Fuente: El Pensamiento Navarro, 2 de Abril de 1978, página 3.


LOS ESCRÚPULOS

Por CLARA SAN MIGUEL


De los muchísimos católicos que tienen conciencia clara de la situación actual de la Iglesia, la mayor parte adoptan una actitud totalmente ilógica: combaten los errores vigentes, atribuyéndoselos vagamente a «ciertas corrientes que hoy circulan incluso (!) dentro de la Iglesia», y siempre que pueden utiliza[n] citas de Pablo VI y del Concilio Vaticano II, cuidadosamente elegidas para que aparezcan conformes a la doctrina tradicional.

Su labor quizá resulte útil cuando se dirijan a personas que por otros medios hayan adquirido un conocimiento de la situación real y sepan, por consiguiente, dónde encajar las alusiones que escuchan o leen.

Pero cuando se dirigen al pueblo cristiano en general hacen más daño que bien, puesto que omiten advertir que a esas mismas autoridades que ellos citan recurren constantemente la mayoría de los miembros de la Jerarquía eclesiástica en defensa de las doctrinas progresistas. Y tienen perfecto derecho a hacerlo, puesto que el progresismo está mucho más de acuerdo que el tradicionalismo con la enseñanza conjunta, las orientaciones y la actuación de las autoridades invocadas.

Lo que el común de los fieles saca en limpio –o en turbio– de esos razonamientos timorato-tradicionalistas es que en la Iglesia todo da lo mismo y cada cual habla a su modo, o bien que las diferencias que a ellos les parece notar proceden de su propia falta de conocimientos. El resultado es ese cacao impresionante que hoy embaraza el cerebro de la mayor parte de los católicos. ¿Sacramento indisoluble? ¿Divorcio? ¿Socialismo intrínsecamente perverso? ¿Cristianos para el socialismo? A gusto de cada cual, como ir afeitado o llevar barba. Lo cual implica, por supuesto, una negación más o menos inconsciente de la existencia de toda realidad objetiva y permanente.

¿Cómo pueden unas personas bien intencionadas colaborar así al mismo mal que quieren atajar?

Si se trata de eclesiásticos es obvio deducir que estas citas y esta ambigüedad les son exigidas por sus superiores como condición para tolerarles la audacia de seguir predicando la doctrina de Pedro y de los Apóstoles.

Pero cuando se trata de seglares –y probablemente también en muchos eclesiásticos– la solución del enigma está en los escrúpulos. Hablan así –en esta forma fragmentaria y evasiva, compuesta principalmente de omisiones– porque tienen miedo de pecar.

Y aquí es donde reside la incoherencia: suponer que exponiendo la realidad en toda su crudeza se ofende a la Iglesia, ¿no equivale a hacerla a ella responsable de las herejías e inmoralidades del progresismo? ¿Y no es ésa la peor ofensa que cabe hacerle?

La madre amorosa y prudente que con tanta energía nos previno siempre contra el demonio, la carne y el mundo, ¿puede ser la misma que ahora, con un guiño cómplice, nos dice que hay que aprender del mundo y rendirse a la carne y que el demonio no es más que una broma que ya ni siquiera hace reír?

La depositaria de la verdad, que nos dijo: «Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe», ¿puede ser la misma que ahora consiente que en su seno se ponga en duda la resurrección de Cristo?

La maestra infalible que condenó a Lutero y al comunismo, ¿puede ser la misma que ahora prefiere Lutero a San Pío V y Marx a Santo Tomás de Aquino?

¡Ciertamente que no! Dudarlo sí que sería un grave pecado contra la fe.

Es evidente de toda evidencia que la Iglesia está prisionera y ha sido suplantada. ¿Cómo podemos tolerarlo sin intentar a todo riesgo libertarla? A todo riesgo.

También los tiempos, como las personas, tienen su vocación. Y el nuestro no es tiempo de incubar escrúpulos y musitar distingos. Es tiempo de lanzarse a la calle con gritos de ira, de dolor y de alarma.

Y cuando los escrúpulos quieran paralizarnos recurramos a nuestro amor a Dios, a la Iglesia y a nuestros prójimos y procuremos olvidarnos de nosotros mismos. Pensemos que el amor total no conoce los escrúpulos: los tiene una madrastra buena en el trato con su hijastro, pero nunca una madre en el trato con su hijo.

Y pensemos también –pensemos cada noche antes de acostarnos– en el criado del Evangelio que escondió la moneda de su señor por miedo a la responsabilidad: es el espejo supremo del escrupuloso.