El medio siglo de la UE revela la verdadera naturaleza de lo que ha acabado siendo Europa: una mera construcción económica concebida por las elites y vacía de todo lo que importa.

Pese a comprender 27 Estados, es solo un monstruo sin corazón. Mientras que los hombres han muerto por millones, y con amor apasionado, por Alemania, Gran Bretaña o España, la Unión Europea es incapaz de avivar nada más que los intereses mezquinos. ¿Es eso lo que querían aquellos que en el pasado concibieron Europa? Creemos que no.

Pero mientras que nuestros a políticos se les llena la boca con las palabras tótem de democracia o libertades –libertades fundamentalmente económicas, claro-, las realidades diarias nos dicen que eso no es suficiente.

En Holanda y Francia el proyecto europeísta ha sido severamente contestado. Vaclaw Havel habla de la Constitución europea como si fuera un texto en neolengua orwelliana. Pero es que además es un clamor en múltiples foros de todo el mundo que la Europa del presente está tocada de muerte. La mayoría de los países son víctimas de una rápida invasión halógena por parte de gentes inasimilables de origen africano, sudamericano y asiático. A este respecto, Max Gallo, hijo de emigrantes italianos en Francia, nos recordaba la terrible amenaza de la desnacionalización demográfica: "Yo nací en el seno de una familia que venía de Italia. Pero cuando mi abuelo y mi madre llegaban de su tierra, sabían que se instalaban en un país con una gran historia, anterior a su llegada. Y el deseo de mi familia era integrarse en esa gran historia. Los nuevos inmigrantes no quieren saber nada de esa gran historia de Francia, anterior a su llegada. En el mejor de los casos, piensan ser indígenas oprimidos por el ejército francés. Nuestro drama, desde Mitterrand y Chirac, es que el pensamiento oficial confirma a los inmigrantes en ese rechazo de Francia y su historia. Para esos inmigrantes, o hijos de inmigrantes, la historia de Francia comienza ahora mismo, con ellos. Ese proceso culmina con esta síntesis intelectual catastrófica: la nación es algo obsoleto, un arcaísmo pasajero, sustituido por las regiones, Europa o la mundialización".

Por desgracia, esta amenaza inédita en la historia es síntoma inequívoco de otra razón más profunda. Europa se niega a afirmarse a sí misma porque tiene más bien poco que afirmar. Únicamente deja de afirmarse el que no tiene nada que ofrecer. El Papa Benedicto XVI, por otra parte uno de los grandes intelectuales de la presente escena europea, ya barrunta la deriva nihilista de Europa y advierte contra la apostasía de sí misma y contra la nada interior que revela el invierno demográfico.

Y es que guste o no, el cristianismo es la única manera genuinamente europea con la que la civilización occidental busca la trascendencia y deja de trivializar la vida. Apartada de esta raíz por varias décadas de propaganda, Europa se ve incapaz de concebir nada más allá del bienestar material que hoy se llama pomposamente calidad de vida. La angustia de la nada intenta paliarse con la prisa frenética de la producción y con miles de oenegés que explotan el sentimentalismo, todas ellas llamadas, sin embargo, a hacer olvidar a los hombres lo irrenunciable de la trascendencia, único fundamento que puede tener hacer la acción generosa por los demás.

No es de extrañar que Europa haya quedado atrapada en la tenaza del proyecto bicéfalo liberal-marxista. Si uno concibe al hombre como consumidor, para el otro es solo un factor de producción, de manera que ambos comparten la base común del ser humano unidimensionalmente económico. Para colmo ni siquiera ya la economía conserva el marchamo del servicio como garantía única de no perversión. En nombre del libre comercio entidades económicas –desde empresas multinacionales a joint ventures- manipulan los precios, extorsionan a los Estados y trafican con el trabajo y el sudor de millones mientras enriquecen sus cuentas de resultados con cada vuelta de tuerca al bolsillo de los pobres.

Y todo ello en nombre del libre mercado. En España es hoy Delphi pero mañana serán muchas más las sacrificadas en el altar de la globalización y de la lucha contra el proteccionismo. Nadie es capaz de gritar a los europeos que su ruina material y espiritual se gesta en las camarillas de la cuádruple traición de políticos, intelectuales, financieros y periodistas; unas camarillas que conspiran para sostener un orden profundamente subvertido. La idea es que hasta la protesta más angustiosa tenga lugar dentro de las estructuras políticas establecidas, bien sea el sindicato progresista de turno o el intelectual comprometido. ¿Qué puede quedar entonces? ¿Qué podemos esperar los europeos?

En primer lugar, nada sin fe. La fe es lo primero. Está la fe en Dios. Pero sin fe en un amigo no se construye una amistad duradera. Sin fe en la esposa o el marido es imposible gobernar una familia a través de los avatares de la vida. Sin fe en una empresa nada puede llegar a buen puerto. La fe es la antesala del entusiasmo y nace del espíritu. Por eso decimos "tengo fe en ti" solo a aquellos con los que estamos dispuestos a llegar lejos.

Es necesario, por lo tanto, creer en que el espíritu vivifica, en que los hombres pueden cambiar y dar lo mejor de sí mismos. Después, es necesario el amor a lo que fuimos y la determinación inquebrantable de darle una continuidad. Solo con este bagaje se puede enfrentar un futuro para el que la patética Unión Europea se está demostrando completamente inútil.

Quizás esto se deba a que nuestros políticos no quieren construir Europa sino más bien suplantarla, como si fuera una pieza más de su gigantesco mercado planetario que no sabe más que de ganar dinero. Pero en última instancia el verdadero frente de batalla está en el corazón de cada uno que no es si no el mismísimo corazón de Europa.

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Eduardo Arroyo

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