Revista FUERZA NUEVA, nº 70, 11-May-1968
EL DOBLE MENSAJE DE GARCÍA MORENTE
Por Rafael Gambra
El XXV aniversario de la muerte de Manuel García Morente ha sido ocasión para que se publiquen sobre él varios artículos, algunos de ellos de no muy clara intención.
De todos es conocida, en líneas generales, la vida ejemplar de este hombre, con cuyo magisterio me honré en los dos últimos años de su vida: su educación filosófica, su adscripción a la escuela neokantiana, en boga en Europa durante su juventud, y al grupo de intelectuales laicistas y europeizadores, que encabezaba Ortega y Gasset; su repentina vuelta a la fe católica que había abandonado desde su infancia; su consagración al sacerdocio, y la fervorosa obra de apostolado que llevó a cabo desde ese momento hasta el cercano final de sus días.
También ha tenido amplia difusión -aunque no toda la que merece- el relato que él mismo hizo a su confesor acerca de las visita sobrenatural -presencia del mismo Cristo- que recibió en los momentos en que culminaba la angustia de su espíritu, visita que determinó su conversión fervorosa y sin reservas. Este relato, publicado después de su muerte bajo el título de “El hecho extraordinario”, es una obra maestra de literatura autobiográfica, un admirable esfuerzo por explicar lo inexplicable, un documento de sinceridad y fuerza inolvidables. Pero, aparte de recomendarlo vivamente a quien aún no lo haya leído, nada más diré acerca de él.
Quiero limitar estas líneas al comentario de algunos puntos que, dentro del testimonio vivo de Morente, me parecen de especial interés y aplicación a la hora que vivimos.
García Morente fue, hasta sus cincuenta años, agnóstico en materia religiosa, y, como lógica consecuencia, ecléctico en cuanto a la política y sus fundamentos. Durante su decanato en la Facultad de Filosofía y Letras resultó notorio su empeño por mantener una estricta neutralidad en las enconadas luchas entre estudiantes, preludio inmediato de la guerra que muy pronto dividiría a España en dos mitades inconciliables. Aquellas luchas le parecían entonces absurdas, y en todo caso, ajenas a su persona y a su mentalidad.
Su actitud empezó a cambiar cuando experimentó en su propia vida -en la de su familia más cercana- la realidad sangrienta de los hechos. Primero, el instinto de conservación le obligó a huir del Madrid rojo, y, una vez en París, un sentimiento de mera decencia humana le hizo condenar el anárquico desahogo de viles pasiones en que se había convertido la España republicana. Morente huye, como tantos intelectuales de izquierda -Ortega, Marañón, Madariaga- porque la vida era en ella simplemente imposible. Sin embargo, aún no se sentía personalmente implicado en la lucha. Su único afán se cifra en sacar de aquel caos a su familia y llevarla a cualquier lugar tranquilo donde pudiera tener un trabajo honorable con que mantenerla. Todos estos deseos, que durante un tiempo de angustia le aparecieron irrealizables, se vieron colmados en breve plazo; la Universidad de Tucumán, en Argentina, le ofreció una cátedra, y, al poco tiempo, el Gobierno de Negrín concedió la salida de sus hijas, retenidas hasta ese momento por el de Largo Caballero.
Morente, pues, cruzó el mar y se instaló en Tucumán, en condiciones de reanudar una vida apacible y normal. Pero aquello que tanto había ansiado no le satisfacía ya, porque, en el intermedio, había sucedido algo que cambiaba radicalmente sus categorías mentales y valorativas: ese algo era, sencillamente, su retorno a la fe.
Se ha dicho, más o menos veladamente, que, si Morente viviese en nuestros días, su conversión no le habría obligado a ningún cambio en su modo de pensar y de vivir. En realidad, Morente, por el solo hecho de haber percibido la presencia de Cristo a su lado, vio el mundo, vio a su patria, vio los acontecimientos que le rodeaban, con un sentido, bajo una luz, nuevos, diferentes. Y esto es, justamente, lo que me interesa subrayar: la guerra de España deja de ser para él un hecho globalmente lamentable –“un millón de muertos”- y se convirtió en algo pleno de significado, en algo propio de lo que no podrá sentirse ya ajeno.
Hasta ese momento, a nadie, ni siquiera a sus hijas, había hablado de su conversión. Ni siquiera había reanudado las prácticas religiosas abandonadas desde la adolescencia. La primera persona que tuvo noticia de su cambio fue el obispo de Madrid-Alcalá, residente entonces en Vigo, a quien escribió solicitando su ayuda para entrar en la zona nacional.
Fue ya en España donde se confesó y recibió su “segunda primera comunión”. Y en sus cartas desde el monasterio de Poyo, habla a sus hijas con fervor de “nuestro ejército” y pide Dios “su pronto y completo triunfo”. Y lo mismo que su visión de la guerra, cambia su interpretación de la historia de España. Su patria deja de ser para él “una soberana ausencia”, una “postura extrema originada por una situación límite” y prolongada con fanática cerrazón más allá del ciclo de su vigencia. Esto era lo que pensaban los intelectuales europeizantes: España, empresa común hacia el futuro, se empeñaba en seguir ofreciendo al mundo una mercancía que ya a nadie interesa; para salvarla es preciso “cerrar con doble llave el sepulcro del Cid” y orientar los esfuerzos comunes en un sentido más rentable.
Morente, a la luz de su fe recuperada, comprendió la herejía histórica que esa postura representaba. “El sentido profundo de la Historia de España -escribió en “Ideas para una filosofía de la Historia de España”- es la identificación de la patria con la religión”. Por consiguiente, los que pretendían “europeizar” a España (en su terminología, descristianizarla) se proponían un “imposible histórico, es decir, una empresa en contradicción con la vocación perenne de España”. Sucedió, pues, que la nación entera repelió la agresión de esos hombres a su más íntima índole, y enérgicamente restableció el orden espiritual”.
Me parece oportuno recordar estos hechos ahora, cuando tantos católicos y aun ministros de la Iglesia se deslizan alegremente hacia los mismos errores que entonces nos llevaron a la guerra y revolución.
Y también me interesa destacar otro aspecto de la vida del Morente converso, que es precisamente el que a mí me tocó presenciar. Me refiero a su labor como catedrático universitario, como maestro; y también en esto puede resultar su ejemplo útil contraste con actitudes y conductas actuales. Desde aquellos años, la cátedra universitaria ha sido para muchos un título honorífico, una publicidad a veces, para otras actividades -profesionales y políticas- más lucrativas o menos trabajosas. Sea cualquiera el origen profundo o el incentivo inmediato de los tristes sucesos que hoy presenciamos, no puede dejar de rondarnos la vieja frase: “aquellos polvos trajeron estos lodos”.
Morente veía en su cátedra -y aun en sus libros estrictamente pedagógicos- una vocación y un deber, no un pedestal ni una patente de corso. Sencillamente, iba a clase todos los días y explicaba su materia procurando ser de sus alumnos comprendido y no sólo admirado. Como tantos grandes espíritus desde Sócrates a esta parte, amaba la enseñanza, y el guiar a los jóvenes en la claridad y el fervor era para él, no una aburrida rutina, sino un quehacer apasionante.
Rafael GAMBRA
|
Marcadores