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Tema: La infame creación de las “autonomías” (1977) como apuñalamiento a España

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    Re: La infame creación de las “autonomías” (1977) como apuñalamiento a España

    Artículo en "La Vanguardia" del filósofo Julián Marías, contra el aberrante término "nacionalidades" en el anteproyecto de la Constitución (18 Enero 1978)


    Nación y «nacionalidades»

    ESPAÑA ha sido la primera «nación» que ha existido, en el sentido moderno de esta palabra; ha sido la creadora de esta nueva forma de comunidad humana y de estructura política, hace un poco más de quinientos años —si se quiere dar una fecha representativa, sería 1474—. Antes no había habido naciones: ni en la Antigüedad ni en la Edad Media habían existido; ni fuera de Europa. Ciudades, imperios, reinos, condados, señoríos, califatos; naciones, no.

    Poco después de que España llegara a serlo, lo fueron Portugal, Francia, Inglaterra; con España, la primera «promoción»; más adelante, Holanda, Suecia, Prusia; en un sentido peculiar, Austria, y desde fines del siglo XVII empieza a germinar algo así como una nación dentro de Rusia. Italia y Alemania no llegan a ser naciones hasta hace un siglo —aunque se sentían ya así, social si no políticamente, mucho antes, y verdaderamente lo eran.

    Políticamente, las expresiones «Monarquía española» y «Nación española» han precedido largamente a «España». «El tesoro de la lengua castellana o española» de Sebastián de Covarrubias (1611} da esta definición: «Nación. Del nombre latino "nationis", vale reyno o provincia estendida, como la nación española».

    Ricardo de la Cierva, en un artículo impecable, acaba de recordar lo que ha sido siempre, cuantitativamente incluso, el uso constitucional de las expresiones «Nación» y «Nación española».

    Hasta hace unos días. El anteproyecto de Constitución recién elaborado arroja por la borda, sin pestañear, la denominación cinco veces centenaria de nuestro país. Me pregunto hasta dónde puede llegar la soberbia —o la inconsciencia— de un pequeño grupo de hombres que se atreven, por sí y ante sí, a romper la tradición política y el uso lingüístico de su pueblo, mantenido durante generaciones y generaciones, a través de diversos regímenes y formas de gobierno.

    En la época en que el nombre «nación» se usa abusivamente —Naciones Unidas— por todos los países que son o se creen soberanos, desde los más grandes hasta los que apenas se encuentran en el mapa, con estructuras sociales y políticas que nada tienen que ver con la de la nación, resulta que la más vieja nación del mundo parece dispuesta a dejar de llamarse —y entenderse— así. El anteproyecto recurre a cualquier arbitrio imaginable con tal de escamotear el nombre «Nación», «sociedad», «pueblo», «pueblos» y, sobre todo, «Estado español» —la denominación que puso en circulación el franquismo por no saber bien cómo llamarse, que ha ocupado tantos años los membretes de los impresos oficiales—. Pero ocurre que estos conceptos no son sinónimos; y usarlos como si lo fueran significa una falta de claridad sobre las realidades colectivas, disculpable en la mayoría de los hombres, pero no en los autores de una Constitución.

    Ahora que la Iglesia —sabiamente— ha añadido a los pecados de pensamiento, palabra y obra los de «omisión», la de la palabra Nación en el texto constitucional propuesto resulta difícilmente perdonable. En él, en efecto, nunca se dice que España es una nación, lo cual equivale a decir que «España no es una nación», ya que en ese texto era necesario decirlo. Me gustaría computar —en caliente, directamente— lo que de ello piensan los españoles, si se dan cuenta de lo que se intenta hacer con su país, es decir, con ellos— y con sus descendientes.

    Pero no es esto sólo. La idea nacional se cuela en el anteproyecto, como de pasada, en el artículo 2, que dice así: «La Constitución se fundamenta en la unidad de España y la solidaridad entre sus pueblos y reconoce el derecho a autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran». Yo no sé qué quiere decir que la Constitución «se fundamenta en la unidad de España»; entendería que la reconozca o la afirme o la proclame; pero esto no es demasiado grave. Si lo es que el texto diga que integran España «nacionalidades y regiones». Explicaré por qué me parece así. Esta Constitución, tan enemiga de toda «discriminación», la practica aquí en las más serias cuestiones. Según ella, hay en España dos realidades distintas, a saber, «nacionalidades» y «regiones». En una Constitución, habría que decir «cuáles» son —y me gustaría saber quién se atreve a hacerlo, y con qué autoridad—

    Pero lo más importante es que «no hay nacionalidades» —ni en España ni en parte alguna—, porque «nacionalidad» no es el nombre de ninguna unidad social ni política, sino un nombre abstracto, que significa una propiedad, afección o condición. El «Diccionario de Autoridades» (1734) dice: «Nacionalidad. Afección particular de alguna Nación, o propiedad de ella». Y la última edición (1970) del Diccionario de la Academia la define así: «Condición y carácter peculiar de los pueblos e individuos de una nación. 2. Estado propio de la persona nacida o naturalizada en una nación».

    Es decir, España no es una «nacionalidad», sino una nación. Los españoles tenemos «nacionalidad española» —ni ninguna otra—. Con la palabra «nacionalidad», en el uso de algunos políticos y periodistas en los últimos cuatro o cinco años, se quiere designar algo así como una «subnación»; pero esto no |o ha significado nunca esa palabra en nuestra lengua.

    El artículo del anteproyecto no sólo viola la realidad, sino el uso lingüístico.

    Algunos defensores de esa acepción espúrea de la palabra «nacionalidad» invocan el precedente del famoso libro «Las nacionalidades», publicado hace poco más de un siglo por don Francisco Pi y Margall, catalán, republicano federal, uno de los presidentes del poder ejecutivo de la efímera I República Española (febrero de 1873 a enero de 1874).

    Ahora bien, al invocar ese libro demuestra «no haberlo leído». Porque Pi y Margall no llamó nunca «nacionalidades» a ningún tipo de unidades político-sociales, ya que sabía muy bien la lengua española en que escribía —en qué escribió tan copiosamente—. Las «nacionalidades» de que habla son, no Francia, España, Alemania, Suiza o los Estados Unidos, sino la nacionalidad francesa, la española, la alemana, la suiza, la norteamericana, etc. Usa la expresión en el sentido en que todo el siglo XIX habló del «principio de las nacionalidades». A las naciones, Pi y Margall las llamaba «naciones»; y a lo que solemos llamar «regiones», así siempre las denominaba con la vieja palabra romana, de amplísima significación, «provincias». Lo que pasa es que resulta más cómodo leer títulos que libros —y los antiguos, ni siquiera solían tener las socorridas solapas que tantas veces simulan un conocimiento inexistente.

    Al hablar —con entusiasmo— del principio federalista, que Pi y Margall pretendía aplicar a todos los niveles, desde el municipio hasta Europa, escribe, por ejemplo: «Yerra el que crea que por esto se hayan de disolver las actuales «naciones». ¿Qué había de importar que aquí en España recobraran su autonomía Cataluña, Aragón, Valencia y Murcia, las dos Andalucías, Extremadura, Galicia, León, Asturias, las Provincias Vascongadas, Navarra, las dos Castillas, las islas Canarias, las de Cuba y Puerto Rico, si entonces como ahora había de unirlas un poder central, armado de la fuerza necesaria para defender contra propios y extraños la integridad del territorio, sostener el orden cuando no bastasen a tanto los nuevos Estados, decidir las cuestiones que entre éstos surgiesen y garantizar la libertad ide los individuos? «La nación continuaría siendo la misma». Y ¿qué ventajas no resultarían del cambio? Libre el poder central de toda intervención en la vida interior de «las provincias y los municipios», podría seguir más atentamente la política de los demás pueblos y desarrollar con más acierto la propia, sentir mejor «la nación» y darle mejores condiciones de vida, organizar con más economía los servicios y desarrollar los grandes intereses de la navegación y el comercio; libres por su parte «las provincias» de la sombra y tutela del Estado, procurarían el rápido desenvolvimiento de todos sus gérmenes de prosperidad y de riqueza: la agricultura, la industria, el cambio, la propiedad, el trabajo, la enseñanza, la moralidad, la justicia. "En las naciones federalmente constituidas la ciudad es tan libre dentro de la provincia como la provincia dentro del cuerpo general de la república".»

    Pi y Margall extiende la misma consideración a otras naciones: «Otro tanto sucedería en Francia sí se devolviese a sus "provincias" la vida de que disfrutaron, y en Italia, si se declarase autónomos sus antiguos reinos y repúblicas, y en la misma Inglaterra, si lo fuesen Escocia e Irlanda... Inglaterra, Italia y Francia seguirían siendo "las naciones de ahora". Pi y Margall habla constantemente de «grandes naciones» y «pequeñas naciones»: ni a unas ni a otras se le pasa por la cabeza llamar «nacionalidades». Y el libro III de «Las nacionalidades se titula «La Nación española». (...)

    Julián Marías


    ---------

    El artículo completo puede leerse aquí:

    https://hemeroteca-paginas.lavanguar...780118-007.pdf
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