Respondo a este hilo con la convicción de ser el único hispanoamericano en ella involucrado. Soy blanco de ojos verdes y tez pálida: siendo francoitaliano por vía paterna, no puedo presumir de rancia hidalguía; pero mi bando materno —compuesto de guipuzcoanos, castellanos y algún francés— puede hacer alarde, como decía Garcilaso refiriéndose al adelantado Almagro, de «padres nobilísimos que fueron sus obras». Si apostamos por la cercanía, sólo una generación me separa de Europa; si por la distancia, los de mi linaje llevan 250 años en América, otrora enarbolando pendones de aquel rey distante en plena época republicana, y es que soy descendiente de generales que algunos han querido echar de sus panteones por poco patriotas a la República, es decir, por poco traidores al Reino. Esto cuento sin más ánimo que el de responder a las ineludibles acusaciones de ser un noreuropeo extranjerizante: yo soy español de ultramar y, aunque hablo el inglés con la misma facilidad que el castellano, estaría dispuesto a batirme por España, el Elíseo del que partimos en lo que quiero imaginar fue un día lluvioso de esos tantos que da el Cantábrico para asentarnos en estos mediocres Prados Asfódelos del insigne Descubridor.
Confieso de antemano, para que no tengan que leerme los que deseen lincharme, que padezco de cierto racismo, creyendo yo sobremanera que la tragedia del Nuevo Mundo yace en su disociación de Europa, en especial de la Madre Patria. Esta disociación política tiene evidentes consecuencias raciales: en «liberarnos», Bolívar y su caterva de sofistas aspaventeros interrumpieron ese continuo flujo migratorio que habría hecho de la América española una auténtica nueva España; basta con ver el Decreto de Guerra a Muerte para ver la tragedia racial que supuso la traición de quien luego se preguntaría si, habiendo expulsado a los «godos», mantenía él, como hijo de ellos, el derecho a permanecer en estas tierras. Bolívar, mereciendo la horca, no tenía derecho a permanecer en tierra alguna, pero los criollos restantes —los que forjaron la América, pues si bien Dios concibió los surcos y cerros de la tierra, el español fue el primero en integrarla en un sistema coherente— indudablemente tenían más derecho sobre el continente que cualquier otro pueblo. En efecto, nuestra América le pertenece al hombre blanco, concretamente al íbero.
Al indio, aunque le reconozcamos sus civilizaciones, sus pirámides, sus mórbidos espectáculos, habríamos de tenerle por una especie de elemento folclórico limitado a las repúblicas de indios que la magnánima sabiduría de nuestros católicos monarcas vino en establecer. El indio es aquel ser curioso —pero inofensivo— que se discierne al irse de excursión montañesca. Siendo este continente nuestro, debemos legislar sobre ellos con cristiana prudencia, buscando concederles el máximo grado de autonomía posible mientras se adhieran a la ortodoxia católica. La fusión sanguínea es en este caso un despropósito. Sirve sólo para desnaturalizar a los unos y a los otros, cosa que no es requisito para lograr la salvación; aunque cada uno dispondrá con acuerdo a estos asuntos, puesto que tampoco es pecado mortal el mestizaje.
Habiendo escrito estos breves párrafos, me permito hacer un pequeño resumen, seguido de unas respuestas igualmente concisas. Creo, en resumidas cuentas, que las razas humanas (i) existen y (ii) muestran importantes, si bien no desmedidas, diferencias entre sí; que, de estas razas que he señalado, difícilmente se podría hablar de superioridad absoluta, aunque el grado de destreza en las distintas habilidades del hombre evidentemente varía, no estando el negro por lo general tan capacitado para gobernar como el blanco, prueba fehaciente de esto siendo quién conquistó a quién (no por esto creo que el poder otorgue el derecho); que es natural el impulso humano por relacionarse con los propios, y que nos conviene una población más blanca. Otrosí, que existan las razas no es óbice para Dios, que no se fija en estas cosas, por más importantes que sean en nuestro desenvolvimiento diario, al decretar salvación o condenación.
Excúseme usted la brusquedad, pero esto es un disparate. Reunidos en audiencia en el tribunal de las naciones, los ingleses deberán afrontar dos cargos: (i) el de someterse al protestantismo y (ii) el de someternos a una Revolución Industrial tan cruenta. En ambos casos, me temo, fue el campesinado inglés el que más sufrió las consecuencias de estos crímenes. Atribuirles la invención de la esclavitud es, sin embargo, una acusación tan grandiosa como injustificada; usted ha de ser un anglófilo consagrado, pues el inglés es, a sus ojos, tan espartano como romano, tan jarl como sultán, siendo en todas las edades y en todas las sociedades algún caballero de los home counties el creador de la esclavitud. El ilota y la cortesana cherquesa son fabricados en la Pérfida Albión, quizá en uno de esos «molinos satánicos» que torturaban a Blake.
Excúseme, repito, la brusquedad, pero esto es ridículo. Sé que usted se refiere a la esclavitud en América, pero ni así resulta veraz su afirmación. Lo cierto es que la esclavitud la adoptamos de nuestros hermanos lusos, que, habiéndose interesado hacia fines del siglo XV por el continente africano, fueron los primeros en establecer allí la trata negrera transoceánica. De tal modo, los primeros africanos llegaron a La Española en 1502, cuando los ingleses no soñaban con conquistar las Trece Colonias y apenas habían completado su primera expedición —pacífica, hasta donde sé— a Terranova. Lo cierto es que el primer esclavo no llegaría a Virginia, aquella joya de la corona, sino hasta el 1619; e incluso se podría decir que los ingleses tardaron en incorporarse a esta industria, siendo el pirata John Hawkins, que inició sus actividades en 1555 —53 años después de la llegada de los primeros esclavos a nuestras tierras—, el primer comerciante de esclavos inglés. Otra cosa: fueron los británicos los primeros en abolir la esclavitud y los que se ocuparon de chantajear a las esclavistas oligarquías cubana y puertorriqueña. ¿También se debe la abolición de la esclavitud en España a esta «nefasta influencia»?
Camarada Rodrigo, ¿por qué dice usted que los portugueses son mulatos? Yo he estado en Portugal y, excluyendo a los negros y mulatos del antiguo imperio, vi una población blanca algo «tostadita». Sostener que son negros es insólito, como decir que los andaluces son moros y que los catalanes, por sus hábitos pecuniarios, son judíos circuncidados. No sé de dónde saca usted la idea. En términos genéticos, los portugueses son prácticamente idénticos a otras poblaciones de la Península. Su haplogrupo mayoritario es el R1b, característico de nuestro sector del continente. Por cierto, siendo usted tan anglófilo, le producirá gran satisfacción enterarse de estamos emparentados con los británicos en asuntos de ADN-Y.
Con esto, además, me despido; nunca fui un gran tertuliano, pero este foro ha servido para desarrollar en mí los hábitos de un asiduo lector. Como de costumbre, me disculpo por las erratas; lo cierto es que no me he preocupado por corregir el borrador.
Ha sido un gusto, señorías. Saludos en Cristo, que me excusará el tono.
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