Revista FUERZA NUEVA, nº 597, 17-Jun-1978
Blas Pinar, en San Sebastián
EUSKADI,NO: ¡ESPAÑA, SI!
(Discurso pronunciado por Blas Piñar en el frontón de Anoeta, de San Sebastián, el día 21 de mayo de 1978.)
Por tercera vez comparece Fuerza Nueva en San Sebastián, y en el frontón Anoeta. Por tercera vez nos reunimos aquí, y con énfasis especialísimo por razones de lugar y de tiempo, para un acto de afirmación nacional.
Porque, como decía el mariscal Petain, la primera de las leyes del patriotismo es la defensa de la unidad nacional, toda vez que si la unidad nacional se rompe, nos quedamos sin Patria, y si toleramos que la Patria desaparezca, ¿para cuándo dejamos el patriotismo?
Pues bien; hoy, y aquí, con más virulencia que en ninguna parte, con un gesto de desafío que adquiere furor inusitado, con el ejercicio del terror, que va desde el asesinato al insulto, desde la manifestación callejera a la amenaza escrita o verbal y al impuesto revolucionario, no sólo se ataca la unidad de España, no sólo se ofende a España, sino que se hace la apología de la lucha armada, se mata sin piedad y se proclama sin reservas el propósito de convertir a las Provincias Vascongadas, no en el País Vasco, sino en Euzkadi, es decir, en una nación independiente, regida por un Estado marxista.
¡Muertes inútiles!, se repite una y otra vez ante el balance siniestro de tantas víctimas. ¡Pues no es verdad! No son muertes inútiles. Los que así hablan no entienden, desde la frivolidad o el egoísmo, lo que se está ventilando en estos días, el drama en que vive la nación española, el drama personal que, lo quieran o no, van a vivir de inmediato todos y cada uno de los españoles, como con energía y rapidez no se ponga solución al caos absoluto moral, político y económico que nos ahoga y enloquece.
¡No son muertes inútiles, en ninguno de los dos sentidos en que tales muertes sean contempladas!
• Para los terroristas de ETA y sus complacientes colaboradores, con el asesinato continuo y cobarde, se pretende y se logra imponer de hecho una autoridad paralela, clandestina e implacable, que dispone de grupos preparados para la guerrilla urbana, de armamento eficaz, de un sistema protector de cobertura y del posterior amparo extranjero u oficialista para la impunidad.
No son muertes inútiles. Porque con ellas, los terroristas y sus colaboradores siembran el pánico en el pueblo, dejándolo desprotegido, desamparado, y a merced de los asesinos, de tal manera que si alguien, ante el abandono del poder legal y en el ejercicio de su legítima defensa, se organiza para evitar o responder al terror, inmediatamente se le difama, se le escarnece, se le titula de fascista y de violento, se le encarcela y señala con nombres y apellidos, proponiéndolo así como meta del próximo asesinato.
Esto es lo que se anunciaba sin rechazos en el folleto que se publicó hace unos diez años y que se titula «Guerra de Euzkadi contra España». En dicho folleto, después de una introducción, en castellano bellísimo por cierto, en la que se exalta la mística del «gudari», mezcla de cruzado de «fedayin», de guerrillero y de soldado maoísta de la Gran Marcha, se hace un estudio completo del País Vasco, de los cuarteles de la Guardia Civil, de los números que integran la guarnición, con datos sobre sus familias, armamento y vehículos de que disponen. Después se enumeran las protecciones posibles, en especial las de carácter religioso, indicando si en la parroquia o convento hay o no abertzales. Luego, como es lógico, se dan normas para la actuación de los comandos, el que realiza el hecho y el que le da protección y ayuda para el momento de la huida.
No son muertes inútiles para ETA y sus colaboradores. Son bajas enemigas que nutren sus partes de guerra. Porque de eso se trata, de una guerra subversiva —a la vez psicológica, política y militar— contra España. Y es claro que en una guerra sucia como ésta —pero guerra al fin— las bajas del adversario no son inútiles, sino útiles y provechosas, porque, de un lado, disminuyen el número de los combatientes enemigos, y de otro, desmoralizan a las unidades en lucha contra el terror, sometidas a la sorpresa constante, sin iniciativa y maniatadas por el poder legal que pacta con ETA y concede la amnistía a los criminales, entrega funciones de gobierno a los que comparten el propósito, aunque condenen por habilidad la violencia terrorista, e impide las medidas de prevención y de limpieza subsiguientes, que acabarían radicalmente con ella.
• No son tampoco muertes inútiles para nosotros, para los españoles que no nos avergonzamos de serlo, para los que estamos dispuestos, obedientes a esa ley primera del patriotismo, a defender, al precio que sea necesario, la unidad de España.
Porque esas muertes no nos asustan ni nos acobardan, sino que nos enardecen con su ejemplo; porque esas muertes, si es verdad que no claman venganza, porque la venganza no cabe en un corazón cristiano, sí claman justicia; porque nosotros, al menos, al grito de la hermana y de la novia del guardia civil Miguel Ángel Iñigo Blanco: «¿ Por qué los dejáis morir?, ¿dónde están los hombres de España?», contestamos: «Los hombres de España están aquí, en Fuerza Nueva, dispuestos por caridad, como pedíais, por amor a la Patria, por amor a las Fuerzas del Orden Público, a ayudar a los que quedan, si es que los que quedan quieren hacernos el honor de aceptar nuestra ayuda.
Ya sé que ha habido promesas. Ya sé que alguien de muy alta significación dijo—y los periódicos lo recogieron— ante el asesinato de guardias civiles y policías armados: «No olvidéis que detrás de vosotros están las Fuerzas Armadas.»
No puedo hacerme yo responsable de este respaldo, pero de lo que sí me hago responsable es del ofrecimiento de los hombres y mujeres de Fuerza Nueva, de nuestra juventud, para cualquier servicio que sea necesario en defensa de la unidad de España; de lo que sí me hago responsable es de la voluntad decidida de miles de patriotas, de no guardar silencio, de no permanecer como perros mudos ante la tarea triste, asumida por tantos, de destruir España y de matar uno a uno a tantos españoles dignos.
Tenía razón, pero no del todo, el capellán que en Pamplona dijo la misa por Manuel López González. Tenía razón al rechazar la frase estúpida de que si los agentes del orden público caen acribillados a balazos o dinamitados por la goma-2, para eso se les paga, porque no hay dinero en toda España para pagar a la madre del guardia civil por el que se ofrecía el sufragio, la vida de su hijo. Tenía razón cuando fustigaba silencios y ausencias que sonaban a traiciones. Tenía razón cuando se quejaba de una retaguardia en la que sin sanción se pide que desaparezca hasta el nombre de España, mientras por otro lado se exige el morir por ella; en la que se tolera sin desagravio que se queme la bandera de España, mientras se autoriza la exaltación pública de la bandera en cuyo nombre matan los asesinos.
En todo esto tiene el capellán, Luis Arroyo, toda la razón. Pero no la tiene cuando dice que las Fuerzas del Orden no perdonarán ni olvidarán que España les haya dejado solos. Y cuando afirma: «España, escucha. Estamos solos. Dejas solos a tus gentes, hijos de tu pueblo.» En esto, mi querido capellán, no lleva razón del todo, porque si quienes asumen la responsabilidad del poder o del mando, o los que dijeron que había algo serio e importante detrás de esas Fuerzas del Orden, no saben o no pueden o no quieren cumplir con su deber para con ellas, nosotros lo hemos cumplido siempre; desde que nacimos hace once años a la vida pública.
Hemos anunciado, advertido, clamado, a veces con el desprecio o la burla de algunos de los jefes de esas mismas Fuerzas de Orden Público. Hemos estado presentes en entierros y funerales, en la Academia de la Policía Armada, en el Hospital Gómez Ulla, de Carabanchel, en Galdácano y en Guernica; y no siempre hemos encontrado palabras de gratitud, y sí a veces de reproche, por entender, mi querido capellán, que al no dejarnos solos, al compartir vuestro dolor, que es la forma más exquisita de caridad, pretendíamos nada menos que aprovecharnos de los cadáveres y politizar los actos en beneficio propio. Y a pesar de que tales reproches, que en algún caso tuvieron la respuesta adecuada, partían de quienes en las Fuerzas de Orden Público tenían puestos de responsabilidad, estuvimos a vuestro lado. Por eso, permítame decirle, querido don Luis Arroyo, que al menos por lo que a este grupo de españoles respecta, a la España que nosotros representamos, no ha habido ni habrá —no obstante reproches y burlas— silencio ni olvido, sino disposición permanente para la escucha, el ofrecimiento, el sacrificio y la acción.
***
Decíamos que estamos, no ante un problema pasajero de orden público, sino ante una guerra subversiva, psicológica, política y militar.
Los aspectos militares de esta lucha son tan evidentes, sangrientos y diarios, que no precisan mayor detenimiento. Saltan a la vista y no se escapan a nadie. Son los otros aspectos, el psicológico y el político, los que interesa subrayar y poner de relieve, para entender no sólo la totalidad del problema, sino la raíz y el fundamento del mismo.
La dialéctica histórica, por lo que a las provincias vascongadas se refiere, arranca de la aparición del Partido Nacionalista Vasco y de su fundador, Sabino Arana. Desde la afirmación de principio: decir que el vasco es español significaría incurrir en un triple desatino étnico, geográfico y político, y su odio a España, que le lleva a proclamar su júbilo si la misma desapareciese con motivo de una guerra internacional o de una guerra intestina, hasta la petición hecha en el Congreso por uno de sus discípulos, el señor Letamendía, del derecho de autodeterminación, es decir, del derecho del pueblo vasco a separarse de España, y constituirse, no como nacionalidad, sino como nación, en Estado independiente, no hay diferencia, sino total identificación. La única diferencia está en que Sabino Arana lo decía en la calle, mientras que Letamendía lo ha dicho en la Cámara Legislativa española, arropado por los poderes públicos de la nación que trata de dividir, y haciéndose culpable, al menos con la palabra y con la intencionalidad, de un delito de lesa patria.
El jueves desarrollé en el aula de Fuerza Nueva una conferencia sobre la «Constitución y la unidad de España». Dije entonces, y ratifico ahora, que en los dos primeros artículos del proyecto constitucional aprobado se condena a muerte a España.
En efecto, mientras se proclame que «la soberanía nacional reside en el pueblo» (art. 1-2) no puede asegurarse que la unidad de la nación española sea indivisible (art. 2), porque si el pueblo es soberano y, por ello mismo, todo queda sujeto a su voluntad mayoritaria —como la legalidad del aborto o del adulterio—, es claro que si, en uso de tal soberanía, el pueblo acuerda que la nación española es divisible, esta decisión, que rompe la unidad, tiene que ser respetada.
A menos que «la indivisible unidad de la nación española» se sustraiga al ámbito de la soberanía popular, en cuyo caso dicha unidad debiera ser materia preconstituida y marginada de la Constitución. Pero como no es así, porque el principio absoluto de la soberanía del pueblo antecede al subordinado de la unidad de España, es incontrovertible que esta unidad, pese a lo enfático de la declaración, se halla en precario permanente e interinidad continua.
Por otro lado, no cabe hablar de nación de nacionalidades, porque en puridad, y pese a los juegos gramaticales, se trata de vocablos con significación idéntica. A lo sumo, la nacionalidad podría ser una nación en busca del sello de su personalidad política, que es precisamente el Estado. De donde se infiere que el reconocimiento de las nacionalidades, y por tanto de la nacionalidad vasca, equivale, con el régimen autonómico, a tanto como a entregar parcelas de la soberanía nacional a unos gobiernos que, como es lógico, no tendrán otro objetivo que reforzar los hechos llamados diferenciales, conviniéndolos en antagónicos, disolver la conciencia de unidad y fortalecer el Estado que, al lograr la independencia, selle la personalidad política de Euzkadi.
El binomio nación-nacionalidades es el fruto bastardo de un compromiso desleal.
El único binomio que cabe en el campo, ya que no de las realidades, sí al menos de la ciencia política, es el binomio Estado-nación y la construcción de un tercer género entre el Estado federal y el Estado unitario, que sería el Estado multinacional.
Ahora bien, esta hipótesis teórica no existe en la práctica, porque las uniones de carácter personal, como fue la de Austria y Hungría, suponen dos naciones y dos Estados diferentes; porque los Estados federales son técnicos de Gobierno que suponen una misma nación; y porque para agilizar la vida administrativa y reconocer la personalidad interdependiente de las regiones que constituyen un Estado unitario, no hay que dividir la nación en nacionalidades, sino aceptar el principio descentralizador y la soberanía social de los cuerpos intermedios como contrapunto de la soberanía política.
Si la tesis de nación de naciones o nacionalidades es falsa, lo es igualmente la del Estado multinacional que subyace bajo la terminología de la Constitución en proyecto; y tanto, que el propio Tarradellas, nombrado presidente de la «Generalitat» por el Gobierno de la Corona, ha dicho no sólo que Cataluña es una nación, sino que es un Estado dentro de otro Estado. De aquí, el juego semántico con la palabra España. De aquí que con lógica se haya pedido que la palabra España desaparezca de la Constitución o que, a lo sumo, deje de ser un sustantivo para transformarse como fórmula puramente indicativa, en un adjetivo de ese hipotético Estado multinacional.
A lo sumo, también, y sólo como fórmula transitoria, podría admitirse un Estado español —unidad aséptica, neutral y jurídica—, al que perteneceríamos voluntariamente, con la cualidad de ciudadano —y unas patrias— comunidades, históricas, culturales y espirituales a las que pertenecemos necesariamente por el vínculo de la nacionalidad.
Todo esto, naturalmente, es un esquema teórico, porque en el orden práctico sabemos que la historia no la hacen las leyes, sino las ideas motrices que se esconden bajo ellas, y en ocasiones utilizan como cobijo y emboscada. Y nosotros sabemos que detrás de las fórmulas, nación de naciones, Estado multinacional, regímenes autonómicos, de lo que se trata es de resucitar, como decía Ledesma Ramos, el proceso de la decadencia española, de demostrar, con los hechos, que España ha sido una gran equivocación histórica, y que el problema de España no tiene otra solución que invertebrarla, es decir, deshacerla, desmontándola entre el júbilo y las metralletas de los unos y la pereza y la complicidad de los otros.
Jesús Aizpún, diputado de UCD por Navarra, lo ha dicho con toda claridad, refiriéndose a Euskalerría: «Si el Gobierno cree que el autonomismo vasco es algo diferente del puro y simple separatismo, se equivoca de medio a medio. Y tendrá que responder ante la Historia de lo que está haciendo.»
¡Lástima que Jesús Aizpún forme parte de los grupos que apoyan a ese mismo gobierno, compartiendo, por tanto, la misma equivocación e idéntica responsabilidad histórica!
Las palabras de Aizpún, graves y duras, cuentan con el aval de los hechos. Porque si es compatible la nación con las nacionalidades, ¿a qué se debe que los responsables de los movimientos autonomistas no sólo supriman la bandera española, sino que consientan que se la insulte o se la queme?; ¿a qué se deben los espectáculos lamentables y vejatorios para España, del homenaje al «conseller» Casanova, de la Diada andaluza, de la concentración de Villalar o del «Aberri Eguna»?; ¿por qué no se definen ante todo y sobre todo como españoles, los dirigentes del autonomismo, que, según se nos dice, no pretenden otra cosa que reforzar la unidad de España?
No hagáis caso —aunque vosotros, al menos, tenéis amarga experiencia, y en vuestra propia carne— de la belleza que es producto del laboratorio. Aunque el vicepresidente del Gobierno haya dicho que no se va a romper la unidad de España, lo cierto es que se han entregado los cuchillos para descuartizarla a sus propios enemigos.
Uno de los miembros del Consejo General Vasco, el señor Iñaki Albistu, a raíz del último «Aberri Eguna», hizo la siguiente declaración oficial en nombre de EIA: «Nuestra presencia en el Consejo General Vasco no significa más que una forma de conseguir la autonomía nacional de Euzkadi, y nuestro objetivo final, la independencia y el socialismo.»
Por si fuera poco, el consejero del Interior, José María Benegas, acaba de decir, en un clima de tensión como el que actualmente reina en el País Vasco, que «las condiciones expuestas por ETA para conseguir una tregua, son negociables». Ello supone que un órgano de gobierno del Estado español, que no tiene, en principio, y legalmente. más atribuciones que aquellas que aquel Gobierno le transfiere, estima, en primer lugar, que puede negociarse con una organización que, con desenfado increíble, reivindica el asesinato o ejecución de un centenar crecido de españoles; y en segundo lugar, que las condiciones que ofrece la organización terrorista, no para deponer las armas, sino para una tregua, son viables y negociables.
Lo tremendo es que esto puede decirse oficialmente y con el respaldo del Gobierno Suárez, cuando las condiciones ofrecidas por ETA son: la amnistía total, y por tanto, para los nuevos asesinatos; la legalización de los partidos que piden la independencia de Euzkadi; la expulsión de la Guardia Civil, de la Policía Armada y del Cuerpo General de Policía; reconocimiento de la autodeterminación y de la soberanía nacional de Euzkadi; creación de una fuerza de defensa ciudadana por el Gobierno vasco, y acuartelamiento y dependencia de dicho Gobierno de las unidades militares de guarnición en la zona.
Salvo la última condición, que parece poner en entredicho, las demás, las considera negociables, y por tanto admisibles, el consejero del Interior, y por ello mismo, el propio Consejo General Vasco, y el Gobierno de la Corona, que aún no han destituido a quien admite la viabilidad de un Estado socialista vasco, reunificado, independiente y euskaldún, que es el objetivo de ETA.
¡Si esto no es traición a España, que venga Dios y lo vea!! ¡Si este caballero entra en el despacho del señor Suárez, ¿no será uno de aquéllos a los que aludía el capitán general de Canarias en su famoso discurso ofreciendo la Legión española?
Pero hay más. Con la anuencia del Gabinete Suárez, el presidente de la Generalidad de Cataluña se entrevista en Bayona con el presidente del Gobierno vasco en el exilio. De esta forma, un tema tan vital como el de la unidad de España, y otro no menos vital como el del terrorismo, quedan en manos de una negociación, que supongo triangular, entre Barcelona (Tarradellas), Bilbao (Rubial) y Bayona (Leizaola).
¿Y qué dice Madrid a todo esto? Me parece bien la descentralización. ¡Pero no tanto! Nunca hubo una dejación tan grave de las funciones propias del Estado. ¡Veremos si al fin el señor Tarradellas no se convierte en el portador de un ultimátum a la Moncloa, y quizá a la Zarzuela!
A esto conduce edificar sobre la arena, arrancar el crucifijo de las Cortes, y a Dios del texto constitucional, que a eso equivale la democracia en crisis, en la que luego de ensalzar las libertades políticas, nos quedamos sin libertad individual, de modo que, como ha dicho con harta razón el canónigo magistral de Vitoria, Luis Madrid Corcuera, la libertad perece en nombre del libertinaje.
En un artículo que acaba de publicar «Le Monde» (16-5-78) Michel Debré, y que titula «Las cinco fórmulas seguras para terminar con el Estado», cita como primera la llamada regionalización, que, con las otras cuatro, acaba de reducir al Estado italiano a una bambalina sin fuerza ni contenido.
Si la autonomía —y fijaos bien que en Italia no hay separatismos— se concede a territorios geográficamente muy extensos y con densidad importante de población, la ruptura es lógica, toda vez que aquellos a los que se encomienda la representación y el gobierno de los intereses comunes de la zona tienden, de una manera biológica, a asumir poderes propios del Estado, a aumentar las diferencias económicas de las comarcas, alterando la solidaridad nacional e imponiendo un particularismo político que llega a anteponerse al sentido de Patria.
Fruto de la regionalización, de la inmoralidad, de la ceguera del compromiso histórico con el marxismo, ha sido el secuestro y asesinato de quien fue el arquetipo de la apertura a siniestra, Aldo Moro, por cuya muerte se rasgan las vestiduras los mismos que se negaron a condenar los asesinatos de Unceta, de Araluce o de Carrero Blanco y de más de cien españoles de honor, y exigieron, hasta con amenazas, la impunidad para sus asesinos. No se olvide que Aldo Moro dijo en cierta ocasión a Franco que las penas de muerte de nuestros Tribunales no eran fruto de la justicia, sino de la venganza. ¿Qué pensarla durante el ominoso secuestro, de aquella opinión tan aventurada como incierta? ¿Y qué sucedería —lo que no hacemos— si llegáramos tan sólo a preguntar a la democracia cristiana si la muerte de Aldo Moro ha sido fruto de la justicia, y no de la venganza de las brigadas rojas? No haremos la pregunta por lo que tiene de sarcasmo, pero bien se la merecen los portadores de una doble conciencia.
De este modo, el Estado democrático, el italiano, y el español ahora, no garantizan el más elemental de los derechos: el derecho a la vida y a la seguridad personal. ¿Vale, pues, la pena insistir en la conservación de un Estado que ni siquiera merece el nombre de tal?
***
El Estado español, tal y como hoy lo contemplamos, ni se halla al servicio de la nación, pues la divide directa o indirectamente, en la ley y en los hechos, ni garantiza la vida y la seguridad de los ciudadanos. Es, por ello, un Estado antinacional, como diría Ramiro Ledesma, y un instrumento inidóneo para el cumplimiento de su fin primario. De aquí la necesidad de proceder a su reforma, pero ahora sí, a una reforma verdadera, poniéndolo al servicio de España y de los españoles.
***
Guipúzcoa, que está sufriendo al máximo las consecuencias inicuas de esta locura, puede y debe reaccionar, venciendo al pánico, primero, poniéndose en pie, seguidamente, y mostrando, con una organización poderosa, que tiene virilidad y gallardía para oponerse a su destrucción y para proclamarse española.
Es verdad que el señor Letamendía ha dicho que «cuando un pueblo tiene hijos dispuestos a dar su vida por él, ningún obstáculo del mundo puede impedir su definitiva libertad».
Torcuato Luca de Tena, en un artículo admirable, «Discurso extraparlamentario», que le habrá hecho recordar las páginas de «ABC», abiertas para los simpatizantes de lo que acabo de condenar, escribe que al señor Letamendía «se le olvidó añadir que antes de dar su vida (los libertadores de Euzkadi) están dispuestos a quitar la vida de los demás, asesinando a vascos y no vascos de todo género y condición».
Por su parte, José María Bereciartúa, en un libro reciente, ha escrito que «la ikurriña es el retrato espiritual de Euzkadi; retrato por el que se muere y (por el que) matan sus enamorados».
He aquí el amor que mata elevado a axioma y exaltado como mística para la guerra subversiva de liberación de Euzkadi contra España. (…) Yo no sé cómo responderán a este desafío los que de una manera o de otra tienen confiada la defensa de la unidad española, pero sé cómo responderemos nosotros. Y responderemos, porque seríamos cómplices de la traición a España, como dijo José Antonio, si no reaccionásemos con más valor, con más energía y con mayor espíritu de entrega y sacrificio que aquéllos que tratan de imponerse por el terror.
Si vuestro patriotismo, o lo que vosotros llamáis patriotismo, os lleva a afirmar, como acaba de hacerlo Telesforo Monzón en un templo parroquial cedido galantemente para su intervención, que la única Patria de los vascos es Euzkadi, si ese falso patriotismo os induce a matar para conseguir un Euzkadi independiente, el nuestro, nuestro patriotismo, que tiene más autenticidad y más solera que el vuestro, nuestro servicio a España, a la que amamos con amor de perfección, no consentirá nunca que España se escinda y que este País Vasco, que Guipúzcoa, de grado o por fuerza, se arranque a la unidad española.
Porque arrancarla de España sería tanto como negar su origen, su historia, el manantial auténtico de vida que le nutre. Porque frente a cualquier falsificación de la verdad, del País Vasco nació Castilla; porque un vasco escribió, por vez primera, en romance castellano las glosas emilianenses de San Millán de la Cogolla; porque las provincias vascongadas, desde el siglo XIII, figuran unidas al núcleo central de la Reconquista; porque el Señor de Vizcaya, don Diego Lope de Haro, tomó parte en la batalla decisiva de las Navas de Tolosa.
Nombres de vascos ilustres, de guipuzcoanos de memoria imborrable, en todos los órdenes dé la actividad humana, sirvieron y sirven a España, su única Patria. Los conocéis de sobra, pero permitidme que traiga a colación a Juan Sebastián Elcano y a Ignacio de Loyola. Porque uno y otro personifican nuestro destino en lo universal y
para lo universal, la aportación de Guipúzcoa al destino universal de España: el primero, físicamente, al cerrar su abrazo al mundo con la nao «Victoria», en Sanlúcar de Barrameda, en la punta final de Europa; y el segundo, al abarcarlo espiritualmente, conjugando con los teólogos de la Compañía, Laínez y Suárez, en Trento, corazón de Europa, la doctrina de la gracia y el principio de la libertad.
Este servicio continuado a España ha sido una constante de Guipúzcoa. Como lo fue durante la Cruzada. Aún está vivo el recuerdo de los mártires, de los fusilados en el Paseo Nuevo, en el puente del ferrocarril, en el camino de Ayete, en las tapias del cementerio, en la cárcel de Ondarreta y en el fuerte Guadalupe, de Fuenterrabía. Para todos ellos, vaya desde aquí, en esta hora de olvidos cobardes, nuestra oración y nuestro recuerdo, personificado en un requeté. Femando Ijurco, que murió gritando ¡Viva España católica!, y en un falangista, Luis Iturrino, que murió gritando ¡Arriba España! Y con ellos, los voluntarios de la Cruzada, los que hicieron posible la rápida liberación del País Vasco, con la toma de Bilbao el 19 de junio de 1937.
Nuestros gritos son los de aquellos mártires y héroes, síntesis de un ideal y expresión de lo que amamos y sentimos. Por eso, permitidme que acabe mi discurso de hoy con unas palabras en euskera: «Fede bizi baten denok ernai».
Todos vigilantes en una misma fe viva; y con esa fe viva gritemos:¡Viva Cristo Rey!, y ¡Arriba España!
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