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La lengua de Roma en España. Siglo I
Predicaba N. S. Jesucristo la Buena Nueva en Palestina, cuando en España ya se hablaba la lengua de Roma. Los romanos, tras doscientos años de lucha, acababan de terminar la conquista y la península se transformaba rápidamente: las gentes salieron de cuevas y de casas de barro, para habitar las de piedra; se trazaron ciudades con calles enlosadas; se construyeron calzadas, pantanos y viaductos; se tendieron puentes; se elevaron templos, circos y teatros, y se erigieron arcos de triunfo a los caudillos de Roma. Fue Roma la madre de un ancho Imperio en el que regía una misma ley, costumbres, idénticos trajes y se hablaba una misma lengua.
España había aprendido la lengua latina antes que ninguna otra de las nuevas provincias del Imperio, difundiéndose el latín primero por la Bética y con más lentitud por el Norte, donde en Huesca, ya hacia el año 80 a. C., había establecido Sertorio una famosa escuela de gramática para jóvenes hispanos. Y así Julio César, en latín pudo pronunciar públicamente sus arengas a los sevillanos y cordobeses, a diferencia de las Galias, donde tenía que hablar por intérpretes.
Bajo Augusto (26 a. C.- 19 d C.) el Imperio gozaba ya de las innumerables ventajas de un lenguaje común, el latín: un hombre de Itálica, Evora, Mérida, Sagunto o Tarragona podía llegar hasta el Danubio o el Rhin escuchando, hablando y escribiendo un solo idioma.
Nombres latinos adoptaron entonces muchos de los pueblos y ciudades nuevas de España para evocar, a veces, a sus emperadores y capitanes valerosos: Augusta Emerita se llamó la actual Mérida; Caesar Augusta, Zaragoza; Lucus Augusti, Lugo; por Caecilius Metellus se llamó Colonia Metellinensis lo que hoy es Medellín (Cc); el nombre de Servilius Caepio conserva Chipiona (Ca); el de Pompeyo, Pamplona, ciudad fundada por él, recordando la Pompeiópolis del Ponto; el barrio de Triana, en Sevilla, ha sido derivado de Trajana por alusión al nombre glorioso de Trajano.
Otros lugares recibían el nombre de los nuevos dioses romanos que aquí se adoraban: Montem Jovis es el Mongó de Gerona; Jovis corresponde a Jove (Lugo y Oviedo) y al apellido Jovellanos; un santuario a la diosa Venus se alzaría en Portus Veneris o Port Vendrés, en el actual límite entre España y Francia.
Las gentes recibían además apelativos romanos, que perduran aun en lugares a los que transmitieron el nombre: Antoñana (Alava), Antoñán (Le), Antuña (As), Antuñano (Bu), son el latín Antonia o Antoniana. Oreja (To), Colmenar de Oreja (M), Orejana (Sg), Orellán (Le) y Orejo (Sn) son Aurelius o Aurelia; Orbaneja (Bu, P) es un derivado de Urbanus; Quintillán (Po) es lo mismo que Quintilianus. Albiñana (T), Oviñana (As) es Albiniana. Sin alterar está la forma Semproniana (As).
España recibió, pues, para bien suyo, la civilización de Roma, fundiéndose en el Imperio como en una sola alma. Más nunca perdió, por eso, algunas de sus cualidades y virtudes ancestrales, que supo, además, transmitir a Roma hispanizándola en cierto modo. No en vano fueron españoles el primer extranjero que alcanzó la dignidad de cónsul, el gaditano Balbo, y los cinco famosos emperadores Galba, Trajano, Adriano, Máximo y Teodosio (serie repetida por los eruditos de nuestro Siglo de Oro).
Rumbos nuevos marcaron en la cultura del Imperio oradores, filósofos y poetas hispanos, que dieron esplendor a la lengua latina. Españoles fueron, en efecto, casi todos los grandes escritores que registra la Edad de Plata: los Séneca y Lucano, de Córdoba; Marcial de Bílbilis; Quintiliano, de Calahorra; Pomponio Mela de Tingentera; Columela, de Cádiz.
Claro es que el latín de estos escritores de España, como el de los demás del Imperio no es exactamente el que ha dado origen a nuestra lengua. El ESPAÑOL, como las otras lenguas romances, PROCEDE del LATIN HABLADO, que siempre difiere del escrito. Fenómeno propio, no del latín, sino de todas las lenguas: hoy mismo suprimimos, p. ej. al hablar, la d intervocálica de los participios en –ado, cosa que no hacemos al escribir. Nuestra lengua, por consiguiente, procede del latín hablado o vulgar, propio de los legionarios y artesanos, y aun mucho más de las gentes de las clases media y elevada, que en la vida ordinaria no sienten preocupación por ese otro lenguaje correcto, empleado sólo literariamente.
Este latín hablado difería del escrito en su fonética, en su estructura gramatical y en su vocabulario.
En cuanto a la fonética, ciertas diferencias que observamos hoy entre el latín y las lenguas romances aparecían ya entonces: Festo (siglo II), por ejemplo, señalaba en Italia la reducción a O del diptongo AU.
En cuanto a la estructura gramatical, las gentes iban olvidando la declinación, tendiendo a no usarla más que en la forma del acusativo, precedida de preposiciones, salvando así la complejidad y coincidencias fonéticas de las terminaciones declinadas; se formaban, además, nuevas voces por derivación mediante sufijos y se usaban giros sintácticos distintos del latín clásico.
En cuanto al vocabulario, se preferían vocablos que los escritores evitaban: por ejemplo, bucca era preferido a os, auricula a auris, sedere a esse, caballus a equus, formosus a pulcher, perna a crus.
Difícil es, desde luego, reconstruir hoy este latín vulgar, pues por ser hablado no quedan de él textos escritos ex profeso. Sin embargo, su estudio es posible a través de algunos textos incorrectos, inscripciones encargadas a canteros que no sabían dar a los nombres la terminación adecuada a las declinaciones, o también a través de alguna obra como el Satyricon de Petronio cuando, por realismo, pone su autor en boca de tipos vulgares el lenguaje vulgar. Documento vivo del latín vulgar son en fin, sus hijas, las lenguas romances.
Este latín vulgar no era uniforme en todo el Imperio. Según los territorios, existían preferencias por determinadas voces, o unos pueblos les daban sentidos que no les daban los demás: en España decían comedere (origen de comer), usando un verbo compuesto del clásico edere; en Francia, en cambio, empleaban el verbo muy vulgar manducare (origen de manger): en todas partes llamaban serra al instrumento del carpintero, y nosotros preferíamos tal palabra por metáfora para expresar la cadena de montañas.
Sucedía, pues, lo que hoy en España, donde los aragoneses, por ejemplo, emplean a veces vocablos que los castellanos no usan, sin que ello sea obstáculo a la unidad lingüistica nacional.
Pero las principales diferencias, dentro de ese latín vulgar, se observaban en el distinto acento con que lo pronunciaban las distintas provincias del Imperio. “Distinguimos a los hombres unos de otros –decía Quintiliano- por el sonido de las palabras, lo mismo que a los bronces por su tintineo”. Y era entonces nuestro acento muy distinto del de los demás; era un acento español: el de nuestros primitivos poetas de Córdoba, a quienes Metelo escuchaba con agrado cuando hablaban el latín con un “no sé qué grueso y extraño” (“pingue quidam atque peregrinum”) según contaba Cicerón (Oratio pro Archia, X).
Purísima pronunciación romana debería ser la de Marco. A. Séneca (forma hispánica del cognomen latino Senecio) (Suasoria, VII).
Era el acento de aquel retórico español Antonio Juliano, con un modo de hablar a la española (“hispano ore”) (Aulo Gelio, Noches Aticas XIX, IX).
Era en fin, el acento del propio Adriano (76-138) cuando, como quaestor, habló ante los senadores “con pronunciación tan campesina, que todos se le rieron” (Espartiano, Vida de Adriano, III). Sin duda, el futuro emperador no se había liberado del acento de su madre gaditana o de las gentes de Itálica, donde radicaba su familia.
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