Revista FUERZA NUEVA, nº 517, 4-Dic-1976
FUNERAL POR EL ALMA DEL CAUDILLO Y DEMÁS CAÍDOS POR ESPAÑA.
En la catedral de Cuenca. Homilía del doctor Guerra Campos ante gran asistencia de fieles.
El pasado día 20 de noviembre, primer aniversario de la muerte del Generalísimo Franco, se celebró en la catedral de Cuenca un solemne funeral por el eterno descanso de su alma y por la de todos aquellos que murieron por España. Oficio el santo sacrificio de la misa y pronunció la homilía el obispo de la diócesis, doctor Guerra Campos; homilía, cuyo texto publicamos íntegro a continuación. Asistieron las primeras autoridades de la provincia, así como gran cantidad de fieles, que llenaban totalmente el templo catedralicio.
“Hace un año, Francisco Franco, Caudillo y Jefe del Estado de España, rindió su vida ante el Altísimo.
Celebramos el misterio de la muerte junto a Cristo, muerto y resucitado. Él es quien lo ilumina. Por El esta reunión no es un simple recordatorio. Los hermanos muertos en El siguen presentes en la familia que cree en la victoria del amor y de la vida sobre la muerte.
Familia que, en este caso, es casi toda España, la cual lloró a Franco como a un padre. Porque, como dije entonces, el homenaje respetuoso de un pueblo a su gobernante tenía la misma vibración, conmovedora de un duelo familiar. Y en el medio millón de personas que desfilaron con veneración emocionada ante el cuerpo insepulto pudimos comprobar (y así lo han reafirmado estudios sociológicos) una impresionante tonalidad religiosa.
El que podamos reunirnos en torno al Señor, presente en la Eucaristía es la más alta razón para no relegar al olvido ni dejar en un pasado, cada vez más remoto, a los hermanos difuntos. Cristo -el que, después de morir vive resucitado- es la garantía de que es posible entrar en comunión real con los que han muerto unidos a él.
Avivemos nuestra fe. Por su parte, la evocación, y la misteriosa presencia de Francisco Franco nos ayuda a levantar nuestro corazón cristiano. Vivió y murió como hijo fiel de la Iglesia. Decenios de su vida, y su modo de asumir la enfermedad y la muerte, corroboran las palabras de su mensaje final: “En el nombre de Cristo me honro y ha sido mi voluntad constante. ¿Ser hijo fiel de la Iglesia? en cuyo seno voy a morir.” (Profesión de fe tan inusitada que debería hacer felices a todos los creyentes y a los pastores de la Iglesia).
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Es notorio que la muerte de Franco despertó en muchos la fe adormecida. Su tumba en el Valle de los Caídos no sólo es visitada con amor, sino que es, para muchos, manantial de fe y esperanza recobradas: allí se vuelven a Jesucristo. al que habían abandonado durante años, y acuden a los Sacramentos de la vida inmortal. Manifestación singular del Espíritu de vida, que la Iglesia peregrinante ha de registrar en su corazón.
De la fe por Franco vivida y profesada sabemos que brotaba su dedicación al bien de la gran familia española. Lo muestra su testamento espiritual, que en su día fue leído junto a este altar y en las demás iglesias de la diócesis, “como homenaje extraordinario a quien hizo posible en España la continuidad de la predicación y del culto de la Santa Iglesia Católica”. Aún resuena en nuestros oídos su mensaje: espléndida profesión de fe en Cristo y en la Iglesia; finura evangélica en el perdón y en el engrandecimiento; consejos de gobernante cristiano, invitando a la unidad, a la vigilancia, a la promoción de la justicia en la comunicación de bienes económicos y culturales; generosidad propia de un buen servidor y padre de la Patria, al transferir el afecto y el apoyo que le habían rodeado a aquel a quien él mismo había designado, con el asentimiento de las Cortes, sucesor suyo en la Jefatura del Estado a título de rey.
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Alumbrados por la fe, caldeados por unas palabras rebosantes. de fe, aquí venimos a orar.
Pedimos por Franco, para que el Señor le conceda su compañía, pues el mismo Jesús poco antes de morir lo pidió para sus discípulos: “Padre, quiero que donde yo esté, también estos estén conmigo”.
Y, reforzando nuestra súplica, podemos alegar la hermosa proclamación que leemos en el Apocalipsis: “Dichosos los que mueren en el Señor, porque sus obras los acompañan”.
La obra y las obras de Franco en servicio de Dios y del pueblo, están bien patentes. Y en cuanto a las convicciones y actitudes que las inspiraron, las revelaciones de aquellos que convivieron con él muestran una singular y honrosa coincidencia entre el Franco de las declaraciones públicas y el Franco de las confidencias.
Confesó a Cristo y a la Iglesia no solo por ser la fe católica un hecho social dentro del pluralismo ideológico, sino por sus valores de verdad, de vida, de auténtica libertad y esperanza.
Se identificó con la fe de su pueblo. Un pueblo que había padecido el “despotismo ilustrado” de tantos hombres públicos, empeñados en cambiar una fe que despreciaban y en conformar la mente y el corazón de los ciudadanos a su propia imagen y semejanza; un pueblo tratado como menor de edad o retrasado mental, aturdiéndolo, eso sí, con toda suerte de halagos y solicitaciones democráticas.
Consolidó a España con la ejemplaridad de su vida cotidiana.
Se propuso -como debe ser, pero como pocas veces se intenta ya- que la ley de Dios, proclamada por el Magisterio de la Iglesia, inspirase las leyes e instituciones públicas. Afirmó, por tanto, la trascendencia de la persona humana por su raíz divina, único modo de afirmar la verdadera libertad. Ante un Congreso de trabajadores en 1945 expuso su programa de un Estado “católico, eminentemente social, constituido sobre la base de cuanto nos une, en el que todos los españoles son iguales ante la ley y tienen acceso a los puestos del Estado, que por considerar al hombre como portador de valores eternos, ampara su libertad y la dignidad”. La clave y la síntesis de las intenciones y los esfuerzos de Franco como creador de un Estado nuevo se formuló una y otra vez con estas palabras: “unir lo nacional con lo social, pero todo bajo el imperio de lo espiritual, es decir, de la Ley de Dios”.
En el gran duelo familiar del Palacio de Oriente han destacado los observadores el predominio numérico de personas y familias modestas, no privilegiadas, sólo agradecidas a las realizaciones y a la preocupación de Franco en favor de todos. Él consiguió con tenacidad librar a los humildes de la miseria y de las coacciones del odio o del partidismo estéril. Promovió el desarrollo bienes económicos y culturales que -a pesar de desajustes, eEfecto de la debilidad humana o de la complejidad de las fuerzas concurrentes- son patrimonio fecundo para todos. Todo el pueblo ha dado un salto adelante. Por primera vez los trabajadores, antes casi desvalidos o juguete de agitadores y de promesas electorales, han hallado protección y garantía de sus derechos y una posibilidad. de participación sin ficciones suplantadoras.
Dio a la Iglesia la libertad de continuar la predicación y el culto, que habían sido interrumpidos sistemáticamente a sangre y fuego por la persecución marxista o libertaria. Favoreció la misión espiritual de la Iglesia, con respecto a su independencia y aprecio de su fecundidad social. Le facilitó posibilidades de actuación pastoral, mayores a veces que su capacidad de aprovecharlas. Abogó siempre, con benevolencia y paciencia, por la concordia en las relaciones entre la Iglesia y el Estado.
Lo más delicado de la vida social es la inspiración cristiana de la educación: el reconocimiento práctico del derecho que, según proclama el Concilio Vaticano II, pero no proclama la Declaración de Derechos de la ONU, tienen los niños y los jóvenes no a una ficticia enseñanza neutra sino a ser estimulados en el aprecio y la asimilación de los valores morales y en el conocimiento y el amor de Dios. Permitir y facilitar la actuación que le corresponde en este campo es para la Iglesia la suprema expresión de su libertad. El episcopado español acaba de propugnar y reclamar esos derechos de los educandos, de los padres y de ella misma, lamentando programas que ya se anuncian en contra de los mismos. Pues bien: esos derechos los ha poseído y los posee todavía la Iglesia por obra de Franco, no sé si plenamente agradecidos y aprovechados, pero con una amplitud que no tiene par en el mundo entero. No parece lícito que a quien procuró tutelar tales derechos -frenando las agresiones que padecían- se le mencione como una sombra en la libertad, mientras se halaga a los que se proponen nuevamente agredirlos.
Más bien, hemos de reconocer delante del Señor que el hermano por quién oramos ha sido en la historia uno de los máximos bienhechores de España y de la Iglesia. Después de conducir a final feliz la angustiosa lucha de España por sobrevivir fue gran restaurador. de las libertades reales del pueblo y de la Iglesia. Por ello no sería inadecuado resumir su obra en favor de España con un solo título: Libertador.
Que estas obras le acompañen y -libre también en su persona de todo mal- goce en el señor la libertad de la vida perfecta.
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Estas obras de fe han sido reconocidas por la Iglesia. Desde el principio el Papa Pío XII proclamó que “la protección legal dispensada a los supremos intereses religiosos y sociales”, era “conforme a las enseñanzas de la Sede Apostólica”.
En 1972 había de recordar Franco: “todo cuanto hemos hecho y seguiremos haciendo en servicio de la Iglesia lo hacemos de acuerdo con lo que nuestra conciencia cristiana nos dicta, sin buscar el aplauso, ni siquiera el agradecimiento”. Ecuánime en la hora de los halagos y en la hora de las reticencias. Pero ahí están las manifestaciones emitidas acerca de él por papas y Obispos. Por su contenido y persistencia -he escrito hace dos años- difícilmente se podrían encontrar otras semejantes en relación con ninguna persona viviente en los últimos siglos.
Vino luego un tiempo de silencios y veladuras en algunos sectores. Cuando el Gobierno de Franco se acercaba a su fin el que os habla -que en treinta años nunca había hecho declaraciones públicas, ni orales ni escritas, respecto a él- creyó necesario por justicia recoger el testimonio de sus hermanos mayores en el episcopado, consciente de que la verdad y la justicia están por encima de cualquier oportunismo o cálculo de futuro.
Varios prelados revelaron en noviembre de 1975 este hecho bien atestiguado. Un día el Papa Juan XXIII encargó expresamente a un cardenal de la Curia romana que en su visita a Franco le transmitiese una bendición especialísima y le asegurarse la gran estima y cariño, que el Papa le tenía, añadiendo que por ciertas circunstancias “no podía decir públicamente” su sentir. Franco escuchó este mensaje en posición militar de firme y con lágrimas de emoción. Después de su muerte, unos cincuenta obispos han vuelto a decir públicamente su sentir. Los Boletines Oficiales de las Diócesis españolas contienen un florilegio extraordinario que en algún caso alcanza calidad hagiográfica.
La Iglesia no enjuicia una gestión política en lo que tenga de contingencia y opinable. Un hijo de la Iglesia, cuando actúa en el orden político, lo hace bajo su propia responsabilidad. Pero la Iglesia alaba a quien se inspira en los principios cristianos, se entrega con amor al servicio del pueblo, respeta y favorece su propia misión espiritual. Por eso la Iglesia sintió a Franco como muy suyo, y no puede renegar de él, al igual que, sin entrar en análisis históricos, sigue teniendo por muy suyos al rey San Luis de Francia y al rey San Fernando de España.
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Nuestra oración supone la confianza en que aquel por quién suplicamos pueda también ayudarnos en nuestra vida de peregrinos. El, que tantas veces oró ante el Señor velado en el Santísimo Sacramento, interceda ahora ante el Señor descubierto, para que en España se mantengan aquellos valores que, por exigencia de la condición humana, iluminada por la Revelación cristiana, son imperativos en todo tiempo, cualesquiera que sean los modos. cambiantes en el campo de la gestión política. Los resumo en cuatro.
1) Reconocimiento de Dios. Franco pidió en el Congreso Nacional de Valencia, el año 1972, que España “se mantenga firme en la fe… fiel a su tradición católica”. Con respeto a la legítima libertad de los individuos, la sociedad ha de honrar a Dios, y preservar y fomentar un clima propicio para la fe y la adoración. No me cansaría de repetir el gran deseo de los obispos españoles sobrevivientes en 1937: “Quisiera Dios ser en España el primer bien servido, para que la nación sea verdaderamente bien servida”.
2) Reconocimiento de la Ley de Dios en la acción política. Un alto número de normas y decisiones operativas en la vida pública dependen de la apreciación de circunstancias y de las preferencias legítimas de los interesados. Importan en su origen la participación de los ciudadanos. Pero esto sólo tiene sentido humano dentro del acatamiento a valores supremos, implícitos en la Ley de Dios, fuente y garantía de la dignidad, la vocación y la esperanza del hombre. Estos valores morales no pueden quedar a merced del oleaje de las opiniones ni de posturas agnósticas o escépticas. La autoridad y todos los que tienen responsabilidad social han de tener la gallardía de profesarlos y tutelarlos y promoverlos en el orden educativo. Si no, el que gobierna se priva de su radical legitimidad, que viene de Dios; y la vida social se rebaja a ser un bullir amoral de fuerzas, donde pierde sentido y deja de ser sincera la apelación a palabras tan solemnes como persona, dignidad, derechos inalienables. Es la aceptación de la primacía del deber, como reflejo de una vocación y una misión intransferibles, la que da grandeza moral y libertad al hombre.
3) Sentido espiritual de la Patria. La nación es más que un agregado de individuos qué conciertan según el propio arbitrio sus relaciones. Es una comunidad organizada, que ha recibido un patrimonio; que ha de conformar y respetar un ambiente moral –“como de familia dilatada”- donde los ciudadanos puedan lograr su desarrollo armónico; ejerce una “paternidad”, inseparable de una tradición viva y creadora, que las generaciones sucesivas nutren y se transmiten. Es Patria. Que no falte a las nuevas generaciones esta herencia. Que se respete la prioridad de las exigencias de la moral familiar y la educación cristiana de la juventud.
4) Vigilancia. Como este tesoro está expuesto a los negadores y los salteadores, y no menos a la desidia imprevisora de sus custodios, bueno es que resuene una palabra del mensaje póstumo de nuestro hermano Francisco Franco; palabra valiente, llena de realismo y sinceridad, al advertir lo que todo el mundo sabe, pero que a veces se disimula en ciertas manifestaciones (para tener que reconocerlo después patéticamente en otras): “los enemigos de España y de la civilización cristiana están alerta. Velad también vosotros”.
El señor nos lo dice en su Evangelio: “Velad y orad”.
Que Francisco Franco y todos los que han muerto en las manos del Padre al servicio de España vivan felices en la Paz de Cristo.”
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