¿Es posible una geopolítica para España? (III)
La vigencia de Mella Vázquez de Mella fue recibido por sus adversarios políticos contemporáneos con burla y condescendencia: «Y si me decís que es soñar, que es sueño ideológico buscar la realización de estos ideales, os diré que ese sueño lo están realizando todas las naciones de la tierra. El pangermanismo significa ese dominio de razas sobre el territorio que habitan sus naturales; el panhelenismo significa la tendencia a querer dominar las islas del Mar Egeo y todas aquellas que llevan el sello helénico; aquellos estados Balcánicos que son nada más que naciones incipientes, tratan de completar su nacionalidad sobre porciones de Turquía; lo tiene Finlandia y todos los países que se extienden a lo largo del Báltico, donde, a pesar de los vendavales moscovitas, no se ha podido extinguir el germen y la flora de las nacionalidades indígenas; lo tiene Inglaterra, rama germánica que se asienta y domina por su territorio sobre los países célticos. Todos buscan su autonomía geográfica; todos aspiran a que se complete el dominio del territorio nacional. ¿Y será aquí, como dicen, sueño romántico, vago idealismo, cosa quimérica, lo que pretendo yo?» Los “dogmas nacionales” no fueron un brindis al sol, una idea peregrina que se quedara en el tintero. Pocos años antes los había consignado Carlos VII, perdedor de la tercera guerra carlista, en su testamento político: «Gibraltar español, unión con Portugal, Marruecos para España, confederación con nuestras antiguas colonias, es decir, integridad, honor y grandeza; he aquí el legado que, por medios justos, yo aspiraba a dejar a mi patria.» La restauración del Imperio español, cuyos restos perdieron ―sin mucho interés― los gobiernos de Alfonso XII, estaba en el mismo centro del programa político de Carlos VII. Y no era una consigna oportunista lanzada por alguien que ya nada tenía que perder, pues aquel nuevo Don Carlos que durante varios años comandó ejércitos, acuñó moneda, y reinó efectivamente sobre una porción del norte de España, ya ofreció en 1875, en plena guerra, una “tregua patriótica” a su primo y adversario cuando las rebeliones en Cuba amenazaban ―preludio de 1898― con involucrar a los Estados Unidos en una guerra contra España: «se trata de la integridad de la patria y todos sus hijos deben defenderla, que cuando la patria peligra desaparecen los partidos; sólo quedan españoles.» Los gobiernos de la España actual poco o nada tienen que ver con Carlos VII y Vázquez de Mella. Pero la geopolítica, como muchos otros países han sabido comprender, debe trascender regímenes, ideologías, partidos y “proyectos”. Las proposiciones de Mella serían hoy recibidas con las mismas objeciones que encontraron en su día: «sueño romántico, vago idealismo, cosa quimérica». ¿Pero no será esta actitud disfraz para el miedo a tomar la iniciativa? ¿O quizá no convenga a unos “intereses de España” que sólo son los de unos pocos? Incluso habrá quien grite ¡imperialismo! y rasgue sus vestiduras, sin comprender que la presencia española en América nunca tuvo el carácter de explotación colonial que tuvieron los posteriores imperialismos europeos: el mestizaje, fenómeno único de la América hispana, da fe de la absoluta singularidad de su vocación misionera. Pero aquí no se trata de escrutar el pasado para justificarlo o condenarlo, ni supone la federación de Mella un apego a las formas “virreinales”. Se trata de abrir nuevas vías adecuadas a las circunstancias de cada momento para una mayor cooperación política entre los países que integran la Hispanidad, de dar formas apropiadas a una necesidad latente de aproximación que sentimos todos los hispanos, pero que no acertamos a materializar por recelos pseudo-históricos o porque, todavía apegados a la funesta ideología nacionalista, no concebimos fórmulas políticas de unión que no supongan la dominación imperialista de una nación sobre otra. Las directrices que según Mella deben guiar la geopolítica española no son quiméricas ni anacrónicas, y la coyuntura actual puede proporcionar terreno fértil. Es verdad que ya no vivimos en la época del pangermanismo y el irredentismo de finales del siglo XIX, pero sí en la de la globalización. La crisis del Estado-nación autosuficiente y exclusivista parece estar consumada. Los gobiernos recientes de España han querido sumarse al impulso europeo de integración, pero esto no implica que se deba renunciar a perseguir la integración en otras direcciones, engarzando con estas perennes líneas directrices de nuestra geopolítica que dirigen nuestra mirada hacia países con los que compartimos todavía mayor afinidad que con los de nuestro entorno europeo. Un mísero océano de por medio ―o dos― no fue obstáculo hace quinientos años: hoy debería serlo aún menos. ¿Es posible, pues, una geopolítica para España? Inequívocamente, sí. ¿Es factible llevarla a cabo? También. Pero para hacerlo no basta con cambiar nuestra política exterior. Debemos aprender a afrontarla de otra manera. Alguna vez se ha comparado la presidencia de los Estados Unidos de Norteamérica con la labor del timonel de un portaaviones: el corto plazo de un mandato, incluso de dos, puede a lo sumo aspirar a cambiar muy ligeramente hacia un lado u otro el rumbo que el buque ya lleva impreso. Si España sigue desatendiendo las directrices que deberían inspirar su geopolítica, de acuerdo con su geografía y su historia, y persiste en cambiar su política exterior a capricho del “proyecto” que persiga cada gobierno, o según soplen los vientos de las grandes potencias u organizaciones mundiales, se encontrará ―continuando el símil― capitaneando un pequeño velero que, con un leve toque de timón y una fácil maniobra de botavara, puede trasluchar y cambiar su rumbo en ciento ochenta grados, tantas veces como quiera. Pero mientras navega describiendo un serpenteo inconstante que no lleva a ningún puerto, el portaaviones sigue impasible su travesía. Y si algún día, por azar, el caprichoso manejo del velero lo lleva a interponerse en el rumbo del coloso… no hay duda de cuál de los dos prevalecerá. FIN E.P.C
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