Fuente: Misión, Número 335, 16 Marzo 1946. Páginas 3 y 7.



INSISTIENDO


Por Luis Ortiz y Estrada



No son nuestros artículos sobre las conclusiones de la Semana Social de Toulouse un torneo dialéctico al objeto de lucir el ingenio. Tratamos con ellos de salir al paso de graves errores de principio en materia fundamental, que se traducen en consecuencias prácticas muy perniciosas y de suma trascendencia, porque ponen en juego crecidos intereses y muy ardientes pasiones. De ello sufre el mundo moderno, apenas salido de una guerra superlativamente devastadora, con la angustia de entrar en otra superadora de los estragos de la anterior. En nuestro empeño, arduo y sagrado deber, hemos de recoger un nuevo artículo que nos dedica en “Ecclesia” (núm. 240, de 16 de febrero), nuestro contradictor Sr. Rodríguez de Yurre.


DESCUBRIENDO EL MEDITERRÁNEO

No discutimos, ni mucho menos negamos, la influencia perniciosa del liberalismo en el régimen económico caracterizado por la empresa. Si para maldecirla y remediar su daño se hubieran reunido los semaneros de Toulouse, les alabaríamos el gusto y ayudaríamos en sus propósitos. ¡Nos han salido canas en lucha contra el liberalismo! Una fase de esta lucha es nuestra oposición a las conclusiones de Toulouse, avance considerable de aquél hacia su término natural: el comunismo.

Lo repetimos una vez más: rechazamos como católicos la falsa conclusión de que la empresa misma no es objeto de propiedad. La empresa es algo, evidentemente; algo creado y sostenido por la acción concertada de unos hombres que en ella aventuran el esfuerzo del trabajo actual y el del trabajo ahorrado en forma de capital. Decir que ese algo no es objeto de propiedad, que ni es ni puede ser de nadie, es un absurdo, sin duda alguna. Sentar este principio como base del orden social es hacer a éste imposible e imposibles, también, las mismas empresas. Siquiera el comunismo las hace propiedad del Estado, y ello le permite un cierto orden social. Si la empresa no es de nadie, nadie, lógicamente, puede elegir la autoridad que ha de regirla, pues hacerlo sería disponer de la cosa como propietario. En las grandes empresas capitalistas, con miles de socios, éstos no tienen más participación en la gestión que la de elegir la autoridad rectora: el Consejo de Administración.

En su desdichado empeño de defender las conclusiones de Toulouse, nos dice el señor Yurre: “Finalmente, el paso anterior conduce directamente a la concepción de la empresa-comunidad. Es la fórmula más perfecta de integración de los dos elementos: capital y trabajo. Marido y mujer se unen en comunidad matrimonial para bien de los dos. La familia no es del marido (aunque la autoridad resida en él) ni de la mujer; es comunidad de vida, de intereses, de destino. Capital y trabajo pueden llegar a integrarse en una empresa-comunidad. Habrá en ella, naturalmente, una autoridad, sin la cual no existe posibilidad de una sociedad. El capital será de los capitalistas; el trabajo de los trabajadores. Y el producto, resultado de la unión de capital y trabajo, será de ambos en la proporción en que cada cual haya colaborado al resultado. Mas la empresa –la totalidad de personas y de cosas– no será un objeto de propiedad, sino una entidad de orden superior, una comunidad de personas unidas en la identidad de vida y de intereses en orden a la consecución de una finalidad común.”

Cuando, calmado el ardor de la polémica, el Sr. Yurre relea y analice lo que antecede, con la calma propia de un profesor, se asombrará de que haya podido ser escrito, ni aun al correr de la pluma.

A todas luces es desdichadísima la ocurrencia de comparar la familia, sociedad natural y obligatoria, con las empresas específicamente económicas de que venimos tratando, artificiales y voluntarias, cuyos vínculos de unión de los socios y cuyos efectos son esencialmente distintos de los de aquélla. La familia es unión esencial de personas para fines muy superiores al incremento de los bienes económicos. Las empresas juntan bienes económicos para hacerlos fructificar –capital y trabajo de las personas–, pero no las mismas personas poseedoras del capital y dueñas del trabajo. Por eso las empresas de que venimos hablando no son “totalidad de personas y cosas”, como dice en su artículo el Sr. Yurre. Esta “totalidad” es la de la servidumbre, mejor aún, de la esclavitud, real y verdaderamente superadas por el tenaz e incesante esfuerzo de la Iglesia, que de una u otra manera asoman en cuanto, alucinado por un falso espejismo, se aparta uno de las doctrinas sociales cristianas, como, sin darse cuenta, le ocurre al Sr. Yurre.

En el régimen liberal más puro, el capital y el trabajo se integran en una empresa-comunidad; en ella el capital es propiedad de los capitalistas, y el trabajo, de los trabajadores, que pueden cambiar de empresa o retirarse cuando quieran, con más facilidades que los capitalistas pueden retirar su capital. Y el producto, resultado de la acción mancomunada del trabajo y el capital, es propiedad de ambos en la proporción que han contribuido a crearlo. Para llegar a este tipo de empresas no necesitamos de las alforjas de la Semana Social de Toulouse. Se inventaron y existen desde hace muchos años. En esto los semaneros nos han descubierto el Mediterráneo.


LO JUSTO EN LA CUESTIÓN DEL SALARIO

Ocurre que, al crear las empresas, antes de haber conseguido el bien económico para el que han sido creadas, los capitalistas lo venden a los trabajadores a cambio de un interés determinado del capital puesto a su disposición. La inteligencia humana ha discurrido una multitud de formas de este tipo de asociación del trabajo y el capital, del que surgen empresas cuya propiedad corresponde exclusivamente a los trabajadores asociados. Más frecuente es el caso de empresas en que los capitalistas asociados compran a los trabajadores, antes de que su trabajo haya fructificado, el producto de su actividad mediante la entrega periódica de cantidades determinadas, o sea el salario. Libre es el trabajador de aceptar este contrato y libres son los capitalistas de proponerlo, en virtud del derecho de asociación, natural de la persona humana, según enseña Pío XI en la Encíclica contra el comunismo. Luego no está a merced de los semaneros de Toulouse, ni tan siquiera del Poder público.

Pero capitalistas y trabajadores, al contratar, se han de ajustar a los preceptos de la moral. Y éstos exigen que al trabajador, sin otro patrimonio que el rendimiento de su trabajo, ha de dársele lo suficiente, por lo menos, para su subsistencia, con arreglo al estado que le corresponde. Si porque hay abundancia de trabajadores acuciados por la necesidad, aceptan éstos la imposición de salarios insuficientes, quien a ello les fuerza valiéndose de su angustia, viola muy gravemente la justicia natural, y el Poder público está obligado a impedirlo con medidas acertadas.

“En primer lugar hay que dar al obrero una remuneración que sea suficiente para su propia sustentación y la de su familia”, escribió Pío XI en la “Quadragesimo Anno”. Por eso entendemos que son injustas, en perjuicio de los asalariados, estas palabras del citado artículo del Sr. Yurre: “En el terreno de la justicia no se conciben REPARTOS EXTRAORDINARIOS de beneficios del capital, si el trabajo no percibe un salario suficiente.” Para nosotros, si el asalariado no percibe un salario suficiente, no son justos los repartos de beneficios extraordinarios NI LOS ORDINARIOS. Más aún, dudamos mucho que sean causa justificante de salarios insuficientes las pérdidas positivas de la empresa, cuando no son de tal volumen que pongan en riesgo la vida de la misma. En este caso, cuando el bien común exija la continuidad de la empresa para que los asalariados no se queden en la calle sin recurso alguno, podrá admitirse como recurso supremo y transitorio alguna reducción del salario por debajo de lo suficiente.

En el imperio de tan viciosa concepción de la ley de la oferta y la demanda, y en la consiguiente abstención del Estado, está el liberalismo económico, que ha de maldecirse y corregirse. No en que las empresas en sí sean o no propiedad de los trabajadores, de los capitalistas o de unos y otros mancomunadamente, según las condiciones de su fundación.


EL CONTRATO DE TRABAJO

Dijimos en nuestro primer artículo que las conclusiones de Toulouse negaban el contrato de trabajo, origen del régimen de salariado. En su segundo, el Sr. Yurre decía que no se explicaba de dónde habíamos sacado esta conclusión, que él no leía en las de Toulouse. Replicamos nosotros que está implícita en el hecho manifiesto de no reconocer empresas cuya dirección esté en manos de los capitalistas que las fundaron y las mantienen con sus capitales, cuyo provecho, deducidas las cargas de justicia, y muy principalmente los salarios suficientes, asimismo se les niega; como se les niega la condición de propietarios de la empresa fundada y mantenida con su capital. De esto hemos sacado que las conclusiones niegan el contrato de trabajo y sólo admiten el de sociedad. Cuando manifiesta el Sr. Yurre no saber de dónde lo hemos sacado, demuestra habernos leído muy a la ligera, demasiado a la ligera para contradecirnos públicamente. Tomamos nota de que también él reprueba que se niegue validez al contrato de salario, de lo cual deducimos que no ha de tardar en reprobar las conclusiones de la Semana Social de Toulouse que nosotros reprobamos; de donde resulta que nuestros artículos están siendo de alguna utilidad.

Nos parece de perlas que se arbitren medios de que se vaya extendiendo cada día más el deseo de Pío XI de que se suavice algún tanto el contrato de trabajo, dando participación de alguna manera a los obreros en los beneficios e incluso en la dirección y la propiedad de las empresas. Pero ello ha de ser, como dice el propio Pontífice, “en cuanto fuese posible por medio del contrato de sociedad”. Sin violar, por tanto, a la justicia y respetando los derechos de los legítimos poseedores; no porque a unos cuantos semaneros reunidos en Toulouse se les ocurra limitar el derecho de propiedad privada, negando que las empresas sean objeto de propiedad. Y es evidente que pensaba el sabio Pontífice, cuando dio tan sabio y prudente consejo en la “Quadragesimo Anno”, que las empresas que de aceptarlo surgieran, serían propiedad de alguien, plenamente apropiables, y por eso habló del contrato de sociedad como moderador del contrato de trabajo.


NO SE BEBE EN BUENAS FUENTES

La muy interesante revista bilbaína “Hechos y Dichos”, redactada por los Padres de la Compañía de Jesús, se ha ocupado de esta polémica parando su atención en la Semana Social de Toulouse. Quienes hayan leído el artículo que la dedica el Padre Posada en el número de febrero, no podrán argüirlo de parcialidad. En él dice textualmente lo siguiente: “Se advirtió también –en la Semana en cuestión– la insuficiente preparación económica, histórica y aun sociológica del catolicismo social francés.”

Es una pena que cuando se puede beber en las purísimas fuentes de los documentos pontificios, manantial inagotable de la verdad, por afán de novedades, censurado repetidamente por León XIII, Pío X y Pío XI, se vaya a buscar inspiración en fuentes impuras, que ya dieron origen a la escuela de “LE SILLON”, condenada por el Santo Pío X en una Encíclica por desgracia demasiado olvidada cuando se trata de estas cuestiones. A nuestro entender, los viejos errores resucitan de nuevo en la desdichada Francia.