Cuentos del abuelo
Ser abuelo ó ser niño en este momento, no es lo mismo que haberlo sido cincuenta ó más años atrás. Ahora pienso que mis mayores: abuelos, padres, tíos, primos… lo tenían mucho más fácil a la hora de entretenerme, pues a los niños de la post-guerra nos fascinaba la vida misma, vivir era una aventura en sí y quizás lo era por el modo como vivíamos y en donde vivíamos.
Digo todo esto, por el esfuerzo que cuesta hoy entretener a los niños, y que se diviertan, lo cual puede parecer un contrasentido teniéndolo todo ó casi todo: consola, televisión, DVD, libros animados, libros digitales, cine... ¡En juguetes... no digamos!
Aunque… no estoy siendo fiel a la realidad, porque los padres de hoy no lo tienen tan difícil; los juguetes a libre disposición, el mando de la tele ó del DVD lo mismo, y… si son pequeñitos, al corralito lleno de juguetes, frente al televisor.
A lo que me estoy refiriendo es al papel del abuelo, porque a mis nietas no les interesa nada de lo anterior cuando están conmigo y sí que les cuente historias, cuentos, aventuras…, y tengo un problema porque jamás he memorizado los cuentos, lo mismo que las canciones, y cuando he tenido que hacerlo, es decir contarles cuentos ó tararearles canciones, pues... nada que ver con el original, y entonces me veo de continuo corregido; así que he optado por derivar hacia historias inventadas, total mis cuentos casi lo eran, ó relatar acontecimientos de mi niñez y juventud basados en historias que escuchaba en las largas noches de esfoyaza en el desván de la casa de mis abuelos, a veces historias intencionadamente dirigidas a los niños que incordiábamos en la labor de desgranar el maíz, ú otras escuchadas sentado en las rodillas del abuelo Manuel en el viejo banco de madera que había a la entrada de la casa, en los largos atardeceres del verano, en aquel momento mágico en que la penumbra empezaba a invadirlo todo y el susurro del arroyo resaltaba en el silencio del atardecer, mientras marcaba sus límites bordeando el corral y el cobertizo donde se amarraban los caballos, al tiempo que se perdía misterioso por entre las orillas de avellanos que lo conducían a morir al río.
Y éstas sí eran… son historias, cuentos, narraciones que a mis nietas les interesan y les entretienen, junto con vivencias de algunos fines de semana cuando vamos a Bayas, una hermosa aldea frente al Mar Cantábrico, con una inmensa playa que se inicia en la desembocadura del Nalón. Allí, en una casita frente al mar, unas veces sentados en la antojana y otras acercándonos a la entrada de la finca, donde por la noche nos apoyamos en la reja del muro, casi en silencio, solo susurrando algunas palabras mientras escrutamos las luces que aparecen en el mar buscando las correspondientes señales en la costa, imaginándonos un lenguaje de piratas y contrabandistas, es donde se han ido fraguando todas estas historias… cuentos… leyendas… ó necesidad de la imaginación de mis nietas.
La antojana, frente a un embravecido mar Cantábrico, la magia del ocaso de un enrojecido cielo ó la seguridad de unas rejas ante lo desconocido, pueden ser el lugar ideal para iniciar cualquier aventura, aunque sin duda también lo es el trayecto que va desde casa al colegio de la Gesta en nuestra ciudad de Oviedo.
A veces la aventura se pone interesante porque las luces del mar llegan a la playa, “conste que no son pescadores que intermitentemente encienden su linterna para reponer el cebo”, y se acercan al río Misisipi, realmente un arroyo que no creo tenga nombre pero al que bautizamos así cuando el padre de Isabel, Sara y Marta era de su misma edad, por el que suben los contrabandistas en busca de algún refugio. Normalmente este arroyo no tiene agua, solo algunos meses del invierno llega a unir su caudal con el mar. Sin embargo nos ha dado mucho juego y aún nos lo sigue dando.
Por respeto a la fidelidad de lo contado y para que no pueda ser corregido por otros futuros nietos, quiero plasmar en escrito lo relatado.
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