Fuente: El Pensamiento Navarro, 29 de Septiembre de 1978, página 3.
Ante la enésima Constitución…
La auténtica representación política (I)
Por José María Domingo-Arnau y Rovira
Una ordenación real, concreta y, por consiguiente, orgánica de la sociedad española, conforme a la doctrina del derecho público cristiano, sustentada por los clásicos españoles y postulada en los principios ideológicos del tradicionalismo hispano, requiere dos condiciones básicas: el mandato imperativo para la representación política, y el necesario «juicio de residencia» para los que desarrollaron dicho mandato, e incluso para los que hayan ejercido cargos públicos. Sobre el juicio de residencia, ya nos ocupamos en estas páginas (Vide: EL PENSAMIENTO NAVARRO, 15 de julio de 1978).
Con anterioridad a las elecciones de junio de 1977 para la reforma política, y, recientemente, en ocasión de los debates sobre la Constitución enésima –el adjetivo, según el diccionario de Casares, indica «el número indeterminado de veces que se repite una cosa», adjetivación necesaria en este caso– hemos tenido oportunidad de escuchar frases como éstas: «Cumpliremos el mandato que nos otorgó el pueblo para traer la democracia a España»; «los representantes del pueblo en el Parlamento de la democracia cumplirán el mandato de sus electores»; etc., etc., etc.
Toda esa fraseología no es más que la puesta en práctica nuevamente de la ficción jurídica que ya sostuvo –hace muchos años– Duguit, en su «Derecho Constitucional», cuando se atrevió a formular: «La nación es una persona titular de la soberanía; esta persona confiere un mandato a otra persona, que es el Parlamento, el cual lo ejerce en nombre de su mandante»; y concluye muy ufano afirmando: «Es el Parlamento entero, formando una persona jurídica, quien recibe el mandato de ejercer esta soberanía en nombre de la nación entera» (!?).
Es evidente que utilizar como «slogans» frases hechas es conveniente, y casi lógico, en la publicidad comercial, y, en definitiva, no es peligroso creerlos si se trata de ver las ventajas de una lavadora, por ejemplo; pero el asunto pasa a ser delicado y peligroso cuando con falsos slogans políticos, lo que se pretende es obtener votos para montar una falsa teoría de la «representación política». Por eso conviene aclarar algunos términos que contribuyan a evitar futuros engaños, errores, y sobre todo que, ante tanta fraseología hueca de contenido, el pueblo no se vea defraudado una vez más, apartándose de una recta y sana política y participación.
EL «MANDATO»
El «mandato», como institución jurídica, tiene su raíz en el Derecho Romano, y de él ha sido recogida la doctrina en numerosos Códigos del mundo. El Código Civil es lo que los juristas denominan «derecho privado», y de éste se ha tomado el concepto de «mandato» para su empleo y utilización en el «derecho público»; por lo que no será erróneo buscar la fuente original –el Código Civil– para examinar cuál es la esencia del «mandato». El título IX del vigente Código Civil español, en el artículo 1709 dispone: «Por el contrato de mandato se obliga a una persona a prestar algún servicio o hacer alguna cosa por cuenta o encargo de otra». De este precepto se desprende que la persona humana, al no poder realizar algunas cosas, obliga –por el mandato– a otra a hacerlas por ella.
La deducción, como el derecho en sí, es lógica: como consecuencia de los actos de una persona (mandatario) se obliga a otra (mandante), como si ésta realmente hubiera realizado tales actos. Quede esto puntualizado. Siguiendo con nuestro Código Civil vemos que el «mandatario» no puede traspasar los límites del mandato (art. 1714), y en el art. 1719 se determina que «el mandatario, en la ejecución, ha de arreglarse a las instrucciones del mandante. A falta de ellas hará todo lo que, según la naturaleza del negocio, haría un buen padre de familia». Y el art. 1723 determina que «la responsabilidad de dos o más mandatarios, aunque hayan sido instituidos simultáneamente, no es solidaria si no se ha expresado así».
Fijémonos en dos detalles: «el mandatario no puede traspasar los límites del mandato» (art. 1714), y que ha «de arreglarse a las instrucciones del mandante» (art. 1719). Ello es importante, pues, en caso contrario, los actos realizados serán nulos, exigiéndose, en el Código Civil, la responsabilidad al mandatario; finalmente, el artículo 1733 dispone: «el mandante puede revocar el mandato a su voluntad», que tiene relación con el art. 1720, que dice: a la terminación del mandato «todo mandatario está obligado a dar cuenta de sus operaciones y a abonar al mandante cuanto haya recibido en virtud del mandato, aun cuando lo recibido no se debiera al segundo».
De lo anteriormente expuesto observamos que son tres las características esenciales del mandato: 1.º Su revocación a voluntad del mandante; 2.º Ajustarse el mandatario a las instrucciones recibidas del mandante; y 3.º La lógica rendición de cuentas al finalizar su gestión el mandatario. Todo ello tiene una consecuencia evidente: el mandatario depende del mandante, y que la representación voluntaria, en todo caso, va siempre unida al mandato.
EN LA DEMOCRACIA INORGÁNICA, EL MANDATO NO SE PUEDE REVOCAR
Esta doctrina jurídica, que es la esencia del mandato llamado político en Derecho Constitucional, sin embargo no se tiene en cuenta en el sistema liberal parlamentario de la democracia inorgánica: el mandato no se puede revocar, en ningún caso, por el mandante; el mandatario, llámese diputado o senador o Parlamento, no sigue «instrucciones» de sus mandantes, sino de sus personales criterios o, lo que es peor, del criterio de la ejecutiva del partido al que esté vinculado el mandatario. Finalmente, y como es comprobable, este tipo de «mandatarios» jamás rinden cuentas de su gestión en parte alguna, y, como hemos visto, es éste precisamente el requisito fundamental del mandato, ya que la no rendición de cuentas desnaturaliza el contrato de mandato.
A pesar de la vigencia del art. 1720 del Código Civil, es evidente que, a lo largo del sistema liberal parlamentario, en ningún momento los diputados o senadores se consideran dependientes de sus mandatos o electores, ni de la nación; está demostrado históricamente que, con tal sistema, los así elegidos se reputan «superiores» al resto de sus conciudadanos. Esta superioridad les lleva a consolidar una «oligarquía» dominante, que en algunos países se hace vitalicia. Este sistema de «representación» puesto en práctica por el sistema demoliberal no deja de ser otra cosa que el medio utilizado por la partitocracia para dominar a las masas de una nación engañándolas con señuelos democráticos. Y esto no son palabras vanas y, por su tono, aparentemente duras; porque cuando no existen instrucciones del mandante, ni rendición de cuentas ni de la gestión encomendada, ni posible revocación, no hay mandato, ni representación, ni siquiera la otra forma jurídica conocida por «fiducia» –el encargo de mandato por la gran confianza ilimitada en el mandatario–, ni nada que se le parezca. Bueno, sí; hay algo que también se conoce en Derecho y no es ajeno al profano de los códigos, pues el engaño tiene una figura jurídica muy caracterizada y una denominación que todos comprenden: la estafa.
INTRODUCCIÓN DE IDEAS EXTRANJERIZANTES
Careciendo de esa esencia jurídica, es lógico verificar que, históricamente, las llamadas Cortes o Parlamentos de la democracia liberal jamás han representado fielmente a España. La experiencia nos demuestra cómo esos parlamentarios tan sólo han pretendido introducir ideas extranjerizantes, ajenas a la organización que la realidad española impone. Aún resuena como una injuria política, lo dicho por un destacado dirigente de un partido político, en los recientes espacios de televisión, sobre la próxima Constitución. Este personaje afirmó, y se quedó tan tranquilo, que «el Tribunal de Garantías Constitucionales está copiado de Alemania; lo cual –subrayó– es la ventaja de llegar algo tarde a la democracia…», y así –concluyó– «podemos sacar ideas que los otros países han puesto en práctica». Esto, tan reciente, nos confirma que, en definitiva, las ideas y doctrinas pura y simplemente españolas, a esos «mandatarios» les estorban o no se preocupan en conocerlas y actualizarlas. Este problema se agudiza cuando se observa que algunos de esos diputados, a través de sus partidos, se encuentran sometidos a las decisiones de los homónimos extranjeros, a las Internacionales socialista o comunista. En ambos casos, resulta inútil hablar de doctrina española; es inútil porque es evidente que pretenden imponer unas doctrinas extranjeras.
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