Fuente: Tiempos Críticos. Monarquía Popular, Número 12, Diciembre de 1948, páginas 3 y 8.



CUENTO HISTÓRICO


LA METAMORFOSIS DEL RÉGIMEN


Hoy vamos a regalar los oídos de nuestros amables lectores con la narración de una historia rigurosamente verídica, que tiene la ventaja de deleitar la fantasía y excitar la imaginación con todas las apariencias de los cuentos de las mil y una noches.

Érase un país, llamado España, a donde había entrado un tropel de serpientes venenosas procedentes de Francia, de Inglaterra y de Rusia. Las cuales serpientes inocularon el virus ponzoñoso de sus glándulas a una buena porción de habitantes de este hermoso país. Pronto vinieron a las manos en reñida y sangrienta pelea los habitantes sanos y los envenenados, de la cual pelea triunfaron en toda línea los sanos.

Entre los sanos los había muchos que estaban también envenenados, aunque por un veneno aparentemente más suave y benigno, que es el que traían las serpientes de Inglaterra y Francia. Al triunfar el bando de los hombres sanos, no cuidaron de matar o expulsar a los que, estando envenenados, se sentaban con ellos a comer en el mismo festín de la victoria. Y no solo fue así, sino que los envenenados quisieron coger, y cogieron, el fruto copioso del árbol de la victoria y se lo repartieron entre sí. Cogieron, además, las riendas del poder, en unión de unos pocos hombres sanos y de muy buena voluntad, sólo para desconcertar a los cándidos. La mayoría de los ciudadanos indemnes y limpios, que eran, además, los que más ardientemente lucharon contra los envenenados, fueron violentamente echados fuera, y algunos ingresaron en oscuras mazmorras para evitar que molestasen con sus lamentos y entorpeciesen la labor de envenenamiento que se propusieron los que, con el nombre de sanos, ocupaban el poder.

A la cabeza de este poder estaba un valiente general, que era quien más había figurado en la batalla. Este general al principio no tenía ninguna enfermedad, pero poco a poco, y con el contacto de los hombres envenenados que le rodeaban, acabó por envenenarse casi del todo, aunque no completamente por la misericordia de Dios.

Este general, rodeado de toda clase de gentes, en su mayoría podridos por el morbo de que hablamos al principio de la historia, empezó a gobernar al país con toda suerte de medidas, unas sabias, otras menos sabias, bien que pronto se vio su intención de ir arrinconando a aquéllos que, por estar completamente sanos, molestaban a los que estaban completamente envenenados, aunque recubiertos con brillantes apariencias de falsa bondad y mentida buena fe.

El general de nuestra historia, y los que le hacían la corte y le incensaban hasta impedirle la visión clara de lo que ocurría en torno suyo, eran muy sabios y muy duchos en el arte de hablar y, más aún, en el de engañar. Decían cosas muy agradables al oído; siempre hablaban de Dios, del Santo Evangelio y de la Iglesia católica. Casi cada día gritaban que el país que ellos gobernaban sería cada vez más católico y más próspero, y también decían que la causa de los males que sufría el país era una enfermedad llamada “liberalismo”, que duró más de un siglo. Se metían con los reyes de la dinastía liberal, y no dejaban en paz al parlamentarismo, al que llamaban “la peste del siglo XIX”.

La ocupación de este famoso general, que era muy trabajador, consistía en hacer discursos, muchos discursos. En todos ellos decía casi siempre lo mismo: que España se había casi podrido por culpa del liberalismo y de la masonería; que la historia del liberalismo era la de las desgracias de su país. Total, que nunca dejaba en paz al liberalismo.

Malas lenguas decían que esta manía del general al liberalismo no era sincera, sino que era una tapadera para encubrir su odio a la libertad. Y que ésta sí que le molestaba, puesto que, de haber un poco más de libertad, todos le dirían las cosas claras, le cantarían las verdades del barquero, y se tendría que marchar avergonzado de sus muchos desaciertos. Estas malas lenguas añadían que dicho señor estaba pegado al palacio desde el que gobernaba, como si las paredes de este palacio fueran de “Kola”. Y que cuando alguien intentaba despegarle, se ponía a rabiar como un chiquillo.

Los hombres que rodeaban al famoso general tenían una manía que sobresalía sobre todas las demás, y era la de dar coces a los que se les acercaban a darles consejos. Ellos eran los gobernantes perfectos que jamás se equivocaban. No se equivocaban, por supuesto, cuando blasonaban con palabras de su religiosidad y del espíritu católico que informaba su obra de gobierno; no se equivocaban tampoco cuando, con los hechos y en la práctica, obraban lo contrario de lo que antes proclamaban con la boca. Ni se equivocaban, ¡claro está!, cuando se cruzaban de brazos, impasibles ante las consecuencias inevitables de su ineptitud, no por negada menos cierta.

Todos los cronistas convienen en afirmar que, durante los primeros años de gobierno, el general y los que le rodeaban no hacían sino despotricar contra los gobernantes que les precedieron y, sobre todo, contra su sistema, al que, entre otras cosas, llamaban “caduco”. Y son estos mismos cronistas, y otros historiadores de menos monta, los que se empeñan en aseverar, con documentos y pruebas harto elocuentes, que, lentamente primero, y con todo descaro después, los secuaces del general acabaron por adoptar, en líneas generales, el mismo sistema al que poco antes calificaron de “caduco”.

Los documentos en que sustentan sus afirmaciones llegan a formar grandes montones en los archivos destinados a escribir la historia del país. Hay, entre ellos, muchos periódicos y revistas dispuestos cronológicamente para mejor construir la gráfica de la obra gubernativa de estos señores, no sin razón llamados “envenenados”. En lugar preferente está la llamada, en lenguaje vulgar, prensa “oficial”, por más que los contemporáneos aseguran que toda la prensa, y los periodiquillos todos, eran publicados conforme al mismo molde “oficial”. Pues bien, en esta prensa de los primeros años se ve repetido, con mucha frecuencia, y en tono enfático, la palabra “Estado totalitario”, “autoridad”, “orden”… Y en tono muy despectivo, y casi grosero, los vocablos de “liberalismo”, “monarquía liberal y parlamentaria”, “sufragio universal inorgánico”…, etc. En todos los artículos y editoriales es fácil advertir un ademán retórico y altisonante, que demuestra la seguridad con que emitían tales afirmaciones, y la pedantería con que se sentían autorizados para sentar doctrina en todas las materias.

Ya en fecha más próxima a nuestros tiempos, y por un proceso evolutivo impuesto forzadamente, según se deduce por noticias de carácter internacional, desaparece casi del todo la palabra “totalitario”, y otra que tiene con ella estrecho parentesco y que se titula “falangismo”. Ya no se habla tanto de la Iglesia Católica, ni se menciona para nada la palabra “Cruzada”, que era antes muy usada, aunque con un sentido un poco exclusivista. Ni por casualidad se hace referencia a los gloriosos mártires y héroes de la dura guerra fraguada entre los sanos y los podridos. Tampoco se habla de “Imperio”, en ninguna de las muchas acepciones que llegó a tener este concepto en los días inmediatos a la victoria, por desgracia más espectacular que efectiva, sobre los enemigos de la sanidad espiritual y del verdadero bien del país de nuestra historia. Todas estas palabras, y otras muchas de imposible enumeración, fueron desapareciendo del “argot” periodístico, que venía a ser el mismo “argot” de los organismos oficiales, o poco menos.

En una tercera fase, ya más moderna y muy próxima a nuestros días, los archivos y documentos que serán excelente material para reconstruir la verdadera historia de este país grande y heroico, registran una nueva nomenclatura y un vocabulario nuevo, el cual, como el anterior, refleja el pensamiento oficial, y únicamente el pensamiento oficial, ya que nunca quiso representar otra cosa la prensa y sus adláteres informativos. Bien. Pues en esta prensa archivada, vense nuevas palabras, o mejor, las mismas que en la primera fase, pero en otro tono enteramente distinto; tan distinto, que es de signo contrario. Y así, se habla de democracia con cierta simpatía; se habla de dinastías y de personas, antes desprestigiadas, con mucha simpatía, con demasiada consideración. El “liberalismo” ya no es una enfermedad, sino que es una medicina. El “totalitarismo” ya no es solución sino un mal, y grave mal (¡hay que seguir la corriente y los dictados del extranjero!). La integridad de la fe y la unidad católica, que eran principios inconcusos en el fervor de la lucha contra los “envenenados”, pasa a ser objeto de revisión y detenido examen. Los enemigos que antes eran dos: el Liberalismo, y su consecuencia lógica el comunismo (¡aquí no hay paradoja, señores!), se reducen a uno solo, el comunismo, que es el que da más miedo y afecta más al bolsillo y a la integridad personal. Los alardes de independencia y de autarquía, se transforman, por ensalmo, en coqueteos con las naciones y potencias que atentaron siempre, y atentan todavía hoy, contra la dignidad y la soberanía del país. Aquí no hay imperio, ni independencia, ni glorias nacionales, ni reivindicaciones históricas, ni voz de los muertos, ni mandato de Dios, ni exigencias de la historia. Todo esto ha desaparecido en el nuevo diccionario, para ser sustituido por expresiones que antaño –no muy lejos– hubieran justificado un expediente de “depuración”, de aquéllos que terminaban en “misteriosa” “liquidación” (?).

Y reaparecen en escena personajes de los calificados de “funestos” por los mismos que ahora se codean con ellos. Atrofiada la memoria, perdida la dignidad, no hay más problema que salvar el pellejo frente al comunismo, aunque este pellejo cueste lo más caro y lo más valioso a los españoles.


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He aquí la historia “inacabada” de este país. Falta el epílogo, que suele ser lo más interesante. Nosotros, que estamos rodeados de profetas, hemos acabado por aprender el don de la profecía. E, iluminados por él, auguramos el término de la historia que hemos ofrecido hoy a nuestros lectores de una manera que quizá asombre por su sencillez. Nuestra historia, señores, acabará más pronto de lo que muchos creen, de la siguiente manera: O LOS ENVENENADOS QUE HOY DOMINAN ACABAN CON LOS SANOS, O SE LEVANTAN EN PIE LOS SANOS ANTES DE SER PISOTEADOS Y HUNDEN EN EL FONDO DE LOS ABISMOS A LOS ENVENENADOS.