Esa fórmula fue también la de nuestro gran poeta Lope de Vega, que, por haber sobrevivido a Cervantes, alcanza aquellos años del 1615 al 1630 en que más enconada fue la polémica por la exaltación de uno y otro estilo. Es entonces cuando Góngora y Quevedo, en abierta oposición, defienden cada uno los opuestos extremos del estilo artificioso y del natural.
Lope, en aquellos años, es el paladín de la pureza castellana, a la vez que defiende el discreto artificio en el lenguaje, siempre que sea por necesidad y por ornato. Bien claramente define su actitud en 1622, cuando nos dice:
“No niego la exhornación,
ni las figuras las niego,
la moderación alabo
y los excesos condeno.”
Y, en efecto, muchas son las veces que ha condenado Lope en sus obras el lenguaje excesivamente artificioso. Sobre todo en los años que van desde 1620 hasta 1634, en los que rara es la obra donde no deje de atacar a los innovadores exagerados. A ellos se dirige en 1620, en la ocasión solemne de celebrar la beatificación de San Isidro, en una justa poética, diciéndoles:
“Y pues está, nuestra lengua,
ya, con tan honradas galas,
no la vistáis de remiendos
con ignorante arrogancia:
mirad que al cielo se queja
la pureza castellana
que esté en Getafe el conceto
y en Vizcaya las palabras.”
No podemos olvidar, en fin, entre sus censuras aquel soneto famoso, publicado por él en 1630 y titulado “A la nueva lengua”:
“- Boscán, tarde llegamos. ¿Ay posada?
- Llamad desde la posta, Garcilasso.
¿Quién es? - Dos caualleros del Parnaso.
- No ay donde nocturnar palestra armada.
- No entiendo lo que dize la criada.
Madona, ¿qué dezís? – Que afecten passo,
que obstenta limbos el mentido Ocaso
y el Sol depinge la porción rosada.
- ¿Estás en tí, muger? –Negóse al tino
el ambulante huesped.- ¡Que en tan poco
tiempo tal lengua entre cristianos aya!
- Boscán, perdido auemos el camino,
preguntad por Castilla, que estoy loco,
o no auemos salido de Vizcaya.”
Lope, en sus críticas del nuevo lenguaje, nada, desde luego, satirizaba tanto como la oscuridad. Para él, admirador de la claridad de los antiguos, los cultivadores del nuevo lenguaje llegan a no entender siquiera lo que dicen:
“- ¿Entiendes, Fabio, lo que voy diciendo?
- ¡Y cómo si lo entiendo! – Mientes, Fabio,
que yo soy quien lo digo, y no lo entiendo!”
El creador de aquella nueva lengua de artificio era don Luis de Góngora y Argote (1561-1629). Este gran poeta, en 1613, dos años antes de que Cervantes imprimiera su segunda parte del Quijote, enviaba, desde Córdoba sus dos poemas las “Soledades” y el “Polifemo”. Con ellos, principalmente creaba una poesía, iluminada por el mundo grecolatino y plasmada en un lenguaje nuevo, un lenguaje de Arte, espléndidamente recargado de palabras brillantes y selectas y de hermosas imágenes sugestivas y sensuales.
Sus palabras, sin embargo, no eran absolutamente originales en la forma, pues Góngora recogía en su mayoría las del lenguaje artificioso de los siglos XV y XVI, utilizándolas con un arte maravilloso, que nadie hasta entonces había sabido poseer.
El estilo de Góngora –en realidad, inimitable- se hizo general entre los literatos, contra los cuales, más que contra el maestro, iban dirigidas las críticas punzantes de Lope de Vega y de tantos otros partidarios del estilo discreto. Los gongoristas, para imitar a su maestro, buscaban voces muy remotas del habla del vulgo; castellanizaban no pocas francesas e italianas y muchísimas latinas; calcaban frases y giros latinos; preferían los periodos largos y con hipérbaton a las cláusulas cortas; recurrían siempre al lenguaje figurado, para expresarse mediante rodeos y metáforas que resultaban extravagantes y descomedidas; hacían gala, finalmente, de una erudición mitológica que paraba en pedantería.
El lenguaje renovador y latinizante de Góngora iba siendo además remedado, no ya sólo por los literatos, sino también por las gentes en general: damas y caballeros tenían a gala hablar con las palabras y el hipérbaton que los culteranos ponían de moda.
El teatro de entonces refleja con gran frecuencia, y en tono de burla, el ambiente culterano de aquella sociedad: en un entremés cuéntase, por ejemplo:
- Yo conocí a un galán que dijo a un paje,
comiendo en un convite habrá dos días,
por decir “echa un poco y a menudo”,
“licoriza por átomos en tropa”,
y el paje astuto le quebró la copa...
Mas, a pesar de las críticas, este lenguaje prosperó, y la lengua española acabó por aceptar los cultismos que tanto se censuraban. Y las voces nuevas entraron entonces en el español en cantidad tal, que al culteranismo debe nuestra lengua mucho de su moderna fisonomía: voces que hoy son del dominio general como fulgor, joven, candor, neutralidad, adolescente, pira, harpía, cisura, petulante, palestra, meta, arrogar, presentir, ceder, construir, erigir, ostentar, impedir, alternar..., eran entonces utilizadas tan sólo por los culteranos. En “La Filomena” da Lope de Vega como voces nuevas en 1621: boato, asunto, activo, recalcitrar, morigerar, selecta, terso, culto, embrión, correlativo, recíproco, concreto, abstracto, diablo, épico, positivo.
Palabras consideradas por Quevedo como indignas del español y propias, más bien, de una “jerigonza o cultilatiniparla”. (“Aguja de navegar cultos. Con la receta para hacer “Soledades” en un día...”)
Frente a los culteranos alzáronse los conceptistas, sobre todo el enemigo de Góngora, Quevedo, y más tarde, Baltasar Gracián, para rendir culto a la idea, al concepto, a la agudeza de ingenio: si el culteranismo era copioso en palabras, el conceptismo venía a ser henchido de ideas, lacónico, sin otro lema que éste de Gracián: “Más obran quintas esencias que fárragos.”
Esta predilección por la idea no implicaba, como parecería natural, indiferencia por el lenguaje, pues los conceptistas crearon también un modo de expresión particularísimo que refleja preocupaciones de superación estilística, cuando no es mero resultado de la difícil adaptación a la palabra del sutil o violento ejercicio intelectual. De todos modos, el lenguaje del conceptista es obra meditada, que se nutre de expresiones opuestas a las del culterano: en vez de emplear léxico cultista, usa voces populares, llegando a veces a reproducir hasta los vocablos groseros del pueblo bajo; en vez de innovar introduciendo extranjerismos, crea dentro del castellano, por derivación y composición, nuevos vocablos (algunas veces burlescos); en vez de componer con hipérbaton períodos largos, como los de las estrofas gongorinas, los conceptistas, Gracián más que ninguno, utilizan las cláusulas sueltas y concisas; en vez de las imágenes insólitas y de las metáforas atrevidas, usan tan sólo de comparaciones precisas, en las que enfrentan dos ideas que por su contraposición hacen inteligible un concepto.
En vez de la erudición falsa y pedantesca, propia del culterano, el conceptista aspira a poseer una cultura sólida, de la que no hace alarde, (caso de Quevedo como demuestra en su “España defendida y los tiempos de ahora”, 1609). Característica principal de los conceptistas es además auxiliarse en su expresión de atributos o símbolos que llaman “emblemas”, “jeroglíficos” y “empresas” (...”son la pedrería preciosa, el oro del fino discurso”; Gracián, “Agudeza...”).
Y, en fin, como ambiente general de su estilo, el conceptista pone una fuerte nota de humorismo, lograda principalmente con el juego de las ideas y de las palabras, con las antítesis, paradojas, con los equívocos agudos.
En conjunto, el lenguaje de los conceptistas acercábase, en cierto modo, al gran estilo de la época imperial, sobre todo, al estimar en mucho el lenguaje natural y, también, al aprender en el Refranero algo de su técnica estilística, por ejemplo, la concisión, y la oposición de ideas dentro de una frase. Ahora bien, esa concisión y exacerbación del ingenio les llevó a desviar o extremar el gran estilo antiguo, para caer, a veces, en el vicio de la oscuridad.
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