Reliquias de la Pasión de Cristo.
Por Bruno de la Inmaculada.
El hereje Calvino se burlaba afirmando que con las reliquias de la Cruz que se veneran en iglesias de todo el mundo se podría llenar un barco. Ahora bien, según los cálculos realizados en el siglo XIX por Charles Rohault de Fleury, tras haber estudiado los ligna crucis conocidos, cálculos que fueron confirmados en el siglo XX por Michael Hesemann, la Cruz original tendría un volumen de 36.000 cm³ y los trozos de más de un centímetro documentados apenas llegarían a 4.000; no llegan al 10% del madero original. Desgraciadamente, no se ha dado suficiente publicidad a estos estudios, y en estos tiempos descreídos y modernistas son numerosos los católicos que dudan de la autenticidad de las reliquias de la Pasión, repitiendo un argumento similar al del mencionado heresiarca. Les parece imposible que se conserven tantas astillas de la Cruz.
Además, señalan algunos, el travesaño que cargaba el reo era arrojado después a una pila y habría sido imposible saber cuál era el auténtico, y más al cabo de tres siglos. Cierto es que siempre han existido falsificaciones de reliquias, del mismo modo que se falsifican todos los objetos valiosos y se falsifican productos que se venden en el comercio. Pero también abundan las reliquias autenticadas por las autoridades eclesiásticas y avaladas por milagros, en tanto que consta la falsedad de otras y hay por último otras que son dudosas. Y habiendo tantas reliquias menores autenticadas, no sólo del Señor sino de simples santos, es indudable que se han conservado muchas de la Cruz, por ser las más valiosas.
Algunos de los que rechazan sin excepción la autenticidad de los ligna crucis han llegado a decir que no tenemos garantía de ellos pero sí tenemos una reliquia más importante: la Sábana Santa. Y es cierto que la Santa Síndone es una reliquia de primer orden. Es importantísima, fundamental, pero no concuerdo con que sea más importante que el Madero de la Redención; no pasa de ser un testimonio fotográfico de la Pasión y Resurrección, que no es poco. Ahora bien, la Cruz es nada menos que el instrumento de la Redención. ¿Iba a querer Nuestro Señor que algo tan valioso se perdiera?
Cuenta Eusebio de Cesarea en su Historia eclesiástica que aunque el general Constantino, hijo de Santa Elena, era pagano respetaba a los cristianos. Cuando tuvo que enfrentarse a Majencio en el año 311 tuvo un sueño la noche anterior a la batalla en el que vio una cruz luminosa en el cielo y oyó una voz que le decía: «In hoc signo vinces» (con esta señal vencerás). Al día siguiente, antes de iniciar la batalla mandó colocar la cruz en los lábaros de sus batallones, y exclamó: «Confío en Cristo, en quien cree mi madre Elena». Tuvo una victoria aplastante, llegó a ser Emperador y decretó la libertad para los cristianos, que llevaban casi tres siglos padeciendo crueles persecuciones.
Autores de la más remota antigüedad como Rufino, Zozómeno, San Juan Crisóstomo y San Ambrosio cuentan que Santa Elena, madre del emperador Constantino, peregrinó a Jerusalén en busca de la Cruz en que murió Jesús. Tras muchas y profundas excavaciones fueron hallados tres maderos. Ante la imposibilidad de saber cuál era el del Señor, los llevaron a una mujer moribunda. La tocaron con uno de ellos, y se agravó. Le aplicaron otro, y no mejoró de su dolencia. Mas al tocarla con el tercer madero recobró de inmediato la salud. Santa Elena y el obispo Macario llevaron la Cruz en una multitudinaria procesión por las calles de Jerusalén, y se cuenta que por el camino se encontraron con una viuda que llevaba a enterrar a su hijo. Al acercarle la Cruz, el muchacho resucitó.
Con la toma de Jerusalén en 638 por los mahometanos la reliquia dejó de estar en manos cristianas. Los cruzados la recuperaron más tarde, y denominaron a la Ciudad Santa con el calificativo de civitas crucis, dado que allí se custodiaba la reliquia más importante de la Cristiandad; se sabe también que la Orden del Temple la llevaba a las batallas. Pero desde el primer momento (siglo IV) ya se repartían astillas a las iglesias en relicarios especiales con forma de cruz.
La corona de espinas.
La primera noticia que se tiene del culto rendido en Jerusalén a una corona de espinas que había estado en la cabeza de Jesús se la debemos al prelado napolitano Paulino de Nola, que viajó a los Santos Lugares en 409. En su diario de viaje anotó: «Junto con la Santa Cruz y la columna de la flagelación se rendía homenaje a las espinas con que fue coronado nuestro Redentor». Por San Vicente de Lerins († c. 440-445), sabemos que la Corona de Espinas que se veneraba en Jerusalén tenía «forma de pileo, es decir, de casco militar romano, y le había cubierto toda la cabeza».
Los estudios forenses realizados sobre la Sábana Santa han confirmado que tenía esa forma, aunque las representaciones artísticas suelen guiarse por la reliquia que se conserva en la Santa Capilla de París, que no es más que un trenzado de juncos que tal vez se utilizó para sujetarla. Más de setenta manchas diminutas de sangre producidas por las espinas tanto en la zona frontal como en la occipital salpican la Síndone, llegando hasta la nuca. El número de espinas debió de ser más elevado, dado que al no estar todo en contacto con la cabeza, muchas otras pequeñas heridas no pudieron dejar su huella en la tela. Del mismo modo, muchas espinas debieron de estar orientadas en otra dirección y no llegaron a herir la cabeza de Nuestro Señor. Por esta razón, no todas las que se veneran en nuestras iglesias tienen rastros de sangre.
Cuando el 25 de marzo, fiesta de la Anunciación, coincide con el Viernes Santo, muchas espinas de la Corona de Cristo sufren –solamente durante ese día– una prodigiosa transformación física que ha sido documentada en numerosas actas notariales en los últimos cuatro siglos, y más recientemente, en fotografías y filmaciones. Algunas reverdecen; otras, inician un proceso de floración (aparecen yemas u hongos de aspecto lechoso); por último, otras enrojecen (las diminutas manchas de sangre coagulada presentes en el tejido leñoso cobran una tonalidad roja intensa).
En algunos casos, se manifiestan a la vez dos de los fenómenos mencionados o incluso los tres, como por ejemplo en la Santa Espina de Andria (Bari), la de Montone (Perugia) y la de Nápoles (monasterio de las Carmelitas Descalzas de Ponti Rossi). La coincidencia litúrgica de las fechas es rarísima, dándose apenas dos o tres veces por siglo. En el siglo XX se dio en marzo de 1910, 1921 y 1932. En la presente centuria ha sido en 2005 y 2016. No volverá a darse la coincidencia hasta 2157 y 2168. La razón está muy clara: es la coincidencia litúrgica de la Encarnación de Cristo (primera Creación) y su muerte (que da lugar a la segunda Creación o Resurrección).
Bruno de la Inmaculada.
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