación del Estado a la Iglesia, una subordinación idéntica a la del cuerpo respecto del alma12 (Véase San Ambrosio (+397), que excomulgó al emperador Teodosio; San Agustín (+430) en la obra De Civitate Dei (V, IX, t. XLI, cols. 151 y ss.); San Gelasio I, papa (+490), que habló explícitamente de subordinación del Estado a la Iglesia; San Gregorio Magno, papa (+604), que ratificó la doctrina gelasiana (Regesta, n° 1819); San Gregorio VII (+1085), que enseñó la plenitud de potestad en la jurisdicción del Papa (1075), en la primera epístola a Germain, obispo de Metz (25 de agosto de 1076) y en la segunda epístola a Germain (15 de marzo de 1081); San Bernardo de Claraval (+1173), en la epístola al papa Eugenio III sobre las dos espadas; Inocencio IV, papa, (+1254), quien reivindica explícitamente la pleni-tudo potestatis en Aeger cui levia (1245); Sto. Tomás de Aquino (+1274), en su comentario al libro cuarto de las Sentencias, dist. XXXVII, ad 4, quaest. Quodlib., XII, a.19; S. Th., II-II, q.40, a.6, ad 3, y quodlib. XII, q. XII, a.19, ad 2; Bonifacio VIII, papa (+1303), que repite la doctrina de Inocencio IV en la bula Unam Sanctam (1302); Cayetano (+1534), De comparata auctoritate Papae et Concilii, tract. II, pars II, cap. XIII; san Roberto Belarmino (+1621), De controversiis; Francisco Suárez (+1617), Defensio Fidei Catholicae; Gregorio XVI, Mirari Vos (1832); Pío IX, Quanta Cura y Syllabus (1864); León XIII, Immortale Dei (1885) y Libertas (1888); San Pío X, Vehementer (1906); Pío XI, Ubi Arcano (1922), Quas Primas (1925), y Pío XII, Discurso a los juristas católicos italianos, 6 de diciembre de 1953).
Esta doctrina conoció atenuaciones accidentales: poder directo in spiritualibus e indirecto in temporalibus ratione peccati; o bien, poder directo asimismo in temporalibus, pero no ejercido, sino dado al príncipe temporal por el pontífice romano.
Sin embargo, desde el 313 (edicto de Milán, que marcó la cesación de las persecuciones y el ingreso de los cristianos en la vida pública), ningún papa, padre eclesiástico, doctor de la Iglesia, teólogo o canonista aprobado por la misma enseñó la separación entre ésta y el Estado. Siempre se condenó tal separación. La Dignitatis Humanae (DH en adelante) enseña “pastoralmente” que el hombre «tiene derecho a la libertad religiosa (...) en privado y en público, solo o asociado con otros. (...) Es necesario que (...) se reconozca y respete el derecho a la libertad en materia religiosa de todos los ciudadanos y comunidades y se le sancione en el ordenamiento jurídico» (DH, n° 2, 3, 6 y 33).
A la objeción según la cual la DH quiso empeñar la infalibilidad al declarar que «la libertad religiosa está realmente fundada en la dignidad misma de la persona humana, tal como se la conoce por la palabra revelada de Dios y por la misma razón natural» (nº 2), se responde que el decreto DH no quiso definir que la libertad religiosa fundada en la dignidad de la persona humana fuera una verdad revelada, ni quiso obligar a creerlo como condición para salvarse. Declaró sólo “pastoralmente” el “derecho a la libertad religiosa en el fuero interno y en público”, un derecho inexistente según la tradición apostólica, por otra parte, como que ésta habla sólo de fuero interno o privado. Este “derecho”, al decir de la DH, «está realmente fundado en la dignidad misma de la persona humana»; pero esta expresión es filosóficamente inexacta en cuanto que no es la persona el sujeto de la “dignidad”, sino que es la naturaleza en que dicho sujeto subsiste la que le confiere mayor o menor dignidad. De ahí que la DH hubiese debido hablar de dignidad de la naturaleza humana, no de la persona. La DH confunde el fuero interno y el externo, la naturaleza y la persona, ya que al querer ser una enseñanza pastoral y adogmática renunció al léxico de la filosofía y la teología escolásticas, específicamente al del tomismo, y echó mano de expresiones inexactas y “poéticas” más que teológico-filosóficas.
Pío IX definió en la Quanta Cura (8 de diciembre de 1864), en sintonía con el magisterio constante de la Iglesia, que la libertad religiosa en el fuero externo «es contraria a la doctrina de la Sagrada Escritura, de la Iglesia y de los Santos Padres», y que «el Estado [católico] tiene la obligación de reprimir con sanciones penales a los violadores de la religión católica».
Se ve que las innovaciones no estriban sólo en un cambio de palabras. Van más lejos. En realidad, incitan a una subversión total en la Iglesia.
Visto que la filosofía moderna sobrevalora al hombre hasta volverlo juez de todas las cosas, la nueva doctrina “pastoral” establece la “religión del hombre” eliminando todo lo que pueda significar una imposición a su libertad o una represión de su espontaneidad. Ignora así la caída original y atenúa la noción de pecado, no comprende el sentido de la renuncia evangélica y propugna una religión natural fundada en datos psicológicos y sociológicos.
REMEDIO PARA EL MAL : FIDELIDAD A LA TRADICIÓN.
San Pablo sintetiza la norma del magisterio eclesiástico al escribir: “Pero aunque nosotros o un ángel del cielo os anunciase otro evangelio distinto del que os hemos anunciado, sea anatema”13 (Gal 1, 8.).
En efecto, no somos nosotros los jueces de la palabra de Dios; ella es la que nos juzga y pone en evidencia nuestro conformismo con la moda del mundo.
VALOR DE LA TRADICIÓN.
El valor de la tradición es tal, que son infalibles no sólo las encíclicas y los demás documentos del magisterio ordinario universal o del sumo pontífice cuando quieren definir una verdad como divinamente revelada y obligar a creerla, sino también las doctrinas confirmadas por una enseñanza continúa de las mismas efectuada por varios papas y durante un amplio lapso de tiempo (quod semper, ubique et ab omnibus creditum est).
En consecuencia, no debe aceptarse un acto del magisterio ordinario universal o de un papa que pugne con la enseñanza dogmática garantizada por la tradición magisterial de varios papas a lo largo de un considerable lapso de tiempo14 (Cf. Pío IX, Tuas Libenter, 21 de diciembre de 1863; G. Mattiussi, La inmutabilidad del dogma, en La Scuola Cattolica, marzo de 1903; Melchor Cano, De locis theologicis, lib. II, Venecia, 1799; J. B. Franzelin, De Divina traditione et Scriptura, Roma, 1870; L. Billot, De immutabilitate Traditionis, Roma, 1904; S. G. Van Noort, tractatus de fontibus Revelationis necnon de fide divina, 3ª edición, Bussum, 1920; San Cipriano, Le fonti della Rivelazione, Florencia, 1953; A. Michel, voz “Tradition”, en Dictionnaire de Théologie Catholique, cols. 1252-1350; G. Filograssi, La Tradición
divino-apostólica y el magisterio eclesiástico, en la Civiltà Cattolica, 1951, III, pp. 137-501; G. Proulx, Tradición y protestantismo, París, 1924; Sto. Tomás de Aquino, S. Th., III, q.64, a.2 ad 2; B. Gherardini, Divinitas, 1 y 2, 2010, Ciudad del Vaticano; S. Cartechini, De la opinión al dogma, Roma, Civiltà Cattolica, 1953; J. Salaverri, De Ecclesia Christi, Madrid, ed. BAC, 1958, no 805 y ss.).
Entre los ejemplos de tal género en la historia de la Iglesia resaltan los de Honorio y los de San Pedro.
Honorio I vivió en el tiempo en el que la herejía monotelita hacía estragos en la Iglesia de Oriente negando la existencia de dos voluntades (divina y humana) en Jesucristo; los monotelitas renovaban el absurdo que Eutiques introdujo en el dogma al pretender que en Jesucristo no había más que una sola naturaleza, compuesta de la unión de la naturaleza divina y de la humana (monofisismo).
El patriarca de Constantinopla, Sergio, insinuó hábilmente en el ánimo de Honorio I que la predicación de dos voluntades en el Salvador causaba sólo divisiones en el pueblo fiel. Condescendiendo con los deseos del patriarca, que eran también los del emperador de Constantinopla, el papa Honorio I prohibió que se hablara de las dos voluntades en el Hijo de Dios hecho hombre, aunque no enseñó tal doctrina heterodoxa. El pontífice no se dio cuenta de que su prohibición dejaba el campo libre, por omisión, a la difusión de la herejía. Por esa razón los fieles no le debían prestar obediencia en dicho caso.
El acto de Honorio I fue censurado más tarde por el VI Concilio ecuménico, que fue el tercero que se celebró en Constantinopla y que acusó a Honorio nada menos que de herejía, y por el papa San León II, que confirmó los actos del concilio en cuestión, si bien excluyó la herejía personal de Honorio. Entre los que habían seguido enseñando, contra la prohibición de Honorio, las dos voluntades presentes en Jesucristo figuraba el gran San Máximo, llamado el confesor porque selló con el martirio su fidelidad a la doctrina católica tradicional.
El error “pastoral” de Pedro, San Pablo nos narra, en la epístola a los Gálatas (2, 11-21), la disputa que mantuvo con San Pedro en cuanto a dos diversos modos pastorales de obrar, los cuales, tenían a lo que parece, pese a su pastoralidad, consecuencias doctrinales y dogmáticas.
Corría el año 49 en Antioquía. Algunos cristianos judaizantes empezaron a criticar la actividad misionera de San Pablo y San Bernabé, afirmando que no bastaba el bautismo para salvarse, sino que eran necesarias la circuncisión y la observancia de la ley ceremonial mosaica del Antiguo Testamento (Act 15, 1 y ss.).
Éstos querían imponer a los cristianos el judaísmo cual “hermano mayor y predilecto”, como si la Antigua Alianza no hubiese sido “revocada jamás”, mientras que San Pablo, inspirado por el Espíritu Santo e inmune de error debido a la inerrancia bíblica, había escrito que en adelante, con la Encarnación del Verbo y su muerte en la cruz, el que se salvaba lo hacía sólo “por la fe [en Cristo] sin las obras de la Ley [ceremonial] mosaica” (Rom 3, 28).
El Apóstol apeló a San Pedro contra los judaizantes. El jefe de los Apóstoles convocó el primer concilio ecuménico de la iglesia en Jerusalén, en el año 50.
Los Apóstoles definieron cum Petro et sub Petro [con Pedro y bajo Pedro] que «por la gracia del Señor Jesucristo creemos ser salvos nosotros [los judíos de raza], lo mismo que ellos [los gentiles conversos]» (Act 15, 11). Sin embargo, el santo apóstol Santiago pro bono pacis, sugirió un ardid pastoral para no herir la sensibilidad de los cristianos de origen judío: pidió que los paganos convertidos al cristianismo se abstuvieran de algunas prácticas ad tempus [momentáneamente] y en ciertos lugares (esto es, de consumir carnes inmoladas a los ídolos, carne de animales ahogados y sangre), no porque fuesen malas en sí, sino en cuanto susceptibles de ser mal interpretadas por los que pasaban del judaísmo al cristianismo. Todo iba como la seda hasta que, al poco tiempo, se trasladó San Pedro a Antioquía. Allí comía también al principio con los gentiles, en conformidad con la doctrina del Concilio de Jerusalén, cosa que el “ceremonial” mosaico prohibía severamente a los judíos por considerar inmundos a aquéllos. Pero luego San Pedro «se retraía y apartaba [de comer con los conversos procedentes de la gentilidad], por miedo a los judíos. Y consintieron con él en la simulación los otros judíos [conversos del judaísmo] (...). Pero cuando yo vi que no caminaban
rectamente según la verdad del evangelio, dije a Cefas delante de todos: si tú, siendo judío, vives como gentil y no como judío, ¿por qué obligas a los gentiles a judaizar?» (Gal 2, 12-14).
La práctica o conducta pastoral de Cefas era ambigua, como la de Honorio I, esto es, no gravemente pecaminosa en sí, pero susceptible de llevar al error dogmático judaizante. San Pedro se había dejado “atemorizar” y se había “apartado” de los cristianos de origen no judío, como si no hubiesen sido santificados por la gracia del bautismo (a la hora de desagradar a alguien se procura siempre, o casi siempre, disgustar a los menos peligrosos y menos poderosos). Dicha pastoral, sin embargo, aunque no gravemente pecaminosa de suyo, podía dejar de ser una cuestión prudencial para volverse un problema doctrinal: ¿Necesita Cristo también del ceremonial mosaico, o se basta y se sobra para salvarnos? ¿Son la fe y las “buenas obras” (los diez mandamientos) los que salvan al hombre, o las “obras ceremoniales judaicas”? San Pablo se alzó públicamente contra tal peligro de perversión dogmática, e hizo saber a San Pedro con energía la peligrosidad de las consecuencias dogmáticas de su conducta pastoral o prudencial: «Pero cuando Cefas fue a Antioquía, en su misma cara le resistí, porque se había vuelto reprensible» (Gal 2, 11). Pablo se opuso a Cefas en público, no a sus espaldas.
Ciertamente, el comportamiento prudencial de Pedro no obligaba en sí a nadie de iure, o por principio, a la observancia dogmático-moral del ceremonial mosaico; pero su modo de obrar, demasiado prudente, inducía a reputar por obligatorio el vínculo del judaísmo. Santo Tomás de Aquino vio en ello tan sólo un pecado venial de fragilidad (5. Th, III, q. 103, a.4; Ad Calatas, cap. 3, lect. 7-8)15 (San Agustín consideraba que “Pedro era reprensible, o sea, que estaba equivocado” (Ad Gal., cap. II, lect. 3). Tal debilidad o pecado venial de Pedro no socavaba la infalibilidad pontificia, sino que, por el contrario, la confirmaba: su ejemplo arrastró a todos, incluso a Bernabé; sólo Pablo no lo siguió.
Es cierto y está revelado que Pedro, por aquellos días, se equivocó pastoralmente en Antioquía por omisión, aunque sin naufragar dogmáticamente, ya que no quiso obligar a nadie a creer y a obrar a la manera judía, contra lo que había sido prohibido infalible y dogmáticamente por el propio Pedro y los Apóstoles reunidos en el Concilio de Jerusalén cum Petro et sub Petro. Mas Cefas erró pastoral o prácticamente al obrar con excesiva prudencia, no viendo las conclusiones dogmáticas que otros sacarían de su modus operandi. Cometió sólo un error de comportamiento práctico o pastoral (conversationis fuit vitium, non praedicationes) [“hubo falta en el trato, no en la predicación”] (Tertuliano, De praescriptione haereticorum, XXIII), lo cual se explica porque en el ámbito pastoral o práctico el papa no se halla asistido infaliblemente por el Espíritu Santo.
NORMA PARA JUZGAR LAS NOVEDADES.
La piedra de toque de las novedades surgidas durante el Concilio Vaticano II y el postconcilio estriba en el criterio siguiente: ¿se conforman con la Tradición, o bien se oponen a ella o la rebajan? Si se le oponen o la rebajan, no deben ser aceptadas.
Tradición no es lo mismo que inmovilismo; ciertamente es crecimiento, pero en la misma línea, en la misma dirección, en el mismo sentido; es crecimiento propio de seres vivos, que no dejan nunca de ser los mismos16 (Cf. F. Marín Sola, La evolución homogénea del dogma católico, Friburgo, 1914; R. Garrigou-Lagrange, El sentido común. La filosofía del ser y las fórmulas dogmáticas, París, 3a edición, 1922).
Por dicho motivo no se pueden reputar por tradicionales las formas y costumbres que la Iglesia no ha incorporado a la exposición de su doctrina o a su disciplina. La tendencia a apelar “a los antiguos usos y ritos” para justificar tales desviaciones la calificó Pío XII de “arqueologismo demencial”17 (Pío XII, encíclica Mediator Dei, 20 de noviembre de 1947).
Esto supuesto, tomemos por norma el siguiente principio: es seguro que no debe ser aceptada una novedad cuando sea evidente que se aleja de la doctrina tradicional.
MODOS DIVERSOS DE CORROMPER LA TRADICIÓN.
Se puede contribuir de varias maneras a la destrucción de la Tradición. Tales maneras se sitúan a lo largo de una escala que abarca desde la oposición abierta a la desviación casi imperceptible. Esta última es la más peligrosa por ser la más difícilmente reconocible.
Tenemos un ejemplo de oposición clara en las diversas actitudes de rechazo de la decisión de la Humanae Vitae de condenar los anticonceptivos, asumida por algunos teólogos (e incluso por determinadas autoridades eclesiásticas, como las conferencias episcopales de Alemania, Bélgica, Francia y Holanda).
En efecto, la encíclica de Pablo VI, que declaraba ilícito el uso de los métodos anticonceptivos, se insertaba en una tradición ininterrumpida del magisterio eclesiástico, desde el origen hasta la Casti Connubii de Pío XI. No aceptarla, enseñando lo opuesto a lo que prescribía o aconsejando prácticas que reprobaba, constituía un ejemplo típico de negación de una enseñanza tradicional.
Sutil es el engaño cuando se ataca a la Tradición por conducto de explicaciones del dogma que, sin negar de iure los términos tradicionales, son incompatibles de hecho con los datos revelados, que es lo que se hace, p. ej., al sustituir sistemáticamente tocante al Hijo, aunque sin dejar de hacer profesión de fe en el misterio de la Santísima Trinidad, la expresión “consustancial con el Padre” por otra que no tiene idéntico significado, como la que reza “de la misma naturaleza que el Padre” (así han vertido distintas conferencias episcopales el “consustancial” de la misa reformada en 1970). En efecto, tener la misma naturaleza no significa compartir la misma naturaleza: dos hombres son de la misma naturaleza humana, pero no comparten una naturaleza única, numéricamente la misma, a diferencia de las tres personas divinas.
Se dan igualmente desviaciones hacia la herejía en conclusiones cuyo contenido rebasa el de las premisas, como cuando se afirma que el papa, en virtud de la colegialidad, no puede tomar una decisión sin haber escuchado al colegio episcopal, que es un “grupo estable y permanente”: eso significa caer indirecta e implícitamente en el conciliarismo, que subvierte la naturaleza de la Iglesia de Cristo (cf. Lumen Gentium).
Más sutiles son los engaños basados en la sustitución de los usos antiguos por los nuevos, especialmente en el campo litúrgico (v. gr., comunión en la mano, canon recitado en voz alta...), como que insinúan conceptos heterodoxos condenados antaño por la iglesia (v. Pío XII, Mediator Dei).
Como es evidente, no le alcanza la misma responsabilidad al que sufre la reforma que al que la promueve con estos varios modos de corromper la Tradición. No obstante, sabemos en las circunstancias actuales que los cambios constituyen un peligro para la fe. Se sigue de allí que se requiere por nuestra parte una atenta vigilancia para no llegar a asimilar, casi inconscientemente, el veneno del luteranismo.
Mas si bien hay gente de buena fe que sólo tiene respecto de las novedades, por ignorancia o ingenuidad, la buena intención de aceptar una nueva expresión litúrgica de la Iglesia verdadera, hay que tener en cuenta asimismo, y sobre todo, la astucia del demonio, que se sirve hasta de las buenas intenciones para alejar a los fieles de la ortodoxia católica.
Andreas, publicado en “Si Si No No, revista católica antimodernista”, no 236, año XXII, marzo del 2012.
Edición española.
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