Traduttore traditore

ROGELIO REYES
Día 26/01/2011 - 23.05h





Al margen de su significación política —una concesión más a la nunca saciada voracidad identitaria de los nacionalistas— y del ridículo que supone el espectáculo de ver a los senadores españoles, todos ellos en posesión de un uso fluido del castellano, hablando en un Pleno grotescamente babélico, la decisión de recurrir a la traducción simultánea en la Cámara Alta suscita algunas reflexiones estrictamente técnicas desde el punto de vista de la comprensión cabal del mensaje lingüístico.
Desde tiempos muy antiguos los estudiosos del lenguaje se han planteado el problema de la legitimidad de la traducción y el valor que cabía otorgarle como medio de trasladar fielmente los mensajes de una lengua a otra. En la Edad Media la traducción estaba vinculada a un principio de jerarquía entre las diferentes lenguas; en rigor sólo se consideraba genuina la traslación del griego y sobre todo del latín a las nuevas lenguas «vulgares», llamadas así porque eran las que hablaba el pueblo y consecuentemente carecían de la dignidad filológica de aquellas otras. Sólo algo más tarde, en los umbrales del humanismo renacentista y a lo largo de un lento proceso de siglos, esos «vulgares» irán poco a poco adquiriendo la plena legitimidad literaria. De ahí el gran paso delante de la Gramática de Nebrija, que en 1492 aplicó al castellano —muy pronto convertido en «español», es decir, en la lengua franca o común de toda la nación— el riguroso criterio de estudio y codificación que hasta entonces sólo se venía aplicando a las dos grandes lenguas clásicas. Cuando esto ocurre, la práctica de la traducción se intensifica entre nosotros. El castellano, liberado de aquel secular complejo de inferioridad, empieza a considerarse apto para albergar con decoro los antiguos saberes bíblicos y grecolatinos. El caso de Fray Luis de León, que en la segunda mitad del XVI se atrevió a divulgar manuscrita la traducción al romance del Cantar de cantares de Salomón, fue todo un síntoma, a pesar del embrollo inquisitorial en que se vio envuelto, de que traducir no era precisamente tarea fácil.
Traducir fue siempre, en efecto, un enojoso ejercicio poco reconocido en el que unos optan por la literalidad y otros por la recreación. En los siglos medievales se traducía por lo general «a la letra» como signo de respeto a las citadas lenguas de superior rango, de las que el traductor no quería desviarse. Era la técnica de los «romanceadores», de decir, de aquéllos que «romanzaban» los textos antiguos. Pero ya en la España renacentista Garcilaso de la Vega, al valorar la excelente versión del italiano que su amigo Boscán había hecho del Cortesano de Baltasar de Castiglione, declaraba con agudeza que «fue muy fiel traductor porque no se ató al rigor de la letra, como hacen algunos, sino a la verdad de las sentencias, y por diferentes caminos puso en esta lengua toda la fuerza y ornamento de la otra». El gran poeta toledano entendió a la perfección el secreto de toda buena traducción: apartarse de la sujeción literal al modelo y escribir un nuevo texto en el que analógicamente se reproduzca en la nueva lengua no sólo el sentido del original sino también la carga de sutiles matices expresivos que necesariamente conlleva. Todo un reto que exige del traductor calidades literarias y sensibilidad lingüística nada comunes.
La pérdida de matices es, claro está, mucho mayor en la traducción verbal simultánea, en la que no hay tiempo para la reflexión. Por muy hábil y competente que el traductor sea, y aunque en ella no se busque tanto la calidad del lenguaje como la eficacia de la comunicación, el campo de la oralidad no es menos rico en giros y variantes expresivas que el de la escritura. De ellos, y no tanto de la fidelidad al léxico, depende en gran medida la cabal comprensión del mensaje. Un ligero quiebro en la entonación, una leve subida o bajada de la voz, un breve silencio intencionado, la simple repetición de un vocablo… y otros muchos resortes de esa cotidiana oralidad bastan para alterar en un instante el significado de todo un discurso, añadiéndole una riqueza de registros que difícilmente puede ser trasladada en la instantaneidad de una traducción. Carece, pues, de sentido que un oyente que conoce a la perfección el idioma del hablante, por mucha competencia que posea en la nueva lengua, se empeñe artificialmente en recibirlo traducido. La sinrazón de tal proceder, más allá del despropósito político que subyace en el asunto, es puramente lingüística. El cauce interpuesto de la traducción le hurtará todos aquellos matices enriquecedores y el mensaje recibido será siempre más pobre, más limitado y más inexacto que el original. Y al igual que sucede con la ley del menor esfuerzo y otras normas no escritas de sentido común que rigen la vida del lenguaje, tal inobservancia atenta de lleno contra la tendencia natural a la eficacia del hecho comunicativo.
La traducción simultánea, con todos sus inevitables defectos, ha supuesto un importante paso adelante en el terreno de la comunicación. Gracias a ella el mundo se ha hecho más abarcable, más pequeño y más solidario. Pero no deja de ser un mal menor que en ocasiones como la que nos ocupa está del todo fuera de lugar. Aunque el hecho resulte inaudito, el famoso dicho italiano «traduttore, traditore», que en su escueta formulación resume muy gráficamente esas carencias, se escenifica hoy, con tintes grotescos, en las bancadas del Senado de España.

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