Fuente: Misión, Número 284, 24 Marzo 1945. Página 8.
EL TESTIGO MARAVILLOSO
UN SOLDADO QUE ASISTIÓ A LA MUERTE DE JESUCRISTO
Por Trujillo de Vargas
El historiador Eusebio, Obispo de Cesárea, autor de la Historia del Emperador Constantino el Grande, en el siglo IV de la Era Cristiana, nos habla de una célebre y curiosísima tradición, cual es la del “Decurión de Ilípula”, que habiendo servido en las legiones romanas y acompañado al Pretor Pilatos en la conquista de la Isla Ponciana, le siguió también a Judea, cuando el César le nombró Prefecto de aquella parte del Imperio, siendo jefe de una de las decurias romanas que intervinieron en la Pasión y Muerte del Redentor.
Sabido es que la verdad histórica sobre hechos antiguos no se encuentra a veces en los momentos reales, sino a través de orales tradiciones o en el campo sugestivo de la leyenda y de la fábula. Por esto no me arriesgo a afirmar que la famosa carta del decurión de Ilípula (Claudio Fabato) a su novia Julia Marcela, guardada en el Archivo Histórico de la que fue famosa ciudad colonial, tenga una autenticidad digna de veneración, o, por el contrario, sea la misma un invento de alguno o algunos de los caballeros que tomaron parte en las últimas Cruzadas de los siglos medios, tan dados a asuntos maravillosos. Es lo cierto que en el referido Archivo Histórico antes dicho, se hallaba hasta el año 1936 (no sé después), entre otros mil documentos y donaciones de Alfonso el Sabio, que incorporó esta ciudad a la Corona de Castilla, esta carta escrita sobre un pergamino amarillo de forma alargada, en caracteres romano-latinos, de los tiempos mejores del Imperio, la cual fue vertida al castellano en los últimos años del siglo XVIII por el notario público don Jerónimo de la Fuente, y vuelta a transcribir más tarde, a principios del siglo XIX, por el notario don Alonso Avendaño de Contreras; es como sigue:
“A Julia Marcela: en Ilípula: Salud: Carísima: Te escribo desde Judea como decurión de las legiones del pretor Poncio Pilato, para narrarte uno de los sucesos más singulares que he visto en la vida de las milicias.
He sido testigo con mi decuria, la de Léntulo y otras, del suplicio en la ciudad de Jerusalén de un tal Jossua, galileo, enviado de Dios, que se titulaba Rey de Judea, y que, según la gente, daba vista a los ciegos, hacía andar a los paralíticos y tullidos, curaba a los enfermos sin medicina de hierbas, arrojaba a los malos espíritus del cuerpo de los posesos y resucitaba a los muertos; siendo aborrecido por todo esto de escribas y sacerdotes.
Condenado, al fin, como sedicioso por el Sanedrín de la ciudad, con su Presidente el Pontífice Caifás, y además por el Prefecto Pilato, en nombre del César, a la muerte de cruz, fue ajusticiado en la cumbre del Gólgota, entre los dos ladrones Dimas y Gestas.
Los lictores y soldados le crucificaron desnudo, como de costumbre y le fijaron con cuatro clavos, colocándole en la cabeza corona de zarzas, por ser Rey falso, y sobre la cruz una tabla con un letrero en griego, hebreo y latín, que decía: “Jossua de Nazareth, Rey de los Judíos”.
La túnica del Profeta cayó en suerte al soldado pontino de la decuria de Maximino, que después la vendió al sacerdote Helkias, que presenciaba, en nombre del Sanedrín, la ejecución de la sentencia.
Jossua era de cuerpo mediano, de color moreno sonrosado y semblante sereno y humilde. Su carácter bondadoso estaba realzado por poblada y sedosa barba, que caía dividida sobre el pecho, ojos de cielo y grande cabellera, que, formando rizadas trenzas o guedejas, descansaba sobre sus hombros.
En los momentos de su muerte, la borrasca que se cernía próxima se desencadenó en furiosa tempestad sobre toda la Judea. Sobrevino la noche inesperadamente por un eclipse de sol, y la tierra temblaba bajo nuestros pies, los curiosos huyeron amedrentados a sus casas, y sólo nos quedamos para custodiar a los reos, ya muertos por la lanzada de gracia de Longinos, los soldados de dos decurias a las órdenes de Léntulo y mías. Y no muy lejos de nosotros estaba la Madre de Jossua y algunos parientes.
Descolgado Jossua de la Cruz, el día siguiente de Venus, en la Pascua judaica, por algunos jueces ancianos del Sanedrín, amigos suyos, custodiamos su cuerpo en un sepulcro cavado en la piedra, pero al siguiente día, de madrugada, entre poderosas luces, como de rayos de tempestad, que nos aterraron a todos, desapareció de la tumba.
Verdaderamente, este Rey de los judíos, según la opinión de muchos, era el Dios del Empíreo o Hijo suyo o gran profeta entre la nación de los hebreos.
Tal impresión ha causado en mí este suceso, que desde entonces quiero dejar de pertenecer a las legiones del César y pronto, los dioses lo permitan, seré en tu compañía.
El cuatrirremo Cayo, que va a esa con las naves por metales, te dará esta epístola.
Salud y gracia. Clodio Fabato, decurión.
Kal. apr.: Aux Jul LXXIX.”
¿VERDADERA? ¿APÓCRIFA?
¿Pudiera ser verdadera esta carta? ¿Pudiera ser apócrifa? Muchos historiadores eclesiásticos así lo creen, como la que se dice que el pretor Poncio Pilatos escribió sobre la muerte de Jesús al Emperador Claudio, tan discutida por los críticos. Lo cierto es que infinidad de escritores se ocupan de ella, suponiéndose que la misma fue guardada por los obispos godos de la entonces Ilípula, transmitida hasta ellos de unos fieles a otros y conocida del presbítero Restituto, que asistió al Concilio de Elvira. Después el Arcediano Juvencio, que acompañó al último Prelado de Niebla, en tiempos de los árabes, a la Ciudad Imperial, a la venida de los almohades, en 1144, la llevó consigo a Toledo. Siendo más tarde restituida por el monarca Alfonso el Sabio, cuando la conquistó a los moros, entregándola a los frailes dominicos que con él venían, y que fundaron convento en la ciudad en 1257.
Sea o no cierta la misma, hay un hecho que nos predispone a creer que las doctrinas salvadoras hicieron eco profundo en el alma de Claudio Fabato, el cual, si no fue testigo de la muerte de Cristo, así oyó las primeras predicaciones evangélicas y quién sabe si antes de Geroncio, Obispo de Itálica, fuera quien anunciara a la ciudad y plazafuerte de la región occidental de la Bética la semilla redentora.
Amorosa es la idea de que Claudio Fabato fuera testigo presencial de la ejecución del proceso más inicuo que los siglos conocieron. Maravillosa la idea también de que las doctrinas de Jesucristo hicieran mella en aquel espíritu guerrero, e inflamado de su ardor y sabiduría convirtiera a su novia y mujer después, Julia Marcela, que tan bien supo expresar a la muerte del esposo, en piedra de fortaleza, la fortaleza también de un espíritu de fe, dejando para pregón de siglos derramada en esencias de palabra divina toda una doctrina de anhelos celestiales.
¡Soñemos con lo primero si queremos amar! ¡Amemos con lo segundo si queremos soñar!
Fuente: Misión, Número 287, 14 de Abril 1945, página 6.
El testigo maravilloso
La Comisión de Estudios Bíblicos nos ha pedido una aclaración acerca del interesante artículo que con el título EL TESTIGO MARAVILLOSO publicamos en el número de Semana Santa, firmado por el señor Trujillo de Vargas. Recordarán nuestros lectores que en él se daba cuenta de una carta que Claudio Favato escribió a su novia Julia Marcela de Illípula, hoy Niebla, relatándole la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, a la que asistió como testigo presencial con su decuria. Invitados a completar los datos de un punto que por falta de espacio quedó en el aire, con mucho gusto publicamos el siguiente párrafo del señor Trujillo de Vargas, que ha de intercalarse a continuación del que empieza: “Sea o no cierta la misma…”
“En la parroquia de Santa María de Niebla se conservaba una lápida sepulcral, descubierta en unas excavaciones, que Julia Marcela, mujer de Claudio Favato, dedicaba a la muerte de su esposo, cuya inscripción dice así: “EL CUERPO ES TERRENO, Y EL ESPÍRITU CELESTIAL; Y CUANDO ESTE VUELVE A SU PRIMERA MORADA, NOS VAMOS A VIVIR ALLÁ ARRIBA, ASÍ HA SUCEDIDO A FAVATO, QUE AHORA GOZA DE LUZ ETERNA Y LOS CIELOS.”
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