Fuente: El Alcázar, 1961

[Lo subrayado en el texto no es mío, sino del documento original]



NUESTRA SOCIEDAD BURGUESA

Por Rafael Gambra


Es valor convenido atribuir el problema social y los males del socialismo que le han seguido, a la burguesía, a su mentalidad y a su modo de poseer; es decir, a esa clase social que fue adquiriendo preponderancia a lo largo del siglo XVIII hasta hacerse bruscamente rectora de la economía europea a principios del XIX. Resulta indudable que el problema social y la difusión del proletariado-mercancía no surgieron de la sociedad estamental –aristocrática, rural o artesana– de origen medieval, sino del predominio de una clase social que tenía de la propiedad y de la ocupación el concepto que anteriormente era privativo de los pequeños núcleos de mercaderes e intermediarios que vivían en las ciudades; esto es, de los burgueses.

Sin embargo, cuando hoy se hace la crítica de la burguesía –o del capitalismo, como más frecuentemente se dice–, tenemos la indefinible impresión de que algo suena a hueco o tal vez a trasnochado. Christopher Dawson lo ha señalado con singular agudeza: no puede hablarse ya de la burguesía como de una clase o como de un estadio de la evolución económica, porque las características de la burguesía se han extendido de tal modo en la sociedad occidental –incluso en el proletariado–, que podría calificarse, con entera verdad, de una sociedad burguesa. Criticar a la burguesía –a su modo de ser, de poseer o de actuar– viene a constituir para nosotros un modo de criticarnos a nosotros mismos.

Marx incurrió en el mismo error de perspectiva al hablar de la burguesía como de una clase muy concreta –todavía lo era en la Europa oriental de su época, que él conoció más directamente–, y al ver en ella no más que un período inestable de la evolución económica, llamado a resolverse en el comunismo definitivo. No pudo prever la difusión de la burguesía como mentalidad y modo de vida en toda la sociedad de Occidente.

Acertó, en cambio, Marx al caracterizar a la sociedad burguesa (y al capitalismo) como aquella en que se opera la separación de los medios de producción respecto de quienes los trabajan, convirtiendo así la propiedad en anónima e impersonal. De un modo todavía más radical podría reconocerse en la irrupción de la burguesía una ruptura del sentido creador y de la vinculación humana que debe conllevar el trabajo, para ver en él sólo un instrumento de lucro, cuyo aspecto puramente cuantitativo resulta, por serlo, extrínseco a la personalidad humana e intercambiable para ésta. El hombre de la sociedad burguesa deja de tener una labor raíz, a cuyo destino y vicisitudes se siente vinculado de por vida por lazos de habilidad, de herencia y de amor, para ver en su ocupación un negocio, simple medio crematístico ajeno al interés creador humano y al natural sentido de la perfección. (Obsérvese el origen del término negocio, que es negación del ocio, esa íntima fruición de la vida que justifica a ésta y, con él, de ese ocio fecundo a que idealmente debe asemejarse todo arte u oficio que se realice con entrega y con amor.)

Esta universalización del status burgués puede hacernos comprender las profundidades a que cala eso que llamamos la “cuestión social” de nuestra época. Cómo el estado de infelicidad humana de la condición obrera no se resuelve con la cuantía de los salarios, ni aún con las seguridades sociales (aún cuando todo esto sea necesario), porque responde a una raíz más profunda: la forzada indiferencia hacia la obra que se ve obligado a realizar, su imposibilidad de apropiación espiritual de la misma, su imposibilidad de salir de tal condición ni de mejorar en ella en cuanto a este aspecto de fondo. Y puede también explicarnos cómo el patrón o el capitalista ha de ser forzadamente un financiero impersonal, con independencia de sus ideas sociales o religiosas, por su misma inserción en el medio burgués a que pertenece.

Es frecuente pensar que la solución del problema social depende de prédicas sociales o de la aplicación de una fórmula o de un sistema de reparto o de participación. Tales medios pueden servir, en el mejor de los casos, de paliativos temporales, por más que su promoción pueda resultar necesaria y aun benemérita en una situación dada.

Lo cual no quiere decir que la solución no exista, sino sólo que se trata de un asunto mucho más complejo que la aceptación de una fórmula o de un sistema. El problema entraña toda una obra de reconstrucción de la sociedad en sus instituciones, en sus hábitos, en sus vinculaciones patrimoniales y laborales, en sus corporaciones de defensa y estímulo, en su fe religiosa… Sabemos cómo el primer medio siglo liberal destruyó muchas de estas realidades, abriendo paso a ese desarrollo burgués y a la rápida expansión industrial-capitalista. Sabemos también que la reconstrucción es siempre más lenta y difícil que la destrucción. Quizá a nuestro tiempo sólo le quepa descubrir ese camino de la lenta y verdadera reconstrucción, discriminándolo de la absoluta destrucción que es el del socialismo, la gran herejía de nuestros días. Y emprenderlo, con la esperanza de que generaciones futuras conozcan otra vez todo aquello que hace a la vida realmente digna de ser vivida y amada: el sentido vincular de lo propio, el arraigo y la estirpe, el trabajo personal y creador, la estabilidad en el orden, el respeto a la legitimidad, el ocio y la contemplación…