Presentación “Ramiro de Maeztu”, intervención Josep Alsina (I)


Vosotros no sabéis porque me matáis, pero yo si se porque muero: para que vuestros hijos sean mejores que vosotros. Dice la leyenda que Ramiro de Maeztu dirigió esta frase al pelotón de milicianos anarquistas que lo asesinaron el 1 de noviembre de 1936, junto con 31 presos más, entre los que se encontraba su tocayo, Ramiro Ledesma Ramos.
¿Quién había sido Ramiro de Maeztu? En sus últimos años uno de los principales ideólogos de la extrema derecha monárquica y católica, director de la revista Acción Española y diputado en las Cortes por Álava por el partido monárquico Renovación Española. Pero este último Maeztu, quizá el más conocido, no es, ni mucho menos todo Maeztu. Ramiro de Maeztu es uno de los intelectuales españoles más importantes del siglo XX, con una apasionante evolución ideológica y política que le llevó desde un regeneracionismo próximo a la generación del 98 y a Joaquín Costa hasta la ideología contrarrevolucionaria.
Maeztu fue un hombre de formación autodidacta. Carecía de estudios universitarios, con excepción de una corta estancia en Marburgo, donde conoció la filosofía de Kant, que le impresionó vivamente. Fue, antes que nada un periodista. De hecho, la mayoría de sus libros (con la excepción de La crisis del humanismo y Don Quijote, Don Juan y la Celestina, ensayos de simpatía) son recopilaciones de artículos periodísticos. A pesar de su evolución ideológica Maeztu fue siempre un hombre de compromiso, un engagé, como dirían los franceses, que siempre creyó en la posibilidad de la regeneración de España, que siempre aborreció el escapismo literario de muchos de sus antiguos compañeros de generación, como Azorín o Baroja, y que siempre estuvo dispuesto a poner su pluma al servicio de este compromiso.
La biografía intelectual de Maeztu es realmente apasionante. Su evolución ideológica nos muestra a alguien que no está nunca satisfecho con los modelos que ha construido, que no deja de buscar respuestas, que no deja de interactuar con la realidad que le rodea. Así vemos cómo evoluciona desde el regeneracionismo basado en una especie de darwinismo social a posiciones liberal-socialistas, de aquí al socialismo “gremial”, a una ideología contrarrevolucionaria altamente original, a teórico de un “capitalismo católico” y finalmente a teórico del pensamiento católico-monárquico desde las páginas de Acción Española.
Paradójicamente, en medio de estos cambios y mudanzas, nunca dictados por el interés sino por la búsqueda de la verdad, hay una constantes en todas sus etapas: el rechazo del esteticismo y del escapismo literario, la obligación del intelectual de implicarse en una empresa política, su esperanza en la regeneración de España, su patriotismo, su desconfianza del Estado, y, paradójicamente, su militarismo.
Maeztu nunca fue un intelectual encerrado en su torre de marfil. Siempre se mantuvo en contacto con la realidad social y política, e influyó sobre ella. Pero, aunque reconocido en vida, su mayor influencia fue después de muerto. Resulta imposible entender la historia de la segunda mitad del siglo XX español sin tener en cuenta la influencia de Maeztu ejercida a través de sus discípulos y seguidores. El nacional-catolicismo de las primeras etapas del franquismo (después de la caída de Serrano Suñer y sus pretensiones filo fascistas) está directamente inspirado en la última etapa de Maeztu. La tecnocracia desarrollista de los años sesenta se inspira en las teorías de Maeztu sobre el “capitalismo católico” desarrolladas en su libro El sentido reverencial del dinero. La aproximación de Franco a los Estados Unidos parece copiada de otro libro de Maeztu, Norteamérica desde dentro. La propia Transición española pareció seguir el guion escrito por Maeztu para la salida de la dictadura de Primo de Rivera.
A pesar de todo ellos Maeztu es un personaje poco conocido. Hay muy pocos estudios y libros dedicados a su figura, y solamente dos autores, José Luis Villacañas y, sobretodo, Pedro Carlos González Cuevas, se han ocupado del personaje y su trascendencia. Otras figuras, que tuvieron mucha más visibilidad durante el franquismo, pero mucha menos influencia, como José Antonio Primo de Rivera, han merecido mucha más atención, tanto hagiográfica como crítica.
¿A qué se debe este desconocimiento, esta ignorancia, este silencio en torno a uno de los intelectuales españoles más importante del siglo XX? Mi hipótesis es que la ideología de la “memoria histórica” es la causante de esta exclusión de Maeztu de los intereses de la mayoría de los historiadores españoles.
¿Qué es la memoria histórica? De entrada un oxímoron, un término contradictorio: lo que es “memoria” (individual, parcial, subjetiva) no es “historia” (reconstrucción racional del pasado a partir de documentos). Pero es más que eso, es la coartada intelectual de ciertos sectores de la izquierda, que, incapaces de dar una respuesta transformadora a la realidad actual (globalización, nuevas tecnología, neoliberalismo) dirigen su mirada nostálgica hacia un pasado idealizado, en que los malos de la película eran los obispos, los militares y los capitalistas con frac y chistera.
La “memoria histórica” es un ejercicio de simplificación y falsificación de la historia. Su dogma central es la demonización del “fascismo”, entendiendo por tal no unas categorías políticas concretas, propias de unos movimientos que se desarrollan en la Europa de entreguerras, y que son derrotados en la II Guerra Mundial, sino una especie de categoría teológica del “mal absoluto”. Todo lo que es “fascista” es “mal” y todo lo que es “mal” es fascista. Partiendo de estas premisas es bastante difícil el estudio, la comprensión y la crítica del fenómeno fascista, pues la misma demonización lo impide.
En el caso de España el silogismo es muy simple: el franquismo era autoritario y represor, luego era fascista, luego era el “mal absoluto”. No hay lugar para el análisis, para la comprensión de la heterogeneidad de las fuerzas políticas contrarrevolucionarias que formaron junto a Franco y a los militares, para el estudio de la transformación del régimen después de la derrota de las potencias del Eje, para el análisis de la influencia de la Iglesia Católica o de la alianza con Estados Unidos. Solo cabe la condena acrítica, el auto de fe. A la represión que siguió a la guerra civil se la equipara al Holocausto (olvidando, claro, la persecución política y religiosa que se dio en el otro bando). El corolario que sigue a todo ello implica la destrucción de monumentos (curiosa forma de memoria), la exigencia de que se pida perdón (aunque no está nada claro quién debe pedir perdón) o las andanzas de un juez iluminado que quiere juzgar a muertos.
En medio de este “reality-schow” la figura de Maeztu es incomoda. Porque hay un pequeño detalle: Maeztu nunca fue fascista. En su última etapa, cuando dirigía Acción Española, se le puede tachar de reaccionario, tradicionalista o de extrema derecha, pero no de fascista. ¿Cómo puede llamarse fascista a alguien que siempre desconfió del Estado, que fue anglófilo toda su vida y que acuso al Kaiser y a su militarismo de ser los responsables de la I Guerra Mundial?.

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