La verdadera Libertad, la que defiende el Carlismo -la que defendió el Rey Javier- está basada en la Tradición (Dios, Patria, Fueros y Rey), y no en la falsedad socialista, que pretendió imponer, contra el Rey y el pueblo carlista, Carlos Hugo. En la imagen cartel javierista.
Carlos Hugo de Borbón Parma ha publicado el día 6 de mayo en El País, con motivo del XXX aniversario de la muerte de su padre, el Rey Don Javier de Borbón, un artículo tutilado "Un demócrata que renovó el movimiento carlista". Hace diez años, prologaba la obra "Don Javier, una vida al servicio de la libertad". La respuesta -publicada en las páginas principales de uno de los periódicos españoles de mayor tirada- que M. Anaut escribió en 1997 para ésta puede reproducirse también a los efectos de aquélla.
UNA BIOGRAFÍA FALSA
La experiencia del hombre muestra con usura lo que fue objeto de la enseñanza de Pablo de Tarso: que hay diversidad de carismas que se nos dan en el servicio de múltiples vocaciones para la común utilidad. Así, el secreto de la vida no es otro que el del discernimiento de cuál sea nuestro don y la perseverancia en su desenvolvimiento. La fecundidad se halla precisamente ahí, al igual que en el desprecio o el abandono de lo propio radica la inautenticidad y a la postre la esterilidad.
El carlismo tiene una larga historia. Que puede gustar o repugnar, pero que es la que es. Como su nítido signo intelectual. Y que, desde luego, excede de la coyuntura histórica de un hoy hasta pintoresco pleito dinástico, que en puridad no pasó de simple banderín de enganche, para venir a encarnar la vieja España en la continuidad —durante los dos últimos siglos— de la defensa del régimen histórico español y de la religión como fundamento de la comunidad política. Este carácter es precisamente el que ha teñido la trayectoria del carlismo, singularizándolo de otros legitimismos. Y aun así, ¡qué entrega a sus reyes la de los leales de la Causa, envidia tantas veces de la rama reinante! Porque en el primado de la que, con toda intención anticarlista, llamó el gran historiador Jesús Pabón «la otra legitimidad», se alimentaba al tiempo el fervor por la originaria legitimidad dinástica.
Como quiera que sea, en la vitalidad tanto tiempo sostenida del carlismo, así como en sus numerosas reviviscencias posteriores, late la «diferencia» de la historia contemporánea española —de la guerra de la Convención a la de 1936—, fundada en la resistencia del comunitarismo religioso y tradicional frente a la laicización y desvinculación introducidas por la revolución liberal. Al fin y al cabo, el profesor Palacio Atard pudo escribir, con referencia a la España del barroco, que «nosotros, los que no somos europeos», «tuvimos un programa político con validez para el mundo», y «no solamente lo tuvimos: lo sostuvimos». El carlismo es cabalmente la continuidad de esa vieja España.
Ahora, cierto sector de la familia de Don Javier de Borbón Parma —que, a la muerte de don Alfonso Carlos en 1936, abanderó la Comunión Tradicionalista—, a comenzar por el heredero Carlos Hugo, no contento con la acción profundamente desnaturalizadora desarrollada ya en el seno de ésta desde finales de los sesenta, pretende «recrear» la figura de Don Javier con una biografía delirante. ¿Por qué no había de llegar hasta Don Javier la piqueta que no respetó elemento alguno del entero edificio del carlismo? La desaparición durante los últimos años de sus muñidores de la escena española, la retirada —al menos— a un discreto segundo plano, permitieron concebir durante algún tiempo la esperanza de que, ya que no el arrepentimiento, el desánimo hubiera cundido entre ellos. Pero ya se sabe que en el infierno hay que dejar toda esperanza, y —así— ha terminado por resultar vana.
La figura de un gran príncipe cristiano, confidente y agente de Pío XII, que dio a la Comunión Tradicionalista la orden de sumarse «con todas sus fuerzas» al Alzamiento Nacional, que dirigió las actividades de aquélla durante tres decenios con centenares de manifestaciones de purísima doctrina tradicionalista —pueden exhumarse acudiendo a la oceánica recopilación de Manuel de Santa Cruz en 28 tomos, alguno de varios volúmenes—, se convierte en el libro que comento en «el hombre que osó enfrentarse a Franco y situó al carlismo a la izquierda». Raya lo grotesco lo primero, pues —aparte del tono— la oposición carlista al régimen fue oscilante, precisamente porque el propio Don Javier durante algún tiempo defendió la «colaboración», y siempre sui generis. Y lo segundo es una manipulación grosera, porque tal es lo que intentó hacer Carlos Hugo, sin más éxito que la «gloria» de haber contribuido a desarbolar un carlismo demasiado azotado ya por el franquismo, el cambio social y, sobre todo, el concilio Vaticano II. Pero, Don Javier... Los gestos que trabajosamente se ayuntan en tal sentido, no sólo son de un raquitismo extremo, que delata el fraude, sino que en todo caso desacreditan a quien los utiliza por la falta de piedad que implica. Francamente, son actos arrancados por su hijo don Hugo en la avanzada ancianidad de Don Javier. Silenciándose, en cambio, entre otras, la frontal oposición de su esposa, Doña Magdalena de Borbón Busset.
Sobre el resto no merece la pena volver ahora. Es el carlismo socialista de una «historia-ficción» que, a fuerza de repetirla durante veinticinco años, temo que ha comenzado, ya que no a calar, a dejar algunos tics. La impresión que deja esta sedicente biografía de Don Javier no puede ser sino de nostalgia y hasta de tristeza. Por la falsificación de la historia, por la ingratitud de unos príncipes que —tras haberse burlado de la lealtad heroica de un pueblo que lo ha dado todo por sus antepasados— no dudan ahora en hacer irrisión de su propio padre. Por la misma postración del carlismo. José María Pemán dijo de los carlistas que habían mantenido intacta, por encima de toda claudicación, «la castidad de su pensamiento y de su esperanza». Parece que algunos, por contra, han hecho su propia revolución sexual.
Entre el carlismo y la corriente histórica de la contemporaneidad media un abismo. La situación de la Iglesia católica, la presión internacional y las propias tendencias sociales más acusadas —en buena medida inducidas comunicacionalmente— marchan en dirección opuesta a la del pensamiento tradicional. Lo que no quita para que sea posible descubrir en la situación presente otra serie de rasgos que abren brechas en el sistema de la modernidad: la crisis moral profundísima que ha puesto en primer plano la necesidad de la «comunidad»; la crisis del Estado-nación, que abre vías a nuevas formas de integración territorial, que recuerdan al foralismo; la crisis del parlamentarismo y de la partitocracia, que lleva a fórmulas presidencialistas y a la quiebra de la monopolización de la representación por los partidos. He ahí un camino abierto para, auscultando los signos de los tiempos, y sin renunciar a un acervo amasado en dos siglos de heroísmo y sacrificios sin cuento, lanzar el grito de «aún vive el carlismo». El rescoldo queda en muchas viejas y nobles familias adormecidas hoy en la plácida vida de sociedad. Y el pueblo... La senda esforzada conduciría a avivarlo. Otros, a lo que se ve, se afanan en extinguirlo.
M. ANAUT
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