Es de Francisco José Fernández de la Cigoña alias Pacopepe, de una una conferencia que va a pronunciar mañana. La ha publicado hoy mismo en el foro STM:
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Este artículo llegó a mi correo sin más referencia. ¿Alguien conoce su autor y en qué circunstancias surgió? Gracias.
Una Patria Católica
Como mañana no estaré a pie de ordenador os cuelgo la conferencia que voy a decir en Zaragoza. Y os aseguro que os encomendaré a todos a la Virgen del Pilar. A todos.
En estos días tristes de pérdida de nuestra identidad católica que curiosamente coinciden con los de la pérdida de nuestra identidad nacional, me vais a permitir un recuerdo emocionado de lo que hoy parece ido pero que quiero esperar, y en Dios confío, sea solamente un oscurecimiento momentáneo de nuestro verdadero ser como patria. Una patria gloriosa que siempre estuvo al servicio de Dios.
El nacimiento de la España católica tiene una fecha. El año 589. Y un lugar. Toledo, que celebraba esos días el III Concilio de la Iglesia hispana. Pero no fue como un cometa que aparece un día en la noche para asombro de todos los que miran al cielo. El tercer concilio toledano llevaba siglos preparándose. Con mucho amor y mucha sangre. Estamos en Zaragoza, a cien metros de aquel Pilar bendito. Desde entonces, y van a cumplirse enseguida los dos mil años, los españoles aprendimos, supimos, quisimos, morir por Cristo. Morir por amor.
Posiblemente estamos viviendo estos días tenebrosos por nuestro olvido de nuestros mártires y de nuestros santos. Los hermosísimos santos de la persecución romana. Santos niños, como los encantadores Justo y Pastor, santas adolescentes como Eulalia, santos obispos, santos seglares. Y, de nuevo, en Zaragoza, donde estamos, es inevitable no recordar a los que son recordados como sus “innumerables mártires”. La tierra que pisó la Virgen en carne mortal correspondía a aquel gesto de amor a España con su amor y con su sangre.
Después llegaron tiempos de herejía y los españoles no quisieron ser herejes. Yo casi diría que los españoles no sabían ser herejes. Y fue necesaria más sangre. Esta vez la de un príncipe. Hermenegildo. Era godo. Y, por tanto arriano. Pero la fe verdadera le conquistó. Él no pudo conquistar España. Sólo morir por ella y por Cristo. Y es como si Dios hubiera dicho que ya le bastaba tanta sangre y tanto amor. Que Él ya bajaba a España como Rey supremo de ese reino. Ya sé que no es así. Ya sé que teológicamente es insostenible. Cierto que Dios nos había conquistado. Pero lo que parece es que nuestros mayores habían conquistado a Dios. Y que Dios quiso ser español.
El hermano del príncipe mártir se convierte en Toledo a la verdadera fe. Y, con él, todo el pueblo godo. Ya fuimos, invasores e hispanorromanos, hermanos para siempre. Hasta tal punto que no hay hoy español que pueda decir que su sangre es de unos o de otros. La sangre se mezcló y la fe fue sólo una.
Lo he dicho en más de una ocasión. Benditos los años en los que los obispos son santos. Y la España convertida a Cristo, de modo unánime, fue la España de los obispos santos. Y esa Virgen, que recordaba su primera visita, volvió de nuevo para imponerle una casulla a uno de esos obispos. A uno de esos obispos santos.
Vinieron después días de prueba y de desolación. Nada son los nuestros comparados con aquellos. Todo se había hundido. Apenas quedaba la catacumba. Y de nuevo los mártires de la persecución musulmana. Y de nuevo esa sangre atrajo sobre España la mirada amorosa de Dios.
Y ahí se empleó con especial celo. Y su Madre se nos apareció en mil imágenes. Y su Santiago, nuestro Santiago, combatía al lado de nuestros soldados. Y hasta hubo día que se alargó, porque la Virgen lo quiso, para que fuera posible la victoria.
¡Qué hermosos los santos medievales! Sólo me voy a referir a tres porque el tiempo no me deja. Una bella princesa de Aragón que es la Rainha Santa de los portugueses. También lo he dicho y seguramente me lo habéis escuchado. Todos los días, miles y miles de veces, Dios hace el inmenso milagro de convertir el pan en su Cuerpo. Y tal vez, ante tanta repetición, no nos sobrecogemos, como debiéramos, ante ese extraordinario milagro de amor. Pero, con una princesa española, reina de Portugal, Dios quiso convertir el pan que llevaba a los pobres, contra la voluntad de su marido insensible al dolor ajeno, en hermosas rosas perfumadas. Perfumadas de amor. De amor de la reina a sus pobres y de amor de Dios a la reina.
Nuestro Fernando. Ay si los reyes fueran como Fernando de Castilla y de León. No hay mejor gobierno que el de un rey santo. En días de monarquías bochornosas es aquel hermoso rey, que dobló para Cristo la España que heredara, ejemplo no seguido y recuerdo de sus miserias.
Y Domingo de Guzmán. El gran santo fundador de los dominicos. Con el italiano Francisco sigue siendo hoy lumbrera a seguir, aunque no pocos de los suyos le hayan olvidado.
Con Isabel de Castilla pareció llegar la plenitud de los tiempos. España reconquistada y, al fin, unida. Con un brazo abarcaba a Europa y con otro bautizaba América. Y en esos días de gloria en que parecía que Dios nos bendecía especialmente, quiso regalarnos el Cielo, además, una reina Santa. Bien sé que no soy nadie para elevar a altares. Pero os digo lo que siento. Mi profundo convencimiento de la santidad de Isabel la Católica. La católica por antonomasia. Y llegará el día en el que nuestra Santa Madre Iglesia así lo proclamará.
El Emperador Carlos. El segundo de nuestros Felipes. Y en España no se ponía el sol. Y ese sol contemplaba, todos los días, miles y miles de misas en las que, desde la gloria del Cielo, Nuestro Señor Jesucristo multiplicaba el milagro de hacerse presente en España con su Cuerpo glorioso.
En una choza filipina, en una hermosísima catedral, en una iglesia perdida de un perdido pueblo, sobre una pirámide azteca o teniendo la Hostia como fondo, pues no había iglesia todavía, la belleza inmarcesible de las cumbres nevadas de los Andes.
Todo nos sonreía porque Dios nos sonreía. Y nuestros teólogos iluminaban Trento. Y nuestros artistas hacían bajar del cielo la belleza en nuestros Cristo, en nuestras Vírgenes, en nuestros Santos. La pluma de nuestros escritores parecía que era Dios quien la guiaba. Y nuestros soldados peleaban las batallas del Señor contra el turco y el protestante.
Los santos más gloriosos de la Iglesia querían ser españoles. Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús, que de Ávila es poco apellido para tan excelsa santa. Francisco Javier. Juan de la Cruz, y de Ávila, y de Dios. Francisco de Borja. Tomás de Villanueva... La lista sería interminable.
Y por si fueran pocos los de aquí, los multiplicábamos en América. El indio Juan Diego por medio del cual la Virgen quiso entregarse a la Nueva España para hacerse para siempre con el amor de sus nuevos hijos. Toribio de Mogrovejo. La Rosa de Lima...
Fue España la nación más católica del mundo. Y la más gloriosa del mundo. Hasta que, no sé si por nuestros pecados o porque Dios quiso probar nuestro amor, la gloria se convirtió en desdicha y la victoria en derrota. Todo parecía hundirse salvo el amor de nuestro pueblo a Cristo y a su Santísima Madre.
Perdimos Europa. Y hasta las fuerzas de la Revolución nos invadieron. Todo parecía perdido. Y aquel pueblo agotado en mil batallas, empobrecido porque sus dineros se habían empleado en defensa de Dios y de su Iglesia, sin nobles que le guiaran, apenas sin soldados ya, con reyes decadentes y miserables, sacó fuerza de donde no la había y, ante la profanación del santuario, se levantó contra los soldados que habían conquistado Europa para la Revolución.
¡Guerra!, clamó ante el altar
el sacerdote con ira;
¡guerra!, repitió la lira
con indómito cantar;
¡guerra!, gritó al despertar
el pueblo que al mundo aterra;
y cuando en hispana tierra
pasos extraños se oyeron,
hasta las tumbas se abrieron
gritando: ¡Venganza y guerra!
Por Dios, por la Patria y el Rey. Anticipando la vieja canción carlista, el pueblo español despertó de su letargo. Y supo morir y vencer en otra guerra que también fue eminentemente religiosa.
Pero desgraciadamente la prueba no había terminado. Y las ideas de los vencidos se impusieron a España. Y por cinco veces el pueblo católico español se levantó en armas. En la primera volvió a vencer. Y derribó el Trienio liberal y masónico. Las otras cuatro fue derrotado. Y en España se impuso el liberalismo.
Matanza de frailes, supresión de las órdenes religiosas, destierro de muchísimos obispos, latrocinio de los bienes de la Iglesia, intentos de cisma...
Se podría pensar que Dios se había olvidado de nosotros. Pero no era así. Y nos envió otra legión de santos. Tal vez no fueran aquellas gigantescas figuras de los siglos áureos pero constituyen un hermosísimo cuadro de santidad, de amor a Dios y de amor a los hermanos. Sobre todo a los hermanos más necesitados.
Los mártires del Tonking y de Damasco, Micaela del Santísimo Sacramento, Teresa Jornet, Rafaela Porras Ayllón, el P. Claret, Vicenta María López Vicuña, Joaquina Vedruna, Soledad Torres Acosta, el cardenal Spínola, Domingo y Sol, Mañanet, Ossó, Paula Montal, Ángela de la Cruz... Sería larguísimo enumerar a todos.
Los peores presagios se cernían sin embargo de nuevo sobre la Iglesia. Hasta el punto de que se quería acabar definitivamente con ella. Se adelantaron en América. En nuestra América hispana.
Fue otro poeta, nicaragüense, quien nos dice la situación.
Ay Virgencita que luces
Ojos de dulces miradas.
Pues viste llegar espadas
Que dieron paso a las cruces,
Mira a tus tierras amadas.
Y si hoy arrancan las cruces,
Brillen de nuevo las luces
Del filo de las espadas.
Y vaya si brilló. La epopeya cristera es una de las páginas más hermosas de amor a Cristo de la historia de la Iglesia. Tan bella que me pasaría horas hablándoos de ella. Quede sólo el recuerdo emocionado de tanta fidelidad, de tanta entrega, de tanta sangre, de tantos mártires, de tanto amor. La Virgen del indio Juan Diego recibió esos años miles de rosas rojas, teñidas con la sangre del amor, de innumerables hijos que le devolvían con sus vidas la visita que les hizo en el Tepeyac. Y todos morían con un mismo doble grito: ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva la Madre Guadalupana!
Y Méjico se salvó. Y hoy, la Nueva España, es una de las naciones más católicas del mundo. Por encima de traiciones episcopales, vergonzosas, por encima de la masonería, por encima del asesinato y la persecución.
Muy poco después, aquella España que supo inculcar aquella inmensa fe en sus hijos ultramarinos, vivió de nuevo, yo diría que más que nunca, la persecución más sangrienta que conoció la Iglesia Católica. No voy a extenderme. Días enteros os hablaría, y me quedaría corto, de lo que fue aquello. La gesta más gloriosa entre las mil gestas gloriosas de la esposa de Jesucristo.
Trece obispos, o doce y un administrador apostólico, asesinados. Siete mil sacerdotes, casi trescientas monjas. Sin una sola apostasía que hubiera salvado sus vidas. Muchas de ellas inmoladas con salvajismo indescriptible. Sólo mencionaré a aquel santo obispo que caminaba con paso vacilante hacia la muerte porque aquellos asesinos acababan de castrarle. Cuesta trabajo decirlo. Cuesta trabajo creerlo. Pero así fue. Y otro caso más. El de otro obispo. Que cuando exhumaron su cadáver tenía la mano derecha atravesada por una bala. La mano con que bendecía, en su última bendición episcopal, a los que le asesinaban.
Con ellos, miles y miles de seglares que murieron por amor a Cristo. Asesinados porque eran católicos. Nunca esta tierra de santos dio más santos al cielo. Nunca España había demostrado tanto amor a Cristo. El Cielo se asombró de tantos miles y miles de mártires que llegaban, con su palma en la mano, a recibir el abrazo amoroso con el que les recibía el mismo Jesucristo.
¿Vuelven hoy aquellos días? El horizonte es negro y la persecución a la Iglesia se anuncia. Y os traigo la penúltima cita. De Menéndez Pelayo en el Epílogo de sus Heterodoxos. Más actual que nunca. Mucho más actual que cuando aquel gran católico lo escribió.
¡Dichosa edad aquella, de prestigios y maravillas, edad de juventud y de robusta vida! España era o se creía el pueblo de Dios, y cada español, cual otro Josué, sentía en sí fe y aliento bastante para derrocar los muros al son de las trompetas o para atajar al sol en su carrera. Nada parecía ni resultaba imposible: la fe de aquellos hombres que parecían guarnecidos de triple lámina de bronce, era la fe, que mueve de su lugar las montañas. Por eso en los arcanos de Dios les estaba guardado el hacer sonar la palabra de Cristo en las más bárbaras gentilidades; el hundir en el golfo de Corinto las soberbias naves del tirano de Grecia, y salvar, por ministerio del joven de Austria, la Europa occidental del segundo y postrer amago del islamismo; el romper las huestes luteranas en las marismas bátavas con la espada en la boca y el agua a la cinta y el entregar a la Iglesia romana cien pueblos por cada uno que le arrebataba la herejía.
España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; esa es nuestra grandeza y nuestra unidad; no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los arévacos y de los vectones o de los reyes de taifas.
Eso es lo que hoy se nos anuncia. O, desgraciadamente, lo que estamos viendo. La España que ha dejado de ser católica cumple a la letra el triste vaticinio de Menéndez Pelayo. España parece a punto de dejar de ser España.
Quiero terminar mis palabras con otros versos de un poeta católico y españolísimo. Que ellos sean una oración por España. Por nuestra amada patria católica. Y que Dios Nuestro Señor, de quien España se quiso siempre, desde los más remotos siglos, hija fidelísima y campeona suya por su gloria, vuelva sus ojos misericordiosos sobre este rincón que le amó como ninguno otro le amara, que murió de amor por Él a lo largo de su historia, y que hoy, desde esta pusilla grex, que se quiere, sobre todo, hija suya, vuelve a Cristo sus ojos pidiéndole que pese a nuestros muchos pecados y miserias, no por nosotros, Señor, si no por Ti y por la gloria de Tu nombre, no dejes morir a España.
¡Señor! ¡Mi patria llora!
La apartaron, ¡oh Dios!, de tus caminos,
y ciega hacia el abismo corre ahora
la del mundo de ayer reina y señora
de gloriosos destinos.
Hijos desatentados,
que ya la vieron sin pudor vencida,
la arrastran por atajos ignorados...
¡Señor, que va perdida!
¡Que no lleva en su pecho la encendida
luz de tu Fe que alumbre su carrera!
¡Que no lleva el apoyo de tu mano!
¡Que no lleva la Cruz en la bandera
ni en los labios tu nombre soberano!
¡Señor! ¡Mi patria llora!
¿Y quién no llorará como ella ahora
tremendas desventuras,
si fuera de tus vías
sólo hay horribles soledades frías,
lágrimas y negruras?
¿Quién que de Ti se aleje
camina en derechura a la grandeza?
¿Ni quién que a Ti te deje
su brazo puede armar de fortaleza?
Solamente unos pocos pervertidos,
hijos envanecidos
de esa Madre fecunda de creyentes
pretenden, imprudentes,
alejarla de Ti: son insensatos;
olvidan tus favores: son ingratos,
desprecian tu poder: están dementes.
Pero la patria mía,
por Ti feliz y poderosa un día,
siempre te ve, Señor, como a quien eres,
y en Ti, gran Dios, en Ti sólo confía;
que es grande quien Tú quieres,
fuerte quien tiene tu segura guía,
sabio quien te conoce,
¡y feliz quien te sirva y quien te goce!
¡Señor! ¡Mi patria llora!
Ebria, desoladora,
la frenética turba parricida
la lleva a los abismos arrastrada,
la lleva empobrecida...,
¡la lleva deshonrada!
¡Alza, Señor, tu brazo justiciero,
y sobre ellos descarga el golpe fiero,
vengador de sus ciegos desvaríos!...
¡No son hermanos míos
ni hijos tuyos, Señor! ¡Son gente impía!
¡Son asesinos de la patria mía!
¡Señor, Señor; detente!
¡No hagas caer sobre la impura gente
el rudo golpe grave
de la iracunda mano justiciera,
sino el toque suave
de la mano que funde y regenera!
Y a Ti ya convertidos,
los hijos ciegos a tu amor perdidos,
aplaca tus enojos,
la noche ahuyenta, enciéndenos el día
y pon de nuevo tus divinos ojos
en los destinos de la patria mía.
¿No es ella la que hiciera
con los lemas sagrados
de la Cruz y el honor una bandera?
¿La que tantos a Ti restituyera
pueblos ignotos de tu fe apartados,
que con sangre de intrépidos soldados
y con sangre de santos redimiera?
¿Y Tú no eres el Dios Omnipotente
que quitas o derramas con largueza
gloria y poder entre la humana gente?
¿No eres prístina fuente
de donde ha de venir toda grandeza?
¿No eres origen, pedestal ingente
de toda fortaleza?
¿No es toda humana gloria
dádiva generosa de tu mano?
¿No viene la victoria
delante de tu soplo soberano?
¡Señor, oye los ruegos
que ya te elevan los hermanos míos!
¡Ya ven, ya ven los ciegos!
¡Ya rezan los impíos!
¡Ya el soberbio impotente
hunde en el polvo, ante tus pies, la frente!
¡Ya el demente blasfemo, arrepentido,
cubre su rostro, el pecho se golpea
y clama compungido:
“¡Alabado el Señor, bendito sea!”
Y los justos te aclaman,
alzando a Ti los brazos, y te llaman;
y porque España sólo en Ti confía,
al unísono claman
todos los hijos de la patria mía:
¡Salva a España, Señor; enciende el día
que ponga fin a abatimiento tanto!
¡Tú, Señor de la vida o de la muerte!
¡Tú, Dios de Sabahot, tres veces Santo,
tres veces Inmortal, tres veces Fuerte!...
¡Qué esta oración de Gabriel y Galán sea hoy nuestro ruego esperanzado! El Señor que hizo España no va a olvidar tanto amor, tantos mártires, tantos santos.
Es de Francisco José Fernández de la Cigoña alias Pacopepe, de una una conferencia que va a pronunciar mañana. La ha publicado hoy mismo en el foro STM:
http://miarroba.com/foros/ver.php?fo...temaid=5153569
Aquí corresponde hablar de aquella horrible y nunca bastante execrada y detestable libertad de la prensa, [...] la cual tienen algunos el atrevimiento de pedir y promover con gran clamoreo. Nos horrorizamos, Venerables Hermanos, al considerar cuánta extravagancia de doctrinas, o mejor, cuán estupenda monstruosidad de errores se difunden y siembran en todas partes por medio de innumerable muchedumbre de libros, opúsculos y escritos pequeños en verdad por razón del tamaño, pero grandes por su enormísima maldad, de los cuales vemos no sin muchas lágrimas que sale la maldición y que inunda toda la faz de la tierra.
Encíclica Mirari Vos, Gregorio XVI
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