Fuente: La Voz de España, 31 de Julio de 1937, página 8.



Las Cortes Constituyentes y la Compañía de Jesús


Por José María Lamamié de Clairac



El Director de LA VOZ DE ESPAÑA me pide por teléfono un artículo para el número extraordinario que dedicará a San Ignacio de Loyola en el día de su fiesta. Le contesto en el acto aceptando, como quien con ello recibe una gran honra, ya que ninguna ocasión más propicia para tomar en la mano la abandonada y herrumbrosa pluma, que la fiesta del gran Santo español, nacido en el solar vasco que está acabando de ser devuelto a la Madre Patria.

Pero la invitación del Director tuvo una segunda parte que hacía más difícil y embarazoso el encargo. El tema ha de ser –me dijo– la defensa que hizo usted, en las Constituyentes, de la Compañía de Jesús. Situación harto delicada para quien, de una parte, no le agrada hablar de sí mismo, y, de otra, considera aquel acto como el más honroso que ha realizado en su vida y el que como timbre de gloria puede legar a sus hijos.

Vamos, pues, a evocar aquellos tiempos, a recordar aquel ambiente y a referir episodios, en torno a aquella defensa, llevado de la mano por la verdad y sencillez, con el único fin de que mis lectores extraigan de todo ello las enseñanzas que en el orden político y religioso se desprenden de aquellos hechos.

¿Quién no recuerda aquellas Cortes Constituyentes en que una mayoría rabiosamente sectaria, madre auténtica del más tarde monstruoso engendro llamado Frente Popular, apenas consentía, con sus coros y manadas de tenores, payasos y jabalíes, la exteriorización de una opinión contraria a sus maléficos designios?

Allá por los primeros días de Octubre de 1931 se acometía en el Parlamento la discusión conjunta de los artículos 3.º y 24 (luego 26) de la Constitución republicana, en los que se había de grabar con trazos inequívocos la política antirreligiosa de la segunda República en España.

Recordarán los lectores de LA VOZ DE ESPAÑA, y más aún los donostiarras, que poco antes se había tratado de dar la impresión a los católicos de que la República dejaría bastante libertad a la Iglesia y no perseguiría a las Órdenes Religiosas, si bien para ello habría de pasarse por dos sacrificios: el definitivo extrañamiento, con remoción de su Silla Primada, del santo Cardenal Segura; y la desaparición de España de la Compañía de Jesús. Aún llegó a decirse que solamente con el primero de estos sacrificios, prestado con su renuncia por el propio Cardenal, se evitaría hasta la medida persecutoria contra la Compañía.

Sin asombro ninguno para los que creíamos, y seguimos creyendo, que el sistema de ceder y dar carne a la fiera no sirve sino para envalentonarla más aún y aumentar sus fuerzas para la siguiente acometida, y con desencanto de quienes en un pacto claudicante habían puesto esperanzas de una hipotética solución que estimaban aceptable, vióse venir abajo todo aquel tinglado de ilusiones y consagrarse, en la redacción definitiva de aquellos artículos, todo lo que podía significar una política sectaria concretada por el gobernante vil y despreciable que había de presidir el infausto bienio, y después la revolución marxista y el bando rojo de la actual guerra, en aquella frase lanzada como un salivazo sobre la faz de los españoles: “España ha dejado de ser católica”.

Aunque la sociedad española siguiera siéndolo, lo había dejado de ser el Estado español; y junto con el Cardenal perseguido y con la disolución a realizar de la Compañía de Jesús, se privaba de libertad a la Iglesia, se la despojaba de su propiedad y de medios de vida a sus ministros, y se reducía a las Órdenes y Congregaciones religiosas a una situación de esclavitud y falta de independencia verdaderamente diabólicas.

El 13 de Octubre de 1931 quedó allí en la Constitución que se iba aprobando, todo el germen de la persecución que luego había de desarrollarse en Leyes y Decretos.

Y una mañana del mes de Enero de 1932, cuando acababa yo de despedir en la Estación del Norte de Madrid a familiares míos muy queridos que marchaban a Salamanca, mis ojos encontraron en la Prensa de la mañana el Decreto, no por esperado menos impresionante, por el que se disolvía en España la Compañía de Jesús.

No dudé un momento. Aquello me llegaba a lo más hondo, como católico, como español y como… Lamamié de Clairac. Mi Padre, aquel santo varón dechado de fortaleza, de hidalguía y de humildad, junto con su esposa, la Madre buena, reciamente cristiana y auténticamente española, que Dios me hace la merced de conservar entre tantas zozobras y dolores, me habían enseñado desde niño a amar a la Compañía de Jesús; a los pechos de ésta me había formado yo; en ella militaba –y sigue militando– un hermano mío; y ella iba cincelando espiritual, moral e intelectualmente el alma de aquel mi primogénito que llegó más tarde a las alturas de la dignidad Sacerdotal, y poco después, a las cumbres del apostolado en Santander rojo, y del heroísmo, como Capellán y como español, en el frente de Madrid.

Yo tenía, por tanto, una deuda de gratitud para con la Compañía de Jesús, aparte de los estímulos que como español y católico sentía; estimé, pues, que era para mí un deber el salir a su defensa y me dispuse a cumplirlo con todo mi entusiasmo y toda mi capacidad. Había que impugnar aquel Decreto, había que defender a la Orden perseguida, y había que hacerlo el primero de todos; no quería yo ceder a nadie la primacía en este combate.

Y llegué a la Sesión de Cortes, y me acerqué a la Presidencia y pedí a Besteiro que me concediera la palabra para anunciar una interpelación al Ministro de Justicia sobre el Decreto de Disolución de la Compañía de Jesús. Fue entonces cuando me di cuenta de la difícil empresa en que me arriesgaba. ¿Defender a los Jesuítas en plena Cámara? ¿Atreverse en aquel ambiente a levantar la voz de protesta? ¿Tenía yo fuerzas para ello?

Yo creí, imprudente, que sí; pero al levantarme a pronunciar las breves y sencillas palabras de anuncio de la interpelación, si yo hubiera tenido cascabeles en las piernas, los hubiera oído toda la Cámara. Tal fue el temor y temblor que me acometió. Días más tarde, al llegar el combate, supe buscar fuerzas donde las podía encontrar.

Llegó el día señalado: si no recuerdo mal, 29 de Enero de 1932. Gran expectación ante lo apasionado del tema; intranquilidad y temor de mis compañeros de minorías de derecha –Gil Robles, que se sentó a mi lado, me dijo: “no intentes hablar más de diez minutos, otra cosa sería una temeridad”–; los periodistas me miraban, con asombro de lo que creían mi audacia los de izquierda, con temor de lo que pasaría los de derecha –el cronista de “Informaciones” escribía: “Lamamié de Clairac va a defender a los Jesuítas precisamente en esta Cámara; este hombre es más valiente que el Cid”–; y puestos todos en el camino de la hipérbole, mi contrincante, el grotesco Albornoz, gran ignorante que creía en su petulancia aplastar a todo el mundo, declaraba a los periodistas que me contestaría en el acto, sin dejar terciar a nadie más en la discusión, pues tales intervenciones lo que hacían era desvirtuar los debates y cambiar los términos en que el interpelante planteaba el problema.

En cambio yo estaba tranquilo. El temblor de días antes se había trocado en serenidad y en una gran confianza de que me haría oír, con tal o cual interrupción, pero nada más. Una hora antes repasaba yo una y otra vez el guion de mi discurso, paseando nerviosamente por mi habitación del Hotel. Pero mis nervios se aplacaron como por encanto cuando, por inspiración del Cielo sin duda, se me ocurrió cesar en mis paseos, hincarme de rodillas y pedir a la Virgen, con el rezo del santo Rosario, la serenidad y fuerzas que en mí no encontraba.

El mismo remedio que me prestó valor para aquel combate parlamentario es al que acuden nuestros Requetés y combatientes en los duros combates antes de entrar en batalla.

Llegó el momento y me levanté a hablar. Mis primeras palabras fueron para invocar respeto ya que si me impedían defender a un ausente –que lo era la Compañía de Jesús– valía tanto como negar el derecho a ser oído que tiene todo inculpado; y hecha esta invocación, que produjo su efecto, así como el tono sereno y tranquilo en que comencé, hablé durante 40 minutos, en medio de la respetuosa atención de la Cámara, a pesar de lo apasionante del tema. Sólo al final, cuando, terminada la parte jurídica, hice algunos comentarios políticos, se permitió Barriobero algunas interrupciones que hube de contestar, sin que se produjeran las agitaciones tumultuosas tan temidas por todos. Caso curioso: mi eterno interruptor y entonces auténtico jabalí, Pérez Madrigal, no me interrumpió aquel día ni una sola vez.

Durante mi discurso se operó un cambio completo en la actitud, antes petulante y entonces prudente, del Ministro de Justicia. Sentábase éste, por la categoría de su Ministerio, muy cerca de la cabecera del banco azul, mientras que el de Instrucción Pública, que era el gran rabino Fernando de los Ríos, se sentaba hacia el otro extremo. Solos estaban ambos en el banco, mientras yo hablaba, y por tres o cuatro veces, ante lo impresionante y convincente de mis alegaciones, se vio a Fernando de los Ríos, acercarse, arrastrándose a lo largo del escaño, hasta Albornoz, cuchichear con él y volver por el mismo procedimiento a su sitio, dando sin duda consejos o haciendo observaciones al audaz e ignorante compañero, de quien sabía muy bien que era capaz de levantarse aquella tarde a contestarme haciendo un triste papel. Lo cierto es que, al terminar mi discurso, los dos Ministros salieron del salón, y, contra los anuncios hechos a la entrada jactanciosamente por Albornoz, se permitió que terciara en el debate Barriobero y después de él otros oradores de derecha, que creo fueron entre aquella sesión y otra, Gómez Rojí, Beunza y Abadal.

Y allí terminó mi hazaña, porque el día que contestó, o trató de contestar el Ministro, la sesión tomó ya tonos de pasión con agitadas convulsiones, y mediante un atropello de aquéllos que inventó la legalidad republicana, se aplicó la guillotina a la discusión, y no hubo ya medio de que yo pudiese rectificar, con lo que Albornoz creyó haber aplastado a todos y haber obtenido un resonante triunfo. La réplica a su insidioso discurso se la di en otro que pronuncié con tal objeto pocos días después en el Teatro de la Comedia.

Aquel mi discurso –el de la Cámara– me proporcionó la satisfacción de recibir numerosas felicitaciones, algunas de alto valor y otras hasta de diputados de izquierda, y atrajo sobre mí el honor mayor y el título que más me enorgullece: el de Defensor de la Compañía de Jesús. Era el “¡viva!” que surgía indefectiblemente en todos mis actos de propaganda por todos los ámbitos de España, en los que nunca faltaba quién lanzase un ¡Viva el Defensor de la Compañía de Jesús! Era el título que decía siempre envidiarme el entonces Jefe Carlista de Andalucía Occidental, después mi Jefe Nacional y siempre entrañable amigo, Fal Conde.

Y para terminar, voy a señalar dos coincidencias más, que yo estimo providenciales. Al año justo de la fecha de mi defensa de la Compañía de Jesús, el 29 de Enero de 1933, unos días antes de la reapertura de Cortes, y apenas regresado de mis andanzas por Cádiz a la llegada del “España 5”, pronunciaba yo en el Monumental Cinema de Madrid mi conferencia sobre las Congregaciones Religiosas, en la que anuncié una fuerte oposición y obstrucción al proyecto presentado, sin que sea ahora oportunidad de decir cómo y en qué términos fue luego decidida y realizada ésta, gracias a aquel anuncio de actitud. Pero lo cierto fue que el Defensor de la Compañía de Jesús tuvo la honra de ser el primero que al año justo levantaba bandera de combate en favor de las demás Órdenes y Congregaciones religiosas.

La otra coincidencia que juzgo providencial, fue mi llegada a San Sebastián el año pasado, por primera vez después de su liberación, precisamente el día que se tomó Azpeitia y todo el valle de Loyola; y merced a esta circunstancia pude, en el kiosco de música del Boulevard, dirigir la palabra a la manifestación patriótica que se formó, celebrando en mi alocución el hecho feliz de la liberación de aquella Santa Casa y de aquel Monasterio que hijos insensatos del solar vasco habían hecho servir de Cuartel General de un movimiento antiespañol, ante el asombro e indignación –si en el Cielo cupieran estos sentimientos– del vasco españolísimo, prez de España y de Euskalerria, Ignacio de Loyola.


Burgos, 27 de Julio de 1937.