Extraído de www.us.es ( www.quintocentenario.us.es/ historia/1505-2005/capitulo7/dulceVida.jsp )
«¡OH DULCE VIDA LA DE LOS ESTUDIANTES!»
El prestigio y la fama, basados en fundamentos incontestables en sus respectivas épocas de auge, de las Universidades de Salamanca y Alcalá era incomparable y sobre su reconocimiento se cimentaba la capacidad de atracción que ejercían. La proliferación de colegios y universidades en Castilla durante el siglo XVI en otros lugares, y por consiguiente la disminución de las distancias que el estudiante tenía que recorrer para acceder a la formación y el grado, sin embargo, no hizo olvidar la idea bien asentada en la tradición universitaria de que, como escribía Bermúdez de Pedraza en 1614, «ha de ser la Uniuersidad lexos de la patria, copiosa de estudiantes y maestros, porque en la abundancia dellos ay buenos y mejores que elegir y estudiantes de floridos ingenios por cuya comunicación se abren los ojos del entendimiento al conocimiento de varias ciencias». Esta consideración debió de ser tenida en cuenta por muchos de los que acudieron a Salamanca o Alcalá arrostrando las incomodidades de los largos desplazamientos y el coste que suponía el mantenimiento. En estas grandes universidades el trasporte de estudiantes y de las cosas que necesitaban, incluidas ropa y dinero, dio lugar al desarrollo de dispositivos legales de protección y a una organización auspiciada por sus mismas autoridades académicas. En grupo, como cofradías de las naciones o de los partidos, los estudiantes negociaban y contrataban con los arrieros las condiciones y los precios. En 1527 a los sevillanos se les cobraba por el traslado a Alcalá 20 reales y a los cordobeses 16, tarifa que había subido en 1544 otros 2 reales. La inflación secular fue encareciéndola. «Los caminos de aquí a Sevilla estaban muy caros», comentaba en 1581 el rector del colegio salmantino de La Magdalena. Además, los contratos colectivos reforzaban las solidaridades regionales. En 1633 los sevillanos en Salamanca se reunían en el convento de San Agustín de esa ciudad, «sitio donde nos solemos juntar», y por esos años contrataban, al igual que los madrileños, con dos ordinarios de estudiantes como correspondía a la importancia de su número.
Matrícula en Cánones de Nicolás Antonio. Archivo Histórico de la Universidad de Sevilla.</div>En términos exclusivamente económicos la decisión de estudiar en una u otra Universidad se resolvería por comparación de los costes de mantenimiento, pero en este aspecto las ventajas de la cercana desaparecerían a partir de determinada distancia. Sevilla era una ciudad cara y vivir en ella sólo sería rentable para sus mismos vecinos. Por otro lado, la existencia urbana de Salamanca y Alcalá se ordenaba en torno a sus universidades y existían diferentes sistema de alojamiento para su población estudiantil. Los fundadores y donadores, más o menos generosos, de colegios y becas consignaban normalmente sus dotaciones para estudiar en esas ciudades como hicieron algunos prebendados de la catedral de Sevilla. Ni éstos ni ningún otro benefactor se acordó del Colegio de Santa María y de la Universidad que sustentaba para sufragar los estudios de aquéllos que quisiesen cursar en ella. Con un desarrollo limitado por sus propias insuficiencias y por la falta de apoyo oficial y privado, no consiguió concentrar la clientela universitaria potencial de la ciudad y su área de influencia. No obstante, los estudiantes de Santo Tomás, San Hermenegildo y los suyos sumarían un volumen estudiantil bastante notable que no se apreciarían tanto a causa del mismo tamaño de la ciudad pero que demandaba albergue. En 1577 un tinerfeño canonista vivía en una casa «donde posan otros estudiantes», el colegio de la Compañía tenía anejo una «casa de los estudiantes» y consta que hacía 1625 algunos vivían agrupados, cabe suponer que al modo de pupilaje. Tanto para los sevillanos como para los forasteros la opción de matricularse en la Universidad de Sevilla o desplazarse a las grandes y prestigiosas debió de obedecer a una gran variedad de razones.
Arenal de Sevilla (1650), Anónimo. The Hispanic Society of America, Nueva York.Aunque se sospeche cuáles fueron, sólo la acumulación de investigaciones singulares permitiría establecer la sociología de estas conductas. Para los primeros que cursaron en Salamanca o Alcalá primaría indudablemente la valoración de criterios no económicos que el estudiante compartiría porque los gastos devengados en sus estudios eran detraídos de su herencia familiar. Esta fue la causa del pleito que sostuvo en 1523 Fernando de Isla, estudiante en Salamanca, hijo del jurado y mercader Bernardino de Isla, con su madre y sus hermanos, y es lo que ordenó que debía hacerse con dos de sus hijos que estaban en esa misma universidad el médico sevillano doctor Martín López de la Cueva en 1569. Se trataba de familias burguesas con un cierto nivel de ingresos. Nicolás Antonio, de una rica familia de mercaderes, hizo sus estudios preuniversitarios en el Colegio de Santo Tomás antes de matricularse en Salamanca en 1634. En el curso siguiente lo hizo en la Universidad de Sevilla en cánones para volver de nuevo a Salamanca y parece que terminó bachillerándose en Santa María de Jesús. Un proceso semejante y más largo siguió años más tarde Juan de Loaysa. Su padre era escribano público y burgués su medio familiar. Compartía con el anterior el origen flamenco. Fue educado en su primera infancia por un maestro privado, después pasó a Santo Tomás y de allí a San Hermenegildo. Con lo que aprendió, como tantos otros, tomó el bachillerato en Artes en Maese Rodrigo en 1647. Todos los compañeros que menciona en su breve autobiografía pertenecían a los estratos superiores de la sociedad urbana, desde la nobleza media a la burguesía profesional o administrativa. Estudió tres cursos de derecho en la Universidad de Sevilla y, si bien recordaba con agradecimiento a sus catedráticos, «por falta de exercicio o sobra de divertimiento yo saqué –confiesa– de allí poco o ningún fruto. Conociéndolo así, mi padre me embió a ver si me perfeccionaba algo a Salamanca por octubre de 1651». En su Universidad se bachilleró en Cánones al año siguiente.
A la distorsión de la imagen social del universitario han contribuido tanto la literatura como las misma fuentes documentales universitarias. Éstas prestaban mucho más atención a la pobreza del estudiante que vivía en el límite de la subsistencia. De los «pobres» estudiantes mendicantes se preocupaban los estatutos salmantinos de 1594 y 1604 para prohibir que anduviesen por las calles pidiendo limosna y a esta actividad se refería Cristóbal Pérez de Herrera en 1598. Las solicitudes de rebajas de grados, como es obvio, encomian estas situaciones. En 1576 un padre jesuita de Córdoba recomendaba al rector de la Universidad de Sevilla algunos de sus discípulos para que tuviese en consideración que eran pobres y virtuosos. Dos familiares del Colegio que fueron condenados en 1598 por ladrones vestían con harapos y comían de la limosna que los colegiales repartían entre los pobres vergonzantes. Hay otros casos, pero las estadísticas de graduación demuestran que muy pocos bachilleres en cánones consiguieron que la alegación de pobreza como motivo para pedir el abaratamiento del título les fuera admitida. No fueron más del 2,5% en todo el siglo XVII. Sin embargo, este dato, no significa que la pobreza o la real falta de recursos fuese excepcional. Más numerosos, en apariencia, entre los artistas, había «pobres» en todas las carreras y el origen de esa condición, a juzgar por los testimonios de los mismos interesados, era muy diverso y discutible. Estaban los que se consideraban tales por la carga familiar que soportaban o porque era la familia quien les sostenía, pero su situación no les había impedido estudiar en Salamanca o incluso adquirir en esa universidad el bachillerato. Convenía ahora presentarse pobres para obtener la licenciatura y hasta el doctorado en Sevilla a precios de saldo. La verdad es que resultaba difícil discutirles la pobreza cuando, según la calidad personal y familiar de la que presumían, merecían vivir en condiciones más desahogadas y más todavía si se autocalificaban como pobres de solemnidad. Es la misma concepción que se manifestaba en las declaraciones de los testigos de las informaciones de los colegiales y que se concretó en el empleo cada vez más frecuente del «don» entre estudiantes y graduados. En el siglo XVI muy pocos lo utilizaban y entre los estudiantes de Medicina ninguno. En el primer cuarto del XVII casi el 17% de los bachilleres en Cánones y poco menos del 6% de los Artes ya lo empleaban, mientras que sólo el 1% de los graduados en Teología y Medicina se servían de él. Tal vez en esta época el «don» poseía aún su valor de prelación de estatus y refleje una cierta diferenciación social de los tipos de universitarios según las carreras. Esta posibilidad parece reforzada por el hecho de que el empleo del «don» se incrementó en el segundo cuarto proporcionalmente en cada una conservándose las distancias. Desde los sesenta su uso fue ya universal y a principios del XVIII el rector se dirigía a los estudiantes llamándoles «caballeros», denominación que sabemos que en su estricto sentido no les correspondía a todos ellos. Si se interpreta como resultado del proceso de aristocratización del mundo universitario, el fenómeno debe entenderse tanto por el triunfo de los valores aristocráticos como por la restricción de su extracción social.
En Santa María de Jesús, al igual que en el resto de las instituciones que respondían al modelo de Colegio-Universidad, los estudiantes fueron relegados a una posición pasiva en su centralizada y jerárquica distribución de poder. No obstante, como se ha comprobado, en 1565 se les reconoció un derecho de voto en las oposiciones de cátedras, probablemente ejercido desde antes, que tuvo escasas repercusiones por las mismas limitaciones del desenvolvimiento de la Universidad. Ni los Estatutos de 1621 ni las normativas anteriores reflejan la existencia de una organización corporativa estudiantil más o menos regulada. Sin embargo, la naturaleza propia de la sociabilidad del grupo ya habría dado lugar, como en otras universidades, al desarrollo de formas de solidaridad interna. El rector Alonso de Hojeda preguntó en 1566 a los miembros del claustro si querían hacerse de una cofradía que había en el Colegio de colegiales y estudiantes de la Universidad «para que honren y vayan a los entierros y fagan lo demás que fazen los cofrades». En 1554 los estudiantes habían llegado a protestar colectivamente ante Egidio, visitador del Colegio, y recuérdese que en 1591 pleitearon para recuperar el voto en las oposiciones; los que firmaron el escrito de 1627 contra las manipulaciones colegiales se atribuyeron la representación «de toda la uniuersidad de los estudiantes desta ciudad» y algo parecido hicieron los que pidieron la lectura de las cátedras de medicina en 1670. Todas estas noticias revelan que los estudiantes adoptaban conductas corporativas cuando se enfrentaban a situaciones académicas que les afectaban. Falta demostrar si, pese al silencio estatutario, sus respuestas unitarias dieron origen a algún tipo de institucionalización. La primera referencia a la figura de un «rector de los estudiantes» es de 1680 pero entonces no tenía asignado ningún lugar en las ceremonias universitarias. Desde aquí los oficios estudiantiles evolucionaron hasta su reconocimiento institucional. A principios del XVIII existían un rector, un vicerrector y un secretario de los estudiantes. La función del primero, también denominado bedel, como el segundo, vicebedel, consistía en «presidir las conferencias de su clase a falta de los maestros, repartir a los que las an de tener y argüir». Aunque el rector del Colegio-Universidad podía nombrar a otros y cesarlos por infracciones personales o por responsabilidad en tumultos colectivos, eran elegidos por los mismos estudiantes y es posible que los de la Universidad, los de Santo Tomás y los de San Hermenegildo participasen en la elección conjunta del rector, si bien cada uno de estos colegios tenían su rector y vicerrector de estudiantes particulares.
La participación del estudiantado, identificado como tal, en determinadas fiestas del calendario litúrgico y en las fiestas de celebración de acontecimientos relevantes era consustancial a la tradición universitaria europea. Sólo ha quedado testimonio de algunas de las que el Colegio y la Universidad festejaron de manera oficial. En 1617 el estatuto del juramento de la «Concepción limpísima de Nuestra Señora sin mancha de pecado original» fue celebrado con un desfile procesional que representaba a la misma Universidad y sus Facultades a la manera de mascarada en el que tomaron parte más de trescientos estudiantes. Lo conocemos bien porque su relación fue llevada a la imprenta, mientras que de las fiestas que se dieron con motivo del patronato del conde-duque y la visita de Felipe IV ignoramos cuál fue su desarrollo. Álvarez Serrano aconsejaba a sus compañeros colegiales durante las negociaciones con don Gaspar que publicaran un libreto con la descripción de los festejos que hicieren «procurando exornarla y ampliarla pues lo escrito da lugar a todo»; y para que no les cupiese dudas, les aleccionaba que relatasen «que ubo ocho días fuegos, barriles, luminarias, cohetes, repiques y chirimías, y ubo toros y si ubo carrera y la comedia. Ampliar todo esto y que día se hizo cada cosa, y el grado, quién fue el graduado, quién dio el vexamen; cómo se colgó el Collegio; el mucho concurso de gente y la çelebridad, quántos doctores y maestros asistieron de cada facultad, contando todos los que asisten en Seuilla, aunque faltase alguno del grado, y nombren a V.M. con la authoridad y punto que tubo, y cómo se remite çelebrar esto más en el curso con máscara e inuençiones quando venga la confirmaçion de Roma, encareçiendo la estimaçion que el Collegio hace de tener tal protector y al fin se pondrá el vexamen, remirándolo y quitando y poniendo y aun añadiendo». Como nunca se editó, permanece la incógnita si se le hizo caso hasta tal extremo, pero el interesado consejo contiene todos los elementos propios de la fiesta oficial universitaria. Estando menos en juego, el nacimiento del príncipe Baltasar Carlos en 1629 fue festejado unos días después que lo hiciera la ciudad con una mascarada estudiantil que fue costeada con las propinas de un doctorado en Teología.
Puerto de Sevilla (ca. 1650), Anónimo. The Hispanic Society of America, Nueva York.Siempre que hubiera motivo este recurso estaba asumido. Los colegiales empleaban parte de su tiempo en el ocio y el regocijo y, aunque no dedujeron cantidades apreciables de la hacienda de la institución para actividades de diversión, éstas, al menos durante el XVII, no fueron raras. Alquilaban coches para asistir a las conclusiones conventuales, cumplimentar a los nuevos arzobispos o para recoger al prior de San Jerónimo que había de visitarlos, pero también para recrearse en la ribera del Guadalquivir con paseos y meriendas de frutas, dulces y bebidas frías. El teatro, los toros y las frecuentes procesiones que recorrían la ciudad configuraban sus diversiones favoritas y todo esto costaba dinero. Al menos en los años treinta, acostumbraban a asistir a cuatro o cinco comedias anuales y en no pocas ocasiones se representaban en el mismo Colegio. El 20 de junio de 1677 se contrataron dos compañías de comediantes que hubo que pagar junto con los cocheros que los trajeron, los carpinteros, la madera del tablado, los guardarropas y las garrafas de limonada y canela que se bebieron para aplacar la sed que anunciaba el inmediato verano. Los ascensos y nombramientos de los antiguos compañeros se celebraban con cohetes, luminarias y los consabidos ministriles y chirimías. Claro que había que tirar la casa por la ventana cuando la plaza lo merecía. La noticia de la designación del antiguo colegial Antonio de Monsalve para la Cámara del Consejo de Castilla en abril de 1680 se festejó con mucha más música, luces y cohetería. Los jiferos asaetaron cuatro toros en la plazuela y, si bien en bastante menor cantidad que la que comieron los mismos colegiales, se arrojaron dulces por las ventanas. Para unos aficionados tan entusiastas no debía de ser muy agradable que algo así ocurriera con tan poquísima frecuencia, pero cabía la posibilidad de consolarse con las festividades públicas: taurinas en la plaza de San Francisco; el Corpus, con la regularidad del calendario, desde el balcón de gradas que siempre se tenía arrendado.
Adoración de la Sagrada Forma por Carlos II, Claudio Coello. Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, Madrid.Entre los estudiantes, incluso en las celebraciones modestas, ocupaba un lugar central la máscara carnavalesca. El motín de 1577 tuvo aquella violencia que llevó al rector y a los colegiales a la cárcel porque coincidió con que los estudiantes estaban preparando el carnaval. El obispillo del día de San Nicolás (6 de diciembre) era el otro gran regocijo estudiantil del año. Su proximidad a la Navidad multiplicaba su carácter tumultuoso. El mismo ambiente se repetía todos los años. En 1613, antes de que se celebrara, el rector Juan Escobar dictaba un auto en prevención de lo que inevitablemente ocurriría: «que a llegado a su noticia que los studiantes cursantes en este collegio e uniuersidad, so color de pedir bacaçiones y de un obispillo que an pretendido hazer, no consienten ni dejan leer en el dicho collegio e uniuersidad a los catredaticos della las lectiones de las catredas della dando gritos en los generales: ¡bacaçiones! ¡bacaçiones!, y haziendo ruydo y alborotos, ynpidiendo con esto a los dichos catredaticos que no lean». Se advertía a los estudiantes alborotadores con la pérdida de días de curso e incluso con mayores penas, pero no parece que tales amenazas tuvieran gran éxito. Los Estatutos de 1621 prohibieron el obispillo porque de él «han resultado muchos inconvenientes de escándalos y alvorotos, e inquietud en sus estudios» sin resultado visible. Otro auto de 1635 recordó la prohibición y aumentó el castigo a los infractores. Es posible que el último que realmente tuvo lugar fue el de 1641 y ello causa de que el jolgorio terminó en una batalla campal de unos sesenta estudiantes con caballeros con espadas y pistoletazos. El rico genovés Bartolomé Dongo, padre de don Esteban, el estudiante obispillo, fue penado con una fuerte multa y el auto del Consejo que lo prohibía definitivamente ya nadie se atrevió a quebrantarlo. El catedrático salmantino Balboa de Mogrovejo alegó en 1622 en defensa de los estudiantes de su Universidad incursos en unos disturbios acaecidos el año anterior que «las quexas fundadas en los excessos de los estudiantes son más nacidas de mala voluntad de los quexosos que de la substancia de la verdad», y llamaba la atención sobre que los incidentes que traían a colación estos quejosos «los cuentan de veynte en veynte y de treynta en treynta años». Y, en efecto, los tumultos universitarios eran frecuentes pero –como insistía Balboa– las veces que había habido «desórdenes considerables y dignas de remedio han sido pocas». Este argumento es cierto, sólo que en Salamanca y Alcalá las tensiones entre el estudiantado y el vecindario y los enfrentamientos entre naciones y bandos alcanzaban unas dimensiones que en Sevilla, por el mismo tamaño de la ciudad y de su población universitaria o similar, no podían darse. No es casualidad que Mateo Alemán, que estuvo matriculado en Maese Rodrigo y en Alcalá, quisiera que Guzmán cursara sólo en las aulas de esta última. El tipo estudiantil respondía a un modelo universal de todas las universidades castellanas que pasó estereotipado a la literatura extraído del mundo universitario salmantino y complutense.
Procesión de la Inmaculada Concepción, Anónimo. Catedral de Sevilla.</div>Antes de 1621, sin jurisdicción privilegiada, los rectores del Colegio y de la Universidad podían amenazar únicamente con la anulación de cursos y matrículas. No parece que estas sanciones se aplicasen con frecuencia o atemorizasen a los infractores de la disciplina. Los estudiantes en el mencionado motín de 1577 llevaban armas y se hallaban en el general atendiendo una lección. En 1593 el rector, alarmado porque había sabido «que en este studio ay alborotos i pendencias con armas i sin ellas», ordenó al secretario que abriese una información. Mientras ésta se sustanciaba, mandó «que se publique en los generales deste estudio que su merced manda sub pena prestiti juramento a todos los studiantes deste studio que biuan quieta e pacificamente e no hagan alborotos ni tengan pendençias, ni traigan armas offensiuas ni deffensiuas, pública ni secretamente, ni pidan patentes, ni hagan ruido, ni pateen al tiempo que los cathedráticos leieren, con apercibimiento que, demás de caer en pena de perjurio, su merced desde agora les priuaua dese curso». El dictado de autos como éste, que contiene las manifestaciones típicas de la indisciplina estudiantil, se repetía cada año, en especial, como se ha visto, en las fechas previas a las Navidad, sin que sirvieran para frenar los estallidos de violencia gratuita que ocasionalmente se producían. «Oy dicho día, reconocía otro auto rectoral de 14 de marzo de 1613, an tenido una muy grande pendencia y alboroto en el dicho Collegio y contorno del dándose cuchilladas con espadas y broqueles, causando mucho escándalo y alboroto e inquietando a los catredáticos y escuelas». Cabe imaginar que más dificultades ofrecería hacer que los estudiantes abandonasen los sombreros y las medias de color para vestirse con los bonetes y los hábitos clericales que correspondían a su estado.
El título XVIII de los Estatutos de 1621 reguló por fin la indumentaria y la moralidad exigible a los miembros de la Universidad recogiendo la legislación universitaria común y tradicional. Parte concernía a los doctores y maestros claustrales y penaba las desviaciones de conducta tanto de éstos como de los estudiantes en cuanto al juego, el amancebamiento o las visitas a casas de «mugeres enamoradas». Otra parte se refería exclusivamente a los estudiantes. Se imponía la severidad del hábito estudiantil y se prohibían, además del obispillo, las armas, la compañía de «valentones», las matracas, las novatadas, las patentes. Con todo, lo fundamental fue la modificación del sistema de penalización. En adelante, los transgresores de la norma serían castigados con cárcel, destierro y multas, y si había delito, con las penas previstas por el derecho. El cambio se explica porque la facultad de aplicación de la pena se entregaba al Juez Conservador y sólo en el ámbito de las reglamentaciones estatutarias, ya que «en los demás casos la dichas personas de essa dicha Uniuersidad siga cada una de ellas su fuero».
En teoría, la fuerza coactiva del nuevo respaldo jurisdiccional, al quedar en manos de la autoridad de un oidor real y evitar la confusión interesada de jurisdicciones, debía haber facilitado la imposición de la disciplina. Pero, como ocurría en las grandes universidades poseedoras de un fuero universitario privilegiado, la ruptura de la norma continuó produciéndose. Menos de un año después de la aprobación de los Estatutos los estudiantes seguían llevando armas y los que eran especialistas en trifulcas y alborotos no desaparecieron. En 1627 Diego de Pineda, bachillerado en Cánones recientemente, todavía vagaba por la Universidad para seguir recaudando la «limosna» que había distribuido entre sus compañeros. Juan de Ortega Andrade, que se excusó por no haberse matriculado durante un curso entero de Cánones al que asistió «por causa que no me pidiesen patente por ser mui pobre como soi», debió de ser una de sus víctimas. Este Pineda, ejemplar de «patentista», era un personaje que se dedicaba a «introducir disensiones entre los dichos estudiantes, banderizándolos y haçiendo gabilla con otros que le siguen». La presencia de individuos de esta índole y la permanencia de los típicos tumultos prevacacionales demuestran la dudosa efectividad de las disposiciones estatutarias. Por un lado, salvo que las algaradas estudiantiles pusieran en peligro el orden público, como ocurrió con el obispillo de 1641, no parece que los Jueces Conservadores se mostrasen muy celosos en cuanto al cumplimiento de sus obligaciones. Por otro, las diferentes promociones de rectores y colegiales eran renuentes a admitir la intromisión tanto de éstos como de las autoridades municipales en cuestiones que consideraban privativas de sus atribuciones. La actitud que adoptaron con motivo del alboroto del miércoles santo de 1690 puede considerarse modélica de esta conducta. Entonces, un enfrentamiento, circunstancial pero muy violento, de estudiantes y familiares con los alguaciles dio lugar al típico conflicto jurisdiccional entre la Audiencia, el Asistente, el juez de la Iglesia y el Juez Conservador del Colegio, que los colegiales interpretaban siempre en beneficio de la proclamación de su autonomía institucional.
Curiosamente, la misma conclusión de la solidaridad entre los diversos grupos de estudiantes que existían en la ciudad favoreció la reivindicación de los rectores de la Universidad como máxima autoridad académica disciplinaria. Un auto acordado del Consejo en 1704 facultó al rector para reprimir los «concursos de estudiantes en grados, víctores ni otras funciones escolásticas con prevención de ningunas armas». Estaba motivado por los desórdenes que habían protagonizado los alumnos del colegio de San Hermenegildo durante un víctor por un bachilleramiento, pero el rector, el colegial Francisco Alonso Berrugo, lo utilizó por primera vez para tomar medidas que evitasen que la asamblea de los estudiantes de la Universidad, Santo Tomás y San Hermenegildo reunida para exigir la liberación del rector y el vicerrector de los estudiantes derivase en un motín. Ambos, que habían sostenido un altercado con un oidor, fueron destituidos de sus oficios y privados de matrícula. El nuevo víctor que siguió a la elección de sus sustitutos se convirtió en una manifestación en la que los estudiantes manifestantes recorrieron la ciudad desde la plazuela de Maese Rodrigo a la Alameda pintando rótulos y gritando «con gran ruido y alboroto» contra un bando del regente de la Audiencia que los amenazaba con azotes y prisión. Las circunstancias eran las adecuadas para que Berrugo siguiera haciendo uso de sus recién estrenadas atribuciones y también para sugerir a los consejeros: «para que estén más quietos y castigados convendría que el Regente y Oidores y las demás justicias de SMd. en esta Ciudad se abstengan y aparten de entrometerse ni proceder contra los estudiantes porque les sirve esto de más inquietud, no reconociendo bien otra mano que la del Rector y Juez destas escuelas que es lo que en las demás se practica». La ausencia de respuesta en ningún sentido permitiría crear la ilusión de la posesión de esa autonomía jurisdiccional tantas veces presumida y nunca reconocida.
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