Tres décadas de Constitución: lo que callan los del botafumeiro
He escuchado decir en la televisión, creo que a Victoria Prego, con aire de beatitud budista, que el denominado "periodo constitucional" ha sido el de mayor "paz, prosperidad y concordia" de la Historia de España. La afirmación, dicha tras el asesinato de Uría, me suena a broma, pero no queda ahí la cosa. Oigo también a Santiago Carrillo -que, al revés que Sadam o Milosevic, ha escapado a un juicio justo- espetarle a Manuel Fraga que, mientras que las víctimas de "la República" han sido "enterrados cristianamente" y considerados "héroes", las "víctimas del franquismo" no han sido igualmente reconocidas. Todo esto, evidentemente, pertenece a los habituales y reiterativos fastos del "día de la constitución".
De ahí que, después de tan aleccionadoras experiencias, tuviera que ver la estampa de Esperanza Aguirre que, como si estuviera en la Speaker´s corner de Hyde Park, arengaba a unos niños también sobre el "dia de la constitución". Naturalmente, esos niños no entendían de lo que decía nuestra presidenta más de lo que entendían sus mayores. ¿Es que infantes y adultos carecen en España de inteligencia? Sin duda, no. Pero, sin embargo, no deja de ser sorprendente -mucho más sorprendente todavía ante el panorama general que se nos ofrece- que nadie analice estos últimos treinta años con un poco de sentido crítico. Muchos creemos que, como dice el refrán, "obras son amores y no buenas razones" o, dicho de otra manera, lo que importa son los datos crudos de la realidad que vivimos.
Resulta que en ese maravilloso período de "paz, prosperidad y concordia" existe un peligro real de secesión de amplios territorios del país. Las ansias secesionistas, lejos de venir de una demanda real del pueblo, proceden de la machacona propaganda de elites políticas que, a lo largo de los treinta años que celebramos, han inoculado un auténtico odio a España en varias generaciones que ahora ocupan ya puestos dirigentes. La estafa intelectual de los nacionalismos vasco, catalán y gallego ha adquirido patente de corso para imponer con los impuestos de todos una política lingüística que excluye a la lengua mayoritaria, todo gracias a un experimento que esencialmente nada tiene envidiar a la "ingeniería social" marxista, puesta en práctica por Stalin y Lenin. Al pie de esta locura florecen intentos imitadores parecidos en Andalucía, Cantabria y Asturias, cuyo análisis entra ya más de lleno en la psiquiatría clínica, pero que, adecuadamente cultivados con constitucional dejadez, auguran en un par de décadas un futuro que no es precisamente el de la "concordia".
Además, la banda de asesinos a la que un amplio sector de la clase política apoyó en el pasado, con la excusa de "combatir a la dictadura", sigue matando ahora en plena democracia y en las regiones vasca y navarra constituye el principal problema de orden público. No obstante, ese "problema" sobrevive hoy animado desde casi medio centenar de ayuntamientos que el brazo político de ese grupo terrorista gobierna porque el Gobierno Central fue lo suficientemente tibio en las últimas elecciones generales como para no impedir la comparecencia de quienes obtienen votos mediante el chantaje y la extorsión.
Desde el punto de vista laboral, nuestro país se parece cada vez más a una plantación bananera, en la que nunca comparece abiertamente el núcleo dirigente real, sino un grupo de capataces que se ocupan de que todo siga funcionando. Entre tanto los trabajadores pierden día a día sus derechos y, mientras los bancos reciben miles de millones aduciendo que carecen de liquidez para mantener su negocio prestatario, el dinero sigue sin llegar a la inmensa clase media, motor real de la economía verdadera. En respuesta a este verdadero robo con la complicidad de un partido supuestamente "obrero", la oposición sostiene que la solución está en practicar políticas de "austeridad", no sabemos si porque no entiende absolutamente nada o es por que espera lucrarse misteriosamente con el hundimiento definitivo del consumo. A causa de esta política de todo para los hiper-ricos y nada para los demás, las clases trabajadoras y empresariales que producen el bienestar real de la nación pierden uno a uno sus derechos y la precariedad es ya una norma terrible que todo el mundo tiene asumido.
Las diferencias entre las clases se abren más y más con la complicidad de los sindicatos y, como guinda del pastel, ya ni siquiera sabemos quienes somos: para acomodar la absurda ideología nacionalista se transige con la necedad de que solo somos un "estado" y se equiparan los delirios de Sabino Arana o de Antxo Quintana con la Historia de un país que durante dos siglos ha llevado sobre sus hombros la historia misma de Occidente. Al mismo tiempo, nuestro propio gobierno ha decidido que hay "naciones" dentro de una "nación" y que el patriotismo cohesionador de cualquier sociedad, en España, si existe, ha de ser por fuerza "constitucional", aduciendo para tan abracadabrante pase de magia la basura ideológica del marxismo de los años sesenta.
En lo internacional, nuestra soberanía se escapa a chorros de nuestro sistema de gobierno para ir a remansar en los odres de un organismo europeo al que nadie eligió pertenecer pero que nuestros políticos impusieron con la excusa de escapar de una supuesta marginación histórica harto discutible. Ese mismo organismo padece en una u otra escala las mismas taras que nuestro propio gobierno, con el agravante de que resulta más inescrutable a la crítica de nuestro pueblo. Ello no quita para que las garrapatas de Trichet sangren nuestros bolsillos y no se qué "comisario" arruine a nuestros agricultores.
Pero aún hay más. Nuestra juventud es la más especializada y la más ignorante de la historia. Figuramos a la cabeza de Europa en fracaso educativo y nuestros jóvenes conocen a Bustamante pero no al Gran Capitán o a Séneca. Y sin embargo nuestro gobierno pretende utilizar la fuerza coactiva del Estado para imponer un burdo refrito de la Escuela de Frankfurt, sin duda con el ánimo de parecerse lo más posible a la gerontocracia del bloque soviético y poder morir, si cabe, entre las prebendas de las que goza nuestra corrupta y archi-mediocre clase política. En caso de duda, siempre se puede echar la culpa al franquismo.
Con la contumacia de todo el espectro ideológico que, teóricamente, nos representa, nuestro país se está viendo anegado de millones de individuos inasimilables que exigen "derechos" -derechos que existen solo en su cabeza- pero que en realidad están destinados a servir de carne de cañón a un sistema económico cuyo único norte es el lucro de unos pocos. El fenómeno ocurre mientras una política natalista y abortista suicida ha eliminado ya antes de nacer a varios millones de españoles que, al revés que los inmigrantes, sí que demandarían los derechos legítimamente conquistados por sus padres. Pero entre tanta "prosperidad y concordia" nuestra clase dirigente -a izquierda y derecha- persevera en una senda cuyo negro fin contemplan, conscientes o no, una mayoría de españoles a los que solo cabe desazón por el futuro.
De momento todos pretenden hacer creer que no pasa nada y que así puede seguirse por tiempo indefinido. Están demasiado seguros de las tragaderas de la gente y del poder narcótico de un aparato de propaganda, tejido de ideología dominante, que cree poder narcotizar a los contraopinantes a base de Salsa rosa o Cuéntame. Por otro lado, toda una casta mediática, sometida al mismo poder que ha amaestrado a nuestros políticos, se encarga de decir qué es lo que hay que pensar y que es lo que resulta inadmisible incluso discutir. Cosas como la amenaza marroquí sobre las provincias del sur, la destrucción de nuestra industria por la deslocalización, la delincuencia disparada o el nihilismo moral que subyace a fenómenos sociales como la droga o la violencia doméstica, se escamotean en su verdadera dimensión del debate público.
No sé si entre la "Carta Magna" cuyo aniversario se dice celebrar y la situación de postración en la que nos encontramos existe una correlación totalmente fatalista, pero lo que sí tengo claro es que aquella constitución llegó para la mayoría del pueblo español con la esperanza de mejorar lo peor de nuestro pasado. Si a los españoles de 1978 les hubieran mostrado, como por arte de magia, el panorama general en el que estamos sumidos o tan solo una rueda de prensa de Magdalena Álvarez, no creo que aquella mañana de diciembre se hubieran siquiera levantado de la cama. Pese a tanto aire festivo, y por lo que a mí respecta, los hechos me dicen que no tenemos nada que celebrar.
Eduardo Arroyo
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