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... EL ODIO CONTRA EL DISIDENTE
Actualmente, el poder del activismo que representa la corrección política es inmenso y se ha extendido tentacularmente en todos los ámbitos del espacio público, excluyendo manu militari del debate temas de extraordinaria relevancia social con acusaciones ad hominem que buscan la denigración del disidente. La corrección política tiene, además, la enorme ventaja para sus partidarios, afirma Jonathan Chait («Is Political Correctness Good for the Left?», New York Magazine, 2015), de eximirles de argumentar su posición ideológica. La corrección política es, simplemente, una estrategia ideológica que busca la adquisición y el mantenimiento del poder a través del secuestro del lenguaje. De esta forma, el abuso del «discurso del odio» se ha convertido en una verdadera espada de Damocles que pende sobre todo aquel que exprese sus ideas críticas respecto de personas o grupos ideológicamente privilegiados, aunque carezca de ánimo de injuriar o no incite objetivamente a la violencia
Allison Pearson se preguntaba meses atrás, en un artículo publicado en telegraph.co.uk, cómo era posible que la policía del sur de Yorkshire fuera incapaz de investigar multitud de denuncias contra hombres que violaron a 1.400 niñas durante 16 años en la localidad de Rotherham. El hecho de que los criminales fueran varones de origen paquistaní propició que tanto las autoridades municipales como policiales hicieran la vista gorda para no ser acusados de racismo. Y es que en los sistemas legales europeos se ha generalizado la inclusión de disposiciones que penalizan el llamado «discurso del odio», a pesar de que no existe un concepto universalmente aceptado de hate speech. El Comité de Ministros del Consejo de Europa se refiere a él en su recomendación 97 (20) como «toda forma de expresión que divulga, promueve o justifica el odio racial, la xenofobia, el antisemitismo y otras formas de odio basadas en la intolerancia, incluyendo: la intolerancia expresada por el nacionalismo agresivo y el etnocentrismo, la discriminación y la hostilidad contra las minorías, los migrantes y las personas de origen inmigrante». La pregunta que surge es: ¿por qué se condena el odio en tales casos y no en otros? ¿Por qué no se condena como hate speech la promoción del odio entre clases sociales, o contra los discapacitados, los no nacidos o los ancianos, grupos sociales no menos «vulnerables»?
Por otro lado, es evidente la enorme dificultad para perfilar nítidamente los conceptos utilizados, lo que en la práctica lleva a una peligrosa interpretación expansiva que pretende hacer pasar por hate speech la «promoción de los estereotipos» (uno de ellos sería, por ejemplo, defender el matrimonio exclusivo entre varón y mujer). Este instrumento plantea enormes problemas desde el punto de vista de su compatibilidad con el principio de tipicidad penal: salvar tal objeción aludiendo a los conceptos jurídicos indeterminados que también aparecen en otras normas penales es una salida demasiado fácil que deja la cuestión básica sin responder, porque el problema no es la indeterminación a priori, sino la subjetividad sustancial que exige la determinación, que atenta nuclearmente contra la objetividad requerida penalmente, aunque esta sea a posteriori.
Como sostiene The International Civil Liberties Alliance, la aplicación de la prohibición legal del llamado discurso del odio y las legislaciones antidiscriminación dan lugar a numerosos efectos no deseados, a pesar de las buenas intenciones y nobles metas que persiguen. Tales efectos perversos son extensos, y tienden a estigmatizar a personas y grupos que poseen puntos de vista disidentes. Ello se debe a que tales legislaciones suelen formularse de modo excesivamente amplio, vago e impreciso, dando lugar a fórmulas abiertas que aumentan el riesgo inherente de abuso en la aplicación. Un ejemplo de ello sería la Decisión Marco 2008/913/jai del Consejo, de 28 de noviembre de 2008, relativa a la lucha contra determinadas formas y manifestaciones de racismo y xenofobia mediante el derecho penal. Pero también contribuye a tales efectos tanto el celo excesivo de las autoridades y la explotación abusiva que de tales disposiciones hacen grupos radicales que buscan silenciar las críticas y anular al disidente.
En última instancia, el efecto producido es que tales legislaciones se convierten en herramientas de represión más que en vehículos de protección de la libertad. Numerosos casos revelan tales prácticas abusivas, algunas de las cuales han sido recogidas por Paul B. Coleman (Censored: How European ‘Hate Speech’ Laws are Threatening Freedom of Speech, Kairós, 2012), que muestra cómo se inician investigaciones policiales e imponen sanciones civiles, e incluso penales, por criticar ciertas políticas migratorias, al islam, al modo de vida homosexual, a los doctores que cometen abortos, etc. La cuestión no es, obviamente, si se concuerda o no con tales críticas o se las considera fundadas o infundadas, sino si resulta aceptable en una sociedad democrática prohibirlas legalmente.
Cierto es que el Pacto de Derechos Civiles y Políticos de 1966 afirma que el ejercicio de la libertad de expresión «entraña deberes y responsabilidades especiales» (artículo 19.3), y puede restringirse por ley siempre que sea necesario para asegurar el respeto a los derechos o a la reputación de los demás, proteger la seguridad nacional, el orden público, la salud o la moral públicas (el artículo 10.2 del Convenio Europeo de Derechos Humanos —CEDH— añadirá, además, la defensa de la integridad territorial, la seguridad pública, evitar la divulgación de informaciones confidenciales y garantizar la autoridad y la imparcialidad del poder judicial). Más allá de la recta aplicación de tales limitaciones (incluidas la prohibición de la injuria o calumnia —con independencia del grupo al que pertenezca la víctima— y la instigación directa a la violencia), o del abuso de derecho ex artículo 17 CEDH, la restricción de la libertad de expresión es difícilmente conciliable con los principios democráticos.
QUIÉN INCITA AL ODIO A QUIÉN?
La experiencia terrorífica de la Segunda Guerra Mundial marcó de forma indeleble la conciencia de la comunidad internacional. No sorprende por ello, que ya en 1947 la Asamblea Plenaria de Naciones Unidas adoptara las resoluciones nº 110 (II) Contra la propaganda a favor de una nueva guerra y contra sus incitadores y nº 127 (III) sobre Informes falsos o distorsionados. En la primera se condenaba toda forma de propaganda «diseñada o apta para provocar o promover cualquier amenaza contra la paz, ruptura de la paz o acto de agresión», sin solicitar a sus estados miembros sanciones contra los incitadores, sino medidas de promoción publicitaria y de propaganda de las relaciones amistosas entre estados y del deseo de paz de todos los pueblos. En la segunda se invita a los estados miembros a combatir la publicación de dichos informes que puedan dañar las relaciones amistosas entre los pueblos.
Durante la redacción de tales resoluciones quedó manifiesta la opuesta concepción de la libertad de expresión en los Estados Unidos y la URSS. El bloque comunista buscaba la legitimación de sus sistemas acusando a Estados Unidos de imperialismo, monopolio de prensa y discriminación racial, y atacando a la prensa norteamericana por belicista. A pesar del esfuerzo de las delegaciones norteamericana y británica para dejar claro que la propuesta de resolución contra la propaganda bélica de los delegados comunistas tenía como única finalidad la defensa del control de la prensa, sin embargo fue adoptada, entre otros motivos, por la falta de afinidad de terceros países con Estados Unidos. Tampoco fue exitosa la argumentación de la delegación norteamericana para evitar la adopción de la resolución contra los informes falsos, basada en que mayor peligro que la información falsa o distorsionada era el monopolio de la información y el control estatal del flujo informativo que puede ser utilizado para las metas políticas, nacionales o internacionales del gobierno de turno.
La confrontación se repite en la Conferencia de Naciones Unidas para la Libertad de Información (Ginebra, 1948), en la que, si bien la delegación norteamericana era partidaria de luchar contra la propaganda internacional dañina de forma voluntaria y basándose en estándares morales, la delegación soviética buscaba imponer obligaciones legales estrictas a los estados, incluyendo el firme control gubernamental de la libertad de expresión. Los soviéticos admitían la práctica de la censura, pero la justificaban en la protección de la libertad de información «real» y la prevención de su abuso, y sus delegados defendían que la prensa soviética era «la más libre y democrática del mundo». El verdadero significado de tal «libertad» fue desvelado por el delegado húngaro cuando afirmó que existía libertad completa de prensa en su país, pero que, por supuesto, ello no significaba que existiera libertad para «fascistas», defensores de los terratenientes desposeídos o instigadores del odio racial y nacional. La delegación norteamericana puso en evidencia que la fraseología comunista sobre la propaganda tenía como función simplemente confundir y llevar al control estatal de la prensa, llevando a que sean los gobiernos «los que deciden sobre lo que es verdad o es falso, lo que es amistoso o inamistoso».
Tampoco escaparían a tales confrontaciones las negociaciones del que sería finalmente el artículo 19 de la Declaración Universal de Derechos Humanos que reconoce la libertad de opinión y expresión, que no incluyó las enmiendas de la Unión Soviética que pretendía su limitación cuando el propósito fuera «propagar el fascismo y la agresión o incitar a la guerra entre naciones», aunque sí se mencionó en el artículo 7 la protección legal frente a la incitación a la discriminación.
Tampoco tuvo éxito la URSS en incorporar en la Convención para la prevención y la sanción del delito de genocidio de 1948 que castiga (artículo III c) la «instigación directa y pública a cometer genocidio» la explícita vinculación entre fascismo/nazismo y similares teorías racistas y el crimen de genocidio.
La elaboración del Pacto de Derechos Civiles y Políticos de 1966 será de nuevo ocasión propicia para el choque sobre la libertad de expresión y, en particular, lo relativo a la «propaganda a favor de la guerra» y la «apología del odio nacional, racial o religioso que constituya incitación a la discriminación, la hostilidad o la violencia», que su actual artículo 20 proscribe. El representante de la URSS, A. P. Pavlov, defendía que (sic) «los verdaderos demócratas no pueden sino ser antifascistas y antinazis, y por tanto estar obligados a combatir dichas teorías». El representante británico, G. Wilson, se manifestó a favor de luchar contra tales teorías, pero la receta era bien opuesta: «El único remedio seguro era dejar que las personas hablaran libre y claramente». Por tal motivo, Wilson pedía la supresión de tal disposición. Lady Tweedsmuir, de la delegación del Reino Unido, manifestaba la posibilidad de abuso: «La expresión “incitación al odio”, en particular, podría ser usada por gobiernos sin escrúpulos para suprimir los verdaderos derechos y libertades que el borrador del Pacto pretende preservar». El representante sudafricano, Barratt, exponía sus dudas sobre las buenas intenciones soviéticas afirmando que «era irónico como mínimo que el representante soviético hablara tanto de prohibir la propaganda bélica en el mismo momento en que el presidente del consejo de ministros de la Unión Soviética se jactaba del tamaño de sus bombas». El representante chino, Chiang, arguyó sorpresivamente contra los regímenes totalitarios que controlaban los medios de comunicación, preguntándose cómo la ley interna del estado podría prohibir la propaganda bélica cuando es el propio estado quien la realiza. Igualmente, afirmaba, el problema no radica solo en el odio racial, nacional o religioso sino en otra forma de odio no igualmente vicioso y que está en la raíz de prácticamente todos las enfermedades del mundo de entonces: el odio de clase: «En el plano internacional, la guerra de clases se dirige hacia el derrocamiento de todos los gobiernos no comunistas; en el plano interno, provoca disturbios y sangrientas guerras civiles».
La continua insistencia del bloque soviético por criminalizar los discursos bélicos, de incitación al odio (nacional, racial, religioso), fascistas y nazis, constituía una evidente estrategia ofensiva con doble finalidad: a) legitimar sus férreos sistemas de control y censura deslegitimando el discurso de Estados Unidos y de su prensa, al que acusaban de belicista y de fomentar del odio; y b) excluir al comunismo de la lista de doctrinas del odio, que quedaban así centradas en el fascismo/nazismo y las que promovían la discriminación racial. Una diabólica coartada que jugaba con la bondad declarada de la finalidad, en evidente contradicción con la realidad práctica, sangrienta y opresora, de los sistemas comunistas.
El comunismo internacionalista buscaba respetabilidad mediante trampas lingüísticas en las que no pocos bienintencionados estados cayeron sin querer percatarse de los efectos que tales formulaciones podrían traer a la libertad de expresión en años venideros. Intelectuales neomarxistas que, afortunados, gozaban de libertad de expresión en las democracias occidentales, apuntalaban con sus publicaciones doctrinarias las tesis soviéticas buscando crear un clima de opinión favorable a tales propuestas. Marcuse, por ejemplo, en su ensayo «Tolerancia represiva» (1965), no siente pudor alguno en sostener que «la tolerancia que amplió el alcance y contenido de la libertad fue siempre intolerancia contra los protagonistas del status quo represivo. […] La tolerancia libertadora significaría, por tanto, la intolerancia contra los movimientos de la derecha y la tolerancia de los movimientos de la izquierda».
El doble rasero en la lucha contra la intolerancia durante las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial es elemento insoslayable del análisis histórico de la doctrina que actualmente llamamos hate speech, tanto de buena parte de sus formuladores teóricos como de la praxis que el bloque comunista mantuvo en los foros internacionales. Abatido el sistema comunista en los años ochenta por la evidencia de los hechos históricos que lo cuestionaban estructuralmente, y la fortaleza de las ideas y creencias de tantos que lo combatieron, es irónico que cierta inteligentsia occidental que sostenía, con distintas variantes e intensidades, ideas de matriz neomarxista en las sociedades libres, aparezca como abanderada de la lucha contra la intolerancia practicando la intolerancia. La corrección política (de la que la doctrina del discurso del odio es una concreta expresión con estatuto legal) entró en escena en los ochenta y noventa en los campus de las universidades norteamericanas, donde se sucedían con cierta frecuencia los episodios de intolerancia contra quienes osaban criticar a ciertos grupos minoritarios que parecían gozar de protección privilegiada.
REFLEXIÓN FINAL
No cabe duda de que la armonía social es indispensable para la coexistencia pacífica entre las personas, pero la paz social en una sociedad libre no excluye el debate crítico sobre toda cuestión de relevancia social. En tal sentido, afirma el Tribunal Europeo de Derechos Humanos que la libertad de expresión protege no solo el contenido, la forma y el tono de las informaciones e ideas recibidas favorablemente o consideradas inofensivas o indiferentes, sino también las que «ofenden, resultan chocantes o perturban al Estado o a una parte de la comunidad» (Handyside c. Reino Unido, 1976, ap. 49), excluyéndose la incitación a la violencia, a la resistencia armada o la insurrección. Ciertamente, el Estado democrático de derecho debe proteger a toda persona de la violencia, de la incitación a la violencia (cuando existe un riesgo real e inminente de que una expresión la desencadene, incluyendo la apología del terrorismo), y de la intimidación y el acoso. Pero no beneficia al bien común social la exclusión de ningún asunto del debate público, la expulsión del disidente mediante su estigmatización, ni la manipulación lingüística que utiliza clichés (v.gr., la retahíla de presuntas «fobias») para mantener el control ideológico del espacio público.
https://www.nuevarevista.net/cultura...-de-expresion/
Última edición por ALACRAN; 23/09/2020 a las 20:41
"... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)
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Última edición por ALACRAN; 24/09/2020 a las 18:24
"... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)
¿Todo vale para que algunos no oigan aquellas opiniones que no les agradan?
Delitos de odio: una excusa para imponer métodos de censura propios de dictaduras
Los países occidentales están adentrándose en una peligrosa espiral con la excusa de perseguir ciertas fobias. Parece que todo vale con tal de reprimir lo que algunos tachan de “odio”.
El odio ya era una circunstancia agravante en el Derecho penal
La mayoría de los políticos y de los medios tratan de convencernos de que la sociedad necesita armarse legalmente para combatir contra esas fobias sociales porque, según dicen, el odio mata. Hay que decir que todo país democrático ya dispone de herramientas legales para castigar aquellos delitos que son motivados por el odio. Por ejemplo, en España el Código Penal de 2015 contempla en su Artículo 22 una serie de circunstancias agravantes que llevan a incrementar la pena impuesta a determinados delitos. Entre esos agravantes figura el siguiente: “Cometer el delito por motivos racistas, antisemitas u otra clase de discriminación referente a la ideología, religión o creencias de la víctima, la etnia, raza o nación a la que pertenezca, su sexo, orientación o identidad sexual, razones de género, la enfermedad que padezca o su discapacidad.” Así pues, ya existen en nuestro Derecho penal las herramientas para perseguir ese tipo de conductas como debe hacerse en una democracia: dejando que sean los jueces quienes apliquen las leyes.
Nos imponen leyes de excepción que ejecutan políticos y no jueces
Sin embargo, la mayoría de los políticos y de los medios, empujados por ciertos grupos de presión, están consiguiendo imponernos una serie de normas que convierten a los políticos acusadores y jueces. Políticos y periodistas nos aseguran que el castigo de esos “delitos de odio” por la vía administrativa es una necesidad imperiosa ante la amenaza que suponen esos delitos. Curiosamente, entre esos políticos y medios hay algunos que rechazan las leyes antiterroristas aplicadas por jueces porque, según ellos, son leyes de excepción, es decir, normas creadas vulnerando el ordenamiento constitucional para conseguir delitos por mera voluntad política. Este mismo año un partido de ultraizquierda, Podemos, ha intentado legalizar la apología del terrorismo, con el argumento de que ese tipo penal “habla mal de nuestra calidad democrática”. Sin embargo, ese mismo partido pretende aprobar ahora una “Ley Mordaza” que crea delitos de opinión y deja su castigo en manos de políticos, y no de jueces, algo propio de dictaduras.
Critican la ‘Ley Mordaza’ y luego piden una con la excusa de perseguir el ‘odio’
En una clara muestra de esa idea de que todo vale para perseguir las opiniones que no les gustan, Podemos ha includo en su “Ley Mordaza” aspectos que criticó en una ley presentada por el PP y que la formación de ultraizquierda tachó, de hecho, de “Ley Mordaza”. Lo que revela esta forma de actuar es la descaradamente arbitraria forma de entender la ley que tiene nuestra clase política, rechazando o aceptando ciertos preceptos legales no por la bondad del precepto en sí, sino en función del propósito que se busca con su imposición: es el viejo y aberrante principio de que el fin justifica los medios. En el caso de la ultraizquierda, además, la promoción de ese tipo de leyes se enmarca en una doble moral que ya viene de muy atrás. Y es que esa ultraizquierda critica la censura franquista pero no tiene reparos en apoyar dictaduras como las de Cuba y Venezuela, sin mostrar ni el más mínimo atisbo de vergüenza.
Se dicen liberales pero apoyan leyes dictatoriales
Pero si ese cinismo es lo que cabe esperar de la extrema izquierda, lo más chocante es ver como otros que se dicen demócratas y moderados se suben al carro de la censura e incluso pretenden ser los más aventajados en su imposición. Me refiero concretamente a formaciones como el Partido Popular y Ciudadanos, que a menudo presumen de liberales pero que el año pasado apoyaron, junto a Podemos y al PSOE, una de esas “leyes mordaza” en Madrid. Una ley que no resiste ni el más leve análisis desde un punto de vista democrático: viola la libertad de expresión y la libertad de educación, usurpa funciones exclusivas de los jueces e incluso vulnera el derecho a la presunción de inocencia, exigiendo que sean los acusados quienes prueben que no son culpables, cuando lo único legítimo en una democracia es que sea el acusador quien tenga que probar su acusación. Este método acusatorio es propio de regímenes totalitarios como el nazismo y el comunismo, y deja a los ciudadanos totalmente indefensos ante cualquier desaprensivo que quiera servirse de una falsa acusación para someter a alguien a un calvario legal.
Permiten matar a hijos por nacer pero prohíben decir que si tienen pene son niños
Lo más alarmante es que normas similares se han aprobado ya en otras muchas comunidades autónomas. Con esas normas, España está cayendo por una pendiente resbaladiza hacia la tiranía. Una tiranía en la que pretenden prohibir el mero hecho de afirmar, por ejemplo, que los niños tienen pene y las niñas tienen vulva. Es decir, quieren censurar a quien diga que existen dos sexos (y no 37) o que el sexo lo define la biología, y no el entorno cultural, convirtiendo la afirmación contraria en un dogma legal y tipificando toda discrepancia en un delito. Afirmar lo obvio hoy es tachado “odio” y te convierte en blanco de la censura. Sin embargo, no hay ningún problema en extender el odio a España, en decir que matar a hijos por nacer es un “derecho” o en promover el odio de clase o la cristianofobia, por citar cuatro manifestaciones de odio bien vistas por el progresismo y que han provocado multitud de muertes. Pero contra ese odio, real y cada vez más extendido, no ponen en marcha ninguna ley. La doble vara de medir que usan es escandalosa.
El ‘odio’ como excusa para desatar una caza contra los discrepantes
Si lo que acabo de señalar desde el punto de vista legal ya es grave, las consecuencias a nivel social y mediático no lo son menos. Animados por esas leyes liberticidas, los hinchas de los partidos que las han aprobado se han lanzado a la caza del discrepante, con especial entusiasmo en el caso de los más extremistas. Esa persecución se está notando especialmente en Internet. Las redes sociales se han convertido en un nuevo circo romano en el que los fans de la nueva censura insultan, amenazan e incluso desean la muerte al que les contradice. Esta ola de fanatismo ha registrado un aumento espectacular en estos últimos dos años. Si antes el tachar a alguien de “fascista” era la excusa más habitual para que los llamados “antifascistas” insultasen, amenazasen y agrediesen a cualquiera, ahora la acusación de “odio” se ha convertido, paradójicamente, en la señal para desatar campañas de odio contra los que no opinan como dicta la élite política y mediática.
Periodistas que actúan como si fuesen comisarios políticos
La élite mediática tiene una especial responsabilidad en las campañas de acoso que se están desatando en Internet e incluso en las calles. El cada vez mayor nivel de señalamiento y manipulación está convirtiendo a muchos periodistas en auténticos comisarios políticos, que se creen con autoridad para dictarnos lo que podemos opinar y lo que no, so pena de ser el blanco de sus iras (y de sus mentiras). Han ayudado a propagar palabras-policía como ultracatólico, ultraconservador, islamófobo, machista, homófobo y transfóbico, con las que van definiendo lo que tienes que pensar y lo que no. Poco importa que seas un católico y un conservador a secas, que no odies a las mujeres, ni a los homosexuales, ni a los transexuales ni a los musulmanes. Esas palabras-policía se lanzan indiscriminadamente contra todo el que no piensa como dicta la élite mediática, con la misma ligereza con la que el bolchevismo purgaba a aquellos a los que señalaba como “contrarrevolucionarios”. El problema para esa élite política es que los señalados conforman un colectivo social tan amplio que está creciendo el hartazo ante esos señalamientos. Basta con ver los comentarios de los lectores en muchos diarios digitales para comprobar el creciente alejamiento entre la élite mediática y su audiencia, porque ésta última no necesita a los medios para percibir e interpretar lo que pasa en la calle: para algo tiene ojos y oídos. Esa rebelión frente a la manipulación se ha hecho notar, por ejemplo, en la victoria electoral de Trump en EEUU, una victoria inesperada y contra la que se había conjurado la amplia mayoría de los medios. Veremos cuánto tarda en ocurrir algo así en Europa, porque lo que no pueden esperar esas élites políticas y mediáticas es que nos quedemos callados y sin rechistar mientras nos pisotean.
https://www.outono.net/elentir/2017/...de-dictaduras/
Última edición por ALACRAN; 24/09/2020 a las 18:24
"... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)
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