Pioneros españoles en la guerra de Vietnam






El teniente coronel Pedro Bernal, hoy general, al mando de la fuerza española en Namibia



VIRGINIA RÓDENAS



Actualizado Domingo, 15-02-09 a las 12:42


Al general Antonio Velázquez Ribera no hace falta que nadie le venga con películas. «Lo que yo vi en Vietnam es el “Platoon” de Oliver Stone: americanos a los que les importaba un carajo la vida de los otros porque lo único que querían era volver vivos a su país, y que habían planteado la misma guerra de guerrillas que el Vietcong, donde “platoon” no es más que un pelotón, en hombres como una sección de las nuestras, veintitantos, en medio de combates muy duros, pero muy bien apoyados por el aire, donde eran los amos. Oíamos un motor y te decían “recuerda siempre que ése es el sonido de los nuestros” y eso aliviaba mucho la tensión. O no tanto: Volando en uno de sus helicópteros camino de Saigón vi que empezaron a ametrallar al suelo; pregunté si nos estaban bombardeando, porque no había oído nada, y un piloto que llevaba escrito en el casco “González” me respondió que “hay que gastar la munición que se caduca” y que estábamos sobre una “zona de tiro libre”, o sea que, o no había nadie, o los que había eran enemigos; y allí había gente. Eran las bajas “colaterales” que luego nos llegaban al hospital de Go Cong con unos agujeros así de grandes en la espalda. Recuerdo que no pude sino soltarle una barbaridad, “¿y por qué no le tira al coño de su madre?”».
Velázquez tenía 25 años, acababa de salir de la Academia en julio del 68, se había casado en octubre y en marzo siguiente cuando partió hacia la sangría de Vietnam estaba esperando una hija. ¿Y qué pintaba el entonces teniente médico Velázquez junto a una decena de militares españoles en un hospital de mala muerte en el delta del Mekong, en el mismo ombligo de la terrible guerra de la que tanto habían oído hablar? Simplemente, servir como voluntarios en la primera misión de ayuda humanitaria de nuestras Fuerzas Armadas.
Salimos de España muy discretamente. El Gobierno no quería hacer público su apoyo a EE.UU. aunque oficialmente estábamos con Vietnam del Sur. Se montó una buena discusión en las Cortes de entonces porque el ministro de la Guerra quería mandar tropas a luchar contra el comunismo, pero el ministro de Exteriores, Castiella, se opuso, y Franco cortó la polémica con la decisión de que fueran militares sanitarios, pero no combatientes. Los americanos querían que se viera que allí había un país occidental, pero Máximo Cajal, entonces embajador en Tailandia, se afanó en que nuestra presencia resultara casi invisible, hasta el punto de que no quería ni que lleváramos uniforme». Era el guiño de Franco a los americanos en el marco de los acuerdos entre ambos países y que se inscribió a través de la Oficina de Asistencia Militar del Mundo Libre (FWMAO) como Misión Sanitaria Española de Ayuda a Vietnam del Sur. Un apoyo para una guerra que el Caudillo ya daba por fracasada. «Política y militarmente —le escribió en agosto de 1965 a Lyndon B. Johnson— su guerra la tienen perdida debido a que el comunismo social agrada al pueblo vietnamita ya que ofrece más posibilidades que su sistema liberal occidental». Es más, el general español —según consta en la misiva que se conserva en los Archivos del Departamento de Estado norteamericano— le espetó al presidente de EE.UU.: «No conozco a Ho Chi Minh, pero por su historia y su empeño en expulsar a los japoneses primero, a los chinos después y a los franceses más tarde, hemos de conferirle un crédito de patriota al que no puede dejar indiferente el aniquilamiento de su país. Y dejando ahora su carácter de duro adversario, podría ser, sin duda, el hombre de esta hora, el que Vietnam necesita». No consta la reacción de Johnson, al que debió helársele la sangre ante el elogio a su terrible enemigo por parte del dictador español que demostró una lucidez y visión estratégica muy superior a la del Pentágono.
Los vietnamitas condecoran al teniente médico Velázquez (en primer plano, el capitán Rojas)


El primer equipo de militares llegó a Saigón en septiembre de 1966 y desde entonces, y hasta cinco años después, la bandera española ondeó en el delta del Mekong. Vestidos con uniformes de faena americanos, que se resistían a usar por si se le confundía, protegidos por un chaleco antibalas y un casco, y armados con un fusil M-40, treinta militares españoles llevaron a cabo una misión tan desconocida que a su discretísimo regreso, como relata a D7 el único de aquellos expedicionarios que llegó a general, «se me acercó un comandante y me preguntó que si no era muy joven para haber estado en Ifni, a la vista de la cruz roja que llevaba. Cuando le dije que era por Vietnam exclamó “¿es que se va usted a cachondear de mí?” Luego, años después, el coronel Faúndez, que tenía mucho prestigio, solicitó al entonces ministro de Defensa, Eduardo Serra, que le hiciera general honorífico a su retirada, pero se lo negó porque haber estado en Vietnam no era mérito suficiente. Yo no sé si con haber estado allí bastaba, pero le aseguro que hacía falta ser muy valiente para ir a esa guerra en aquel momento».
Al propio Velázquez, que se embarcó en la aventura dos años después de iniciada la misión, se lo dijo su padre, también médico militar. «Luego, me lo propuso mi coronel. Aquella era una guerra mítica para nosotros, muy rechazada por la sociedad occidental, más que hoy la de Irak. Yo fui con los ojos cerrados. Tenía muchísima ilusión y muchísimo miedo. Fue una experiencia muy bonita, —me cuenta el general desde su retiro ceutí—, pero también muy triste porque se veían cosas muy malas».
El drama de los niños
A este médico, «por ser el más nuevo», le tocó atender Pediatría, que nadie quería, en el hospital provincial de Go Cong, a 46 kilómetros al sur de Saigón, un ruinoso edificio iluminado por un generador donde las madres acompañaban a sus hijos tendidos sobre hojas de palma, amontonados de dos en dos y hasta de tres en tres. «Las condiciones de trabajo eran francamente difíciles, lo mismo que las condiciones de vida en medio de aquella guerra civil. La comunicación con España era inexistente, salvo las cartas que nos enviaban nuestras familias y las que nosotros les escribíamos a ellos y que recibíamos con ocho días de retraso. Nunca pude hablar con Madrid, ni con mi mujer... Del nacimiento de mi hija Carmen, que nació el 14 de julio, me enteré diez días más tarde. Es verdad que el ejército regular de Vietnam del Norte no llegaba hasta allí, pero todo estaba plagado de guerrilleros. Se oían ráfagas de disparos y no se veía nada. También es cierto que no venían a por nosotros porque atendíamos a la población civil —la mayoría vietcongs—, pero si te caía un morterazo encima te la liaban. Yo llegaba a la consulta y elegía a los más graves de los 300 chiquillos que podían estar esperando y de los que todos los días se me morían tres o más. Faltaban medicamentos, faltaba sangre... Había malaria, cólera, disentería, paludismo... Y luego estaban los heridos. Fue terrible».

Los recuerdos de Antonio Velázquez están cuajados de anécdotas, de muertes, de vida y amigos, y hasta de milagros. «Lo peor era la sensación de inseguridad. No sabías por dónde te podía venir un atentado; dónde estaba el amigo o el enemigo. Una tarde paseando me topé con un trabajador del hospital. “Váyase a casa que esta noche bum-bum”, y efectivamente esa noche bombardearon. Otro día fuimos a Saigón, a casa de un americano que estaba casado con una española y que celebraban la Fiesta Nacional, entonces el 18 de julio, y la vuelta era muy complicada porque había que atravesar varios brazos de río; nos detuvieron unos guerrilleros vestidos con ese esquijama negro y el gorro cónico típico y nos dimos a conocer como médicos españoles, “taibanha” (españoles), lo primero que aprendí a decir en vietnamita, y nos dejaron pasar. Al día siguiente, los americanos nos contaron que justo después de dejarnos pasar habían atacado uno de sus puestos».
El último día fue para aquel joven teniente médico una jornada triste y terrorífica. «Me dio por pensar, fíjese, después de seis meses, si al final no llegaba a ver a mi hija». Pero la vio. Y a otras dos más. Una de ellas, Rocío, es teniente, enfermera, y, como su padre, voluntaria en misiones de paz a Kuwait, a Kosovo...
La casa de los militares españoles en Co Gong con el cartel de Misión Sanitaria Española

También Velázquez se pudo traer de su primera guerra el recuerdo de otros españoles que 110 años antes tomaron Saigón a las órdenes del coronel Palanca: un monumento cerca de la catedral les rendía homenaje. «La estatua ya no existe —lamenta—; de aquello no queda nada, y muy pocos españoles saben algo».
En la guerra de Cochinchina
Pero el coronel José Antonio Pizarro, doctor en Historia y profesor en el Centro de Estudios de la Defensa (Ceseden), estudió bien aquella toma de Saigón por tropas españolas y francesas, de la que el próximo 17 de febrero se cumplen 150 años. Fue la guerra de la Cochinchina (sur de Vietnam) a la que se embarcaron 1.500 españoles procedentes de la Capitanía de Filipinas tras la decapitación del vicario apostólico del Tonkín central, el dominico español Díaz Sanjurjo, en medio de una terrible persecución contra los católicos. «Desembarcaron en la famosa bahía de Da Nang —que volverá a ser fundamental en la guerra del Vietnam (1958-75)—. En nuestras filas había muchos soldados tagalos, más habituados a las enfermedades tropicales, que son el gran enemigo de la expedición, hasta el punto de que cada hombre causa baja al menos cuatro veces. Se enfrentan al paludismo, amebas, serpientes y a las hormigas rojas que podían devorar a los heridos. Piense que los chinos desisten de conquistar Vietnam tras más de mil años de intentos al tratarse de un territorio mitad jungla y mitad calcáreas, que se presta muy bien a la defensa y muy mal a la invasión». Por eso se apuesta por la toma de Saigón, al sur, y cortar el suministro de arroz al norte. «A la ciudad —relata Pizarro— entró una compañía de cazadores, una unidad de ingenieros, de artillería y una dotación de desembarco del buque Elcano, junto a los militares galos. Al final, 233 españoles y 322 franceses defienden Saigón de unos vietnamitas de los que ya entonces se dice que eran muy expertos en el movimiento de tierras, un trabajo de hormigas con el que cavaban hasta las mismas trincheras del enemigo».
En mayo de 1862, el emperador vietnamita Tu Duc pidió iniciar las negociaciones de paz, y así se alumbró el tratado por el que nacía la Indochina francesa, «que fue la perla del imperio galo, con minas, arroz, caucho... Para los españoles, enviados por el Gobierno de O'Donnell sin el más mínimo proyecto político —subraya el coronel—, no hubo resultados a pesar del magnífico trabajo de nuestra gente, sólo una indemnización de guerra, escasa y tardía, y un montón de tumbas».


http://www.abcdesevilla.es/20090215/...902151100.html