Artículo de "La Vanguardia", en 1956, anterior a la descomposición de la Compañía de Jesús con la llegada del padre Arrupe.
"La Iglesia y España, hombro con hombro"
Bilbao. 31. (Crónica telefónica de nuestro Director)
— Yo me he acordado esta mañana, en la plenitud apacible de Loyola, de la maldita República que sufrió España desde 1931 a 1936.
¿Quién me lo había de decir? Y nada menos que ha sido sugerida la evocación por las palabras atinadísimas, certeras y, como suyas, llenas de serenidad de S. S. el Papa. De viva voz del Pontífice, a través de la maravilla de la radio, hemos oído los circunstantes al incomparable acto ante la Basílica ignaciana fundacional, evocar el recuerdo de aquella persecución religiosa en España, de la que fué la primera víctima la Compañía de Jesús, que arrostró la saña sectaria de aquel régimen no ya solamente con impavidez sino con humildad y hasta con alegría evangélica. Sin que ello fuera en menoscabo de la sincera devoción que sugería la sencilla al par que solemne y majestuosa ceremonia de hoy en Loyola, yo me entregué a mis recuerdos políticos y pensaba que en la vanguardia de aquella quema de conventos, de Iglesias, de monasterios, de bibliotecas y laboratorios del 11 de mayo de 1931 figuró, como siempre que se trató a través de cuatro siglos de saña anticatólica, la Compañía de Jesús. La primera iglesia quemada por las turbas de facinerosos, ante la pasividad de la fuerza pública y del Gobierno de la República, fue en Madrid la de los Padres Jesuítas de la calle de la Flor. Siempre la Compañía de Jesús trinchera avanzada, ¿cómo iba la República a dejar en olvido a esta gran milicia de la Iglesia y de España, cuando trataba de destruir a España y a la Iglesia? No; los jesuítas fueron por delante en el holocausto y en el sacrificio, como siempre. En aquella ola de criminalidad de la mañana del 11 de mayo famoso, de la depredación, el saqueo y el incendio perpetrado por la República eran, una vez más a lo largo de tres siglos y medio, avanzadilla de las víctimas los jesuítas, firme bastión sempiterno de la Iglesia, en España y en el mundo.
Me es imposible describir, ni aun apelando a todas las mañas y recursos de mi oficio periodístico, experto en estas lides del relato, una impresión que comunique a mis lectores noción aproximada siquiera a la grandeza de la augusta sencillez de la conmemoración ignaciana de esta mañana en el tranquilo y grandioso valle de Loyola. Como decía en su homilía inspiradísima Su Eminencia el cardenal Siri, legado especial del Sumo Pontífice en la ceremonia, en aquel sitio estaba hoy la Iglesia entera. La Iglesia, con el Soberano Pontífice al frente, primero por medio de su mencionada representación; y al final del acto en espíritu, pero con su palabra firme, segura, de vocalización española correctísima, con la propia voz de S. S. resonando en los altavoces y llenando con sus ecos aquellas montañas, aquellas laderas, aquellas llanuras y prados a los cuales aludía Pío XII con tan bellas insinuaciones y tan luminosas imágenes poéticas. Y con la Iglesia, esta mañana en el valle de Loyola, España entera, porque allí estaba en el lado del Evangelio, el jefe de la nación española, el libertador de Occidente, quiero decir el Generalísimo Franco, a quien la Compañía de Jesús, como toda la Iglesia española y por clave la Iglesia universal, debe el rescate de España para lo cristiandad. Sin la Cruzada no se hubieran salvado las esencias religiosas ni se hubieran podido restaurar iglesias, monasterios, bibliotecas, todo el acervo de cultura que la Compañía de Jesús a la cabeza de las Órdenes religiosas ha podido reconstruir para cumplir al pie de la letra su leyenda gloriosa: «A la mayor gloria de Dios».
Allí estaba el Jefe del Estado, no sólo en su condición protocolaria de tal como auténtico Jefe de la nación española, de esta nación que — también según palabras certeras del cardenal Siri, arzobispo de Génova— ha podido ver a través de cuatro siglos su propio rostro, sus características raciales y las reacciones de su temperamento y de sus virtudes en el rostro, en el temperamento, en el carácter y en las virtudes de Ignacio de Loyola.
Tenía hoy un aire militar la ceremonia religiosa, porque a ninguno de los circunstantes escapaba la ocasión de verla presidida desde el lado civil por el Gran Capitán de la Cruzada, que con espíritu de milicia en lo castrense, pero llevando ese mismo espíritu de milicia a lo religioso, ha podido formarse en el ejemplo de San Ignacio, quien desde aquel histórico Pentecostés de 1523, al dejar su espada de militar tomaba en su mano la espada misionera sin abandonar el carácter ni el temperamento combativo ardiente de los conquistadores. Porque si París, y concretamente Montmartre, tan degenerado siglos más tarde, en antagónica realidad de su fama, fue la trinchera donde empezaron a defenderse Ignacio y aquel grupo de jóvenes impulsivos y polémicos que le acompañaba en sus luchas en favor de un humanismo cristiano; si en París se pusieron los cimientos de la Contrarreforma, también allí se echó la semilla de la obediencia al Señor y del servicio a la Iglesia. Fue muy oportuna, igualmente, la referencia a la «Carta de la Obediencia» dirigida por Ignacio a los Padres de Portugal, que esta mañana escuchamos de labios del tantas veces citado cardenal-arzobispo de Génova.
El capitán militar y civil de la Contrarreforma actual, es decir, del anticomunísmo, estaba allí esta mañana, devoto y atento, y de seguro que al escuchar primero al cardenal Siri y después al propio Pontífice romano, se sentiría, aun dentro de su congénita y de su cristiana humildad, satisfecho de verse «leal a sí mismo», como dijo el clásico; porque al cabo de cuatro siglos, él ha sido otro Capitán, sin atuendo religioso, con uniforme militar y al frente de una nación enardecida en el espíritu de la cultura que San Ignacio propugnó sediento en el espíritu también de servicio a la Iglesia. Si la crisis política e intelectual del mundo contra la que San Ignacio enarboló las banderas de sus milicias dura todavía, aunque con formas bien solapadas y distintas, la Contrarreforma actual necesita, de acuerdo con los cambios en los tiempos, una actuación y un sistema de incansable alerta. No otro es el Movimiento de que es Capitán el Caudillo cuando se muestra sumiso hijo y servidor de la Iglesia.
La Iglesia y España han estado hoy hombro con hombro, como hace cuatrocientos años las contempló y pudo proyectarlas para los tiempos venideros el Capitán Fundador. En las resonancias y en los ecos de la mañana vestida con cendales, que lejos de poner nota triste alguna, eran como la pátina apropiada a las invocaciones y a los recuerdos. En esta mañana del Valle inmortal de donde partiera un día para sus tareas y sus fundaciones históricas el heroico vasco, el mejor homenaje a la memoria de San Ignacio y de su gloriosa Compañía estaba en la emoción callada y en el tácito juramento latente que a todos los circundantes unía para proseguir bajo el servicio de la Iglesia, bajo el mando del Capitán Franco a la defensa de la Cristiandad.
Luis de GALINSOGA. (La Vanguardia, 1 de agosto de 1956)
Edición del miércoles, 01 agosto 1956, página 3 - Hemeroteca - Lavanguardia.es
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