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Honores1Víctor
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Tema: La representación política tradicional

  1. #1
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    La representación política tradicional

    Fuente: ¿Qué Pasa?, 8 de Enero de 1972, página 17.


    ES NECESARIO Y URGENTE VOLVER A LA TRADICIÓN

    La verdad sobre la representación política

    Por Mario Núñez


    Prescindiendo de los totalitarismos, teóricamente existen dos modos de representación política. El primero corresponde a una sociedad organizada por cuerpos intermedios o cuerpos sociales básicos: familias, municipios, corporaciones profesionales. El segundo corresponde a una sociedad sin organización, en la que los cuerpos intermedios, si existen, no existen en cuanto entes naturales anteriores al Estado y con competencia propia; no existen como cuerpos sociales básicos, sino como creación del Estado o como dependientes de él.

    Y decimos que en teoría existen dos modos de representación política, porque en la práctica, en la vida real, ésta tan sólo existe en la sociedad organizada naturalmente por cuerpos intermedios.

    En el primer sistema, que no ha de verse necesariamente encarnado en ninguna legislación vigente, las familias, los habitantes de la municipalidad, los profesionales eligen a sus representantes entre personas conocidas, para la defensa de sus intereses concretos, de cuyo cumplimiento responden ante aquéllos. Los representantes lo son, no de una masa de individuos, sino precisamente de esos cuerpos sociales básicos en los que se integran los hombres concretos. Este sistema se desarrolla en una sociedad en la que la centralización no existe; en una sociedad en la que las entidades menores ejercen por derecho propio las funciones que por naturaleza les corresponden. Esto no significa ignorar o despreciar la actividad y la función del Estado, sino que, por el contrario, significa encuadrar la actividad estatal dentro de sus justos límites; pues el bien común temporal (teniendo en cuenta el fin supremo para el que el hombre ha sido creado), fin de la actividad del Estado, requiere necesariamente la existencia de esa organización social corporativa.

    En el segundo sistema los llamados representantes son elegidos de manera desorganizada por un cuerpo electoral, por una masa de votantes que en su inmensa mayoría los desconoce, pues no hay vida en común, lazos de unión cotidiana con ellos. Al faltar ese mutuo conocimiento, los candidatos a la elección no conocen tampoco los deseos e intereses de quienes les van a votar; deseos e intereses que por otra parte son imposibles de concretar, ya que ahora no lo son de los hombres concretos agrupados en los cuerpos sociales básicos, sino los de un amorfo conglomerado de individuos.

    Por ello, los candidatos se presentan a las elecciones con un programa de cuyo posterior cumplimiento no es posible ni que se hagan responsables de él ni exigir que lo cumplan. En el programa se pretende lo que a juicio del candidato le atraerá mayor número de votos. Por eso el programa es casi siempre ambiguo, abstracto.

    Este sistema suele ir unido al sistema de los partidos políticos (sistema que pretende una unión artificial de los hombres agrupados en los partidos, deshaciendo la verdadera unión, fruto de la convivencia y la tradición, que se da en los cuerpos sociales básicos).

    Los que aspiran a ser elegidos pertenecen a uno u otro partido y los electores votan en realidad los programas de los correspondientes partidos. Aparte del desconocimiento de los intereses de los votantes anteriormente aludido, el elegido se encuentra en la imposibilidad de ser representante de ellos porque además está ligado en su actuación a lo que disponga la directriz del partido a que pertenece.

    En este segundo sistema el fundamento y la función de la representación política se ha invertido totalmente. Los que han sido votados no actúan en interés de los «representados», no son portavoces de sus deseos. Ahora son los electores los que se someten al programa presentado y han de aguantarse con la actividad de aquéllos que resultan elegidos.

    Por otra parte, los que resultan elegidos no lo son de los cuerpos sociales básicos, únicos que, como explicaba Vázquez de Mella, pueden ser representados (ya que el hombre en concreto no se representa más que por sí mismo), sino de la totalidad de los electores (incluidos aquéllos que han votado en su contra). Así, la representación política lo es ahora de la nación, del pueblo todo; no existe mandato imperativo alguno; no existe la sujeción de los representantes al cumplimiento de la voluntad de sus representados (personas colectivas, cuerpos intermedios) para aquellas cuestiones de las que habían de entender y resolver como portavoces suyos.

    De tal modo que en este sistema realmente no existe representación de ningún tipo porque no es posible ser portavoz de algo que por principio carece de voluntad; pues la nación, entendida como el pueblo desorganizado –la masa– carece de ella. Porque tan sólo se puede ser portavoz de la nación organizada jerárquicamente por cuerpos intermedios, siendo portavoces de estas sociedades menores.

    El pretender ser representante de la nación y actuar según la voluntad de ésta no es más que actuar según la propia voluntad o según la del partido a que se pertenezca. Por otra parte, limitar su actividad y concordarla con la voluntad de la nación, de la que se dice que se es representante, es un puro absurdo. Porque la nación, entendida de ese modo, sin organización corporativa, es una pura abstracción. No existe; y si existe es el caos o el totalitarismo.

    Del primer sistema, desarrollado en una sociedad realmente cristiana, surgen los Fueros, las libertades concretas, la variedad que caracteriza a la organización social y a la comunidad política nacional.

    Del segundo sistema surge el uniformismo, la libertad abstracta, la utopía, la promesa irrealizable y demagógica. En él se ahogan las peculiaridades regionales, las libertades concretas de los hombres.

    La democracia moderna, inflexiblemente autoritaria, a pesar de su enemistad con el dogma y la verdad, ha elevado a la categoría de dogma y verdad inmutable el que la ley sea expresión de la voluntad general. Ha implantado demagógica y totalitariamente (pues se ha ido apoderando poco a poco de la facultad de entender los hombres por sí mismos, sin que, por otra parte, y aquí está lo verdaderamente aterrador, éstos sean conscientes de ello) el sistema de los partidos políticos y el sufragio general inorgánico. Donde aún no lo ha conseguido, trata de implantarlo, y desgraciadamente lo va realizando «eficazmente», pues la sociedad de masas es el caldo de cultivo apropiado para ello.

    Así se suprime, aun cuando se empeñen en decirnos lo contrario, la única representación política posible. Por otra parte, juega papel importante en esta ausencia de verdadera representación política la tecnocracia, ya sea por supresión o por impedir su restauración, pues ¿cómo van a permitir los «organizadores», los tecnócratas, que los cuerpos sociales básicos vengan a discutir sus «planes»?

    El padre de familia, el trabajador, el empresario o el profesional, cada hombre en concreto, así como los municipios y las corporaciones profesionales, quedan al margen y sus derechos suprimidos. Frente a ellos, los partidos, cada partido según alcance el poder (o la tecnocracia), y dentro de ellos sus dirigentes (o los tecnócratas), se han sustituido a sí mismos en los derechos de aquéllos.

    Ya no hay un bien común único que permita, promueva y contribuya al desarrollo integral y efectivo de los hombres concretos (para lo que es necesario la existencia de los cuerpos sociales básicos), sino diversos «bienes comunes»; tantos como partidos o como realizaciones tecnocráticas. El bien común y su consecución son sustituidos por la volubilidad, el cambio sin sentido verdadero, el cambio por el cambio, el retroceso. No es posible ya una política que, viviendo en el presente, mire al mañana apoyándose en el pasado.

    Los partidos para mantenerse en el poder han de realizar espectaculares logros materiales, basados frecuentemente en la demagogia y en el fomento de los apetitos más bajos del hombre. Lo que un partido realizó o intentó y en cuya consecución trabajaba es considerado nocivo por el siguiente que llega al poder y, por tanto, destruido. Cada partido que va alcanzando el poder se embarca en la consecución de finalidades distintas y contradictorias respecto a los que le han precedido; de ello surge la anarquía y la ruina nacional.

    Pese a todo ello, la propaganda, en contra del sistema corporativo, único realmente humano, continúa cantando no se sabe qué excelencias (y sí, en cambio, cuántas desgracias) del sistema de los partidos y del sufragio general inorgánico. Estamos en la época del «despotismo democrático» o «tecnocrático», o de ambos a la vez. ¿Cuándo y cómo acabarán?

    Se impone una vuelta atrás, una vuelta a la Tradición, y de acuerdo con ello restaurar e instaurar la civilización cristiana, la ciudad católica, ya que de lo contrario acabará en el más terrible de todos los totalitarismos, que se implantará cuando la sociedad, por absorción de todas sus funciones por el Estado, no pueda funcionar por carecer de vida propia.

    Ahora bien, esta revitalización de la sociedad por medio de sus cuerpos sociales básicos no puede lograrse desde arriba, y desde fuera por el Estado, por medio de leyes imperativas. Ha de ser una creación propia de la sociedad misma, de sus cuerpos sociales: incrementándose sus funciones allí donde aún subsistan los cuerpos sociales básicos como tales y fomentando la vida de estas células sociales donde esté más apagada; permitiendo y ayudando el Estado a que ello sea posible, pero sin pretender imponerlo mediante leyes imperativas, pues por ser esos cuerpos sociales fruto de la convivencia natural, todo lo que desde fuera se hiciera imperativamente conduciría al fracaso. Y ello porque, a pesar de la mejor voluntad, ni la descentralización, ni el regionalismo, ni el sociedalismo (como Vázquez de Mella lo llamaba), o como se quiera designar a la vida real y efectiva de la sociedad por la de sus cuerpos sociales, no puede conseguirse por voluntad imperativa estatal.

    El Estado ha de limitarse a que ello sea posible, para lo cual debe fomentar las iniciativas privadas y nunca sustituirse en su lugar, y tampoco pretender crear él los cuerpos sociales básicos o cuerpos intermedios, ya que desde ese momento dejarían de serlo. En definitiva, cumplir realmente el principio de subsidiariedad en toda la actividad estatal.

    Solamente mediante este cumplimiento por parte del Estado conseguirá éste el bien común temporal y existir al mismo tiempo, por ir unido a él, la verdadera y única representación política, cuyo olvido y desprecio por parte de nuestros gobernantes, cegados por las teorías «europeizantes», hizo decir a Ramiro de Maeztu: «Hace doscientos años que el alma se nos va en querer ser lo que no somos, en vez de ser nosotros mismos…». Si no queremos seguir presenciando «el lento suicidio de un pueblo que, engañado mil veces por garrulos sofistas…, en vez de cultivar su propio espíritu…, hace espantosa liquidación de su pasado…», como dijo Menéndez Pelayo, es necesario una vuelta a la Tradición, en cuya doctrina y práctica se encuentra realmente la verdadera representación política.

  2. #2
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    Re: La representación política tradicional

    Fuente: El Pensamiento Navarro, 29 de Septiembre de 1978, página 3.


    Ante la enésima Constitución…

    La auténtica representación política (I)

    Por José María Domingo-Arnau y Rovira


    Una ordenación real, concreta y, por consiguiente, orgánica de la sociedad española, conforme a la doctrina del derecho público cristiano, sustentada por los clásicos españoles y postulada en los principios ideológicos del tradicionalismo hispano, requiere dos condiciones básicas: el mandato imperativo para la representación política, y el necesario «juicio de residencia» para los que desarrollaron dicho mandato, e incluso para los que hayan ejercido cargos públicos. Sobre el juicio de residencia, ya nos ocupamos en estas páginas (Vide: EL PENSAMIENTO NAVARRO, 15 de julio de 1978).

    Con anterioridad a las elecciones de junio de 1977 para la reforma política, y, recientemente, en ocasión de los debates sobre la Constitución enésima –el adjetivo, según el diccionario de Casares, indica «el número indeterminado de veces que se repite una cosa», adjetivación necesaria en este caso– hemos tenido oportunidad de escuchar frases como éstas: «Cumpliremos el mandato que nos otorgó el pueblo para traer la democracia a España»; «los representantes del pueblo en el Parlamento de la democracia cumplirán el mandato de sus electores»; etc., etc., etc.

    Toda esa fraseología no es más que la puesta en práctica nuevamente de la ficción jurídica que ya sostuvo –hace muchos años– Duguit, en su «Derecho Constitucional», cuando se atrevió a formular: «La nación es una persona titular de la soberanía; esta persona confiere un mandato a otra persona, que es el Parlamento, el cual lo ejerce en nombre de su mandante»; y concluye muy ufano afirmando: «Es el Parlamento entero, formando una persona jurídica, quien recibe el mandato de ejercer esta soberanía en nombre de la nación entera» (!?).

    Es evidente que utilizar como «slogans» frases hechas es conveniente, y casi lógico, en la publicidad comercial, y, en definitiva, no es peligroso creerlos si se trata de ver las ventajas de una lavadora, por ejemplo; pero el asunto pasa a ser delicado y peligroso cuando con falsos slogans políticos, lo que se pretende es obtener votos para montar una falsa teoría de la «representación política». Por eso conviene aclarar algunos términos que contribuyan a evitar futuros engaños, errores, y sobre todo que, ante tanta fraseología hueca de contenido, el pueblo no se vea defraudado una vez más, apartándose de una recta y sana política y participación.


    EL «MANDATO»

    El «mandato», como institución jurídica, tiene su raíz en el Derecho Romano, y de él ha sido recogida la doctrina en numerosos Códigos del mundo. El Código Civil es lo que los juristas denominan «derecho privado», y de éste se ha tomado el concepto de «mandato» para su empleo y utilización en el «derecho público»; por lo que no será erróneo buscar la fuente original –el Código Civil– para examinar cuál es la esencia del «mandato». El título IX del vigente Código Civil español, en el artículo 1709 dispone: «Por el contrato de mandato se obliga a una persona a prestar algún servicio o hacer alguna cosa por cuenta o encargo de otra». De este precepto se desprende que la persona humana, al no poder realizar algunas cosas, obliga –por el mandato– a otra a hacerlas por ella.

    La deducción, como el derecho en sí, es lógica: como consecuencia de los actos de una persona (mandatario) se obliga a otra (mandante), como si ésta realmente hubiera realizado tales actos. Quede esto puntualizado. Siguiendo con nuestro Código Civil vemos que el «mandatario» no puede traspasar los límites del mandato (art. 1714), y en el art. 1719 se determina que «el mandatario, en la ejecución, ha de arreglarse a las instrucciones del mandante. A falta de ellas hará todo lo que, según la naturaleza del negocio, haría un buen padre de familia». Y el art. 1723 determina que «la responsabilidad de dos o más mandatarios, aunque hayan sido instituidos simultáneamente, no es solidaria si no se ha expresado así».

    Fijémonos en dos detalles: «el mandatario no puede traspasar los límites del mandato» (art. 1714), y que ha «de arreglarse a las instrucciones del mandante» (art. 1719). Ello es importante, pues, en caso contrario, los actos realizados serán nulos, exigiéndose, en el Código Civil, la responsabilidad al mandatario; finalmente, el artículo 1733 dispone: «el mandante puede revocar el mandato a su voluntad», que tiene relación con el art. 1720, que dice: a la terminación del mandato «todo mandatario está obligado a dar cuenta de sus operaciones y a abonar al mandante cuanto haya recibido en virtud del mandato, aun cuando lo recibido no se debiera al segundo».

    De lo anteriormente expuesto observamos que son tres las características esenciales del mandato: 1.º Su revocación a voluntad del mandante; 2.º Ajustarse el mandatario a las instrucciones recibidas del mandante; y 3.º La lógica rendición de cuentas al finalizar su gestión el mandatario. Todo ello tiene una consecuencia evidente: el mandatario depende del mandante, y que la representación voluntaria, en todo caso, va siempre unida al mandato.


    EN LA DEMOCRACIA INORGÁNICA, EL MANDATO NO SE PUEDE REVOCAR

    Esta doctrina jurídica, que es la esencia del mandato llamado político en Derecho Constitucional, sin embargo no se tiene en cuenta en el sistema liberal parlamentario de la democracia inorgánica: el mandato no se puede revocar, en ningún caso, por el mandante; el mandatario, llámese diputado o senador o Parlamento, no sigue «instrucciones» de sus mandantes, sino de sus personales criterios o, lo que es peor, del criterio de la ejecutiva del partido al que esté vinculado el mandatario. Finalmente, y como es comprobable, este tipo de «mandatarios» jamás rinden cuentas de su gestión en parte alguna, y, como hemos visto, es éste precisamente el requisito fundamental del mandato, ya que la no rendición de cuentas desnaturaliza el contrato de mandato.

    A pesar de la vigencia del art. 1720 del Código Civil, es evidente que, a lo largo del sistema liberal parlamentario, en ningún momento los diputados o senadores se consideran dependientes de sus mandatos o electores, ni de la nación; está demostrado históricamente que, con tal sistema, los así elegidos se reputan «superiores» al resto de sus conciudadanos. Esta superioridad les lleva a consolidar una «oligarquía» dominante, que en algunos países se hace vitalicia. Este sistema de «representación» puesto en práctica por el sistema demoliberal no deja de ser otra cosa que el medio utilizado por la partitocracia para dominar a las masas de una nación engañándolas con señuelos democráticos. Y esto no son palabras vanas y, por su tono, aparentemente duras; porque cuando no existen instrucciones del mandante, ni rendición de cuentas ni de la gestión encomendada, ni posible revocación, no hay mandato, ni representación, ni siquiera la otra forma jurídica conocida por «fiducia» –el encargo de mandato por la gran confianza ilimitada en el mandatario–, ni nada que se le parezca. Bueno, sí; hay algo que también se conoce en Derecho y no es ajeno al profano de los códigos, pues el engaño tiene una figura jurídica muy caracterizada y una denominación que todos comprenden: la estafa.


    INTRODUCCIÓN DE IDEAS EXTRANJERIZANTES

    Careciendo de esa esencia jurídica, es lógico verificar que, históricamente, las llamadas Cortes o Parlamentos de la democracia liberal jamás han representado fielmente a España. La experiencia nos demuestra cómo esos parlamentarios tan sólo han pretendido introducir ideas extranjerizantes, ajenas a la organización que la realidad española impone. Aún resuena como una injuria política, lo dicho por un destacado dirigente de un partido político, en los recientes espacios de televisión, sobre la próxima Constitución. Este personaje afirmó, y se quedó tan tranquilo, que «el Tribunal de Garantías Constitucionales está copiado de Alemania; lo cual –subrayó– es la ventaja de llegar algo tarde a la democracia…», y así –concluyó– «podemos sacar ideas que los otros países han puesto en práctica». Esto, tan reciente, nos confirma que, en definitiva, las ideas y doctrinas pura y simplemente españolas, a esos «mandatarios» les estorban o no se preocupan en conocerlas y actualizarlas. Este problema se agudiza cuando se observa que algunos de esos diputados, a través de sus partidos, se encuentran sometidos a las decisiones de los homónimos extranjeros, a las Internacionales socialista o comunista. En ambos casos, resulta inútil hablar de doctrina española; es inútil porque es evidente que pretenden imponer unas doctrinas extranjeras.
    Última edición por Martin Ant; 26/05/2018 a las 19:39

  3. #3
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    Re: La representación política tradicional

    Fuente: El Pensamiento Navarro, 30 de Septiembre de 1978, página 3.


    Ante la enésima Constitución…

    La auténtica representación política (II)

    Por José María Domingo-Arnau y Rovira


    LA REPRESENTACIÓN SEGÚN LA DOCTRINA TRADICIONAL ESPAÑOLA

    La doctrina tradicional española sobre la representación es muy distinta a la preconizada por el sistema demoliberal parlamentario. Recordemos que una de las peticiones que hicieron los famosos «Comuneros» era que no podían ser «representantes» los que residieran en la capital del Reino, por su proximidad al monarca… Se evidencia lo importante de tal petición. De seguir hoy vigente tendríamos pocos diputados.

    La designación o el nombramiento de los «procuradores» –en el sistema histórico y tradicional español– era atribución exclusiva de los concejos, cabildos o ayuntamientos; sin que pueda tener atribución alguna en el asunto el poder central, llámese rey o poder ejecutivo. El poder de los «procuradores» está sometido a las reglas del mandato, por eso se llaman procuradores. Tienen que actuar, por consiguiente, dentro de las atribuciones del poder y de las instrucciones recibidas. Todo lo que hicieran fuera de las mismas es nulo o carece de valor. Éste es el origen del mandato imperativo. Y se llega en esta doctrina a impedir que los procuradores, ni sus familiares, puedan recibir ningún nombramiento real o del poder ejecutivo durante el tiempo de su mandato y en un plazo prudencial una vez finalizado el mismo. En esta doctrina ningún «procurador» puede ser designado ministro, subsecretario, director general, etc. Comprendemos perfectamente por qué esta teoría no se pretende poner en práctica.

    Las Cortes tradicionales son las de un Estado monárquico: el rey es el jefe indiscutible e indiscutido del Estado y de la nación; pero no es el jefe absoluto. Las Cortes no gobiernan; el gobierno corresponde al Rey con su consejo. Las Cortes legislan de acuerdo con el Rey. En Cataluña, por ejemplo, desde 1299, las Cortes, teniendo en cuenta que quien paga empleados tiene derecho a exigir que le sirvan bien, intervienen continuamente en los actos de los funcionarios públicos para cerciorarse de su idoneidad, voluntad de trabajo y buena conducta; y en 1311 llegaron a acordar que, para cortar abusos administrativos, después de cada trienio, todos los funcionarios de Cataluña deberían someterse a un juicio de residencia, en el que se daba un mes para las denuncias que contra ellos se formulasen por los agraviados. Veremos si la nueva Generalitat recuerda aquellas normas. Me parece difícil.


    NECESIDAD DEL MANDATO IMPERATIVO

    Volviendo al tema de la representación, es evidente que el mandato imperativo es, por la esencia del propio mandato, el único que puede ostentar tal denominación, y es la única institución que impide que una democracia se convierta en el gobierno de unos pocos o en absolutismo de los dirigentes, o en la oligarquía de la mayoría parlamentaria. Sin la fórmula del mandato imperativo no es posible alcanzar el fundamento de una democracia política auténtica. Donde no existe, la realidad es que gobierna una oligarquía, un pequeño grupo de individuos que generalmente legisla en beneficio propio. La razón de esta afirmación es que, al no sentirse vinculados los representantes con sus mandantes por obligación alguna exigible prácticamente, y encontrarse situados en una posición de privilegio, se aprovechan de ambos factores en favor propio o de su grupo político. El pueblo no tiene otro derecho que el de meter cada determinado número de años una papeleta en una urna; papeleta que, es preciso decirlo, las más de las veces para nada sirve; como obligaciones se derivan: la de obedecer todas las leyes que esa mayoría parlamentaria decrete, pagar los impuestos y observar cómo esos representantes «hacen la carrera política» encaramándose en los puestos del poder ejecutivo: ministerios, subsecretarías, etc.

    Recuerdo que en 1964, en ocasión de ser secretario general del I Congreso de Estudios Tradicionalistas que celebramos en Madrid, tuve oportunidad de dialogar en varias ocasiones con aquel ilustre jurista y político don Antonio Iturmendi Bañales para exponerle las diversas ponencias, entre ellas la que sobre representación política con mandato imperativo se sugería introducir en la proyectada Ley Orgánica del Estado. Iturmendi conocía mejor que yo esta teoría. Se intentó que pasase a dicha Ley; pero fue vetada y no prosperó. Tres años después, en 1967, comenté a Iturmendi que, personalmente, yo no pensaba existiese buena disposición para aplicar realmente la teoría de la Monarquía Tradicional, contenida como enunciado en la Ley de 1958, pues si a los procuradores no se les confería el mandato imperativo, resultaría imposible establecer la democracia orgánica española.


    DEFENSA DE LA ORGANIZAICÓN TRADICIONAL ESPAÑOLA

    Es necesario, no obstante, persistir en el empeño. Es preciso hallar la organización política definitiva para España, que sea verdadera y genuinamente nacional y, por tanto, surgiendo de la esencia misma española, para que podamos dar fin a la revolución siempre latente y que otra vez empieza a levantar cabeza.

    Esta organización política tiene su origen en la religión; pero no para hacer un Estado clerical o teocrático. No olvidemos que, históricamente, los concejos surgen en las parroquias, y las Cortes se derivan de los antiguos Concilios. España, por su religión y por todas las características del español –por nuestras virtudes y nuestros numerosos pecados– es el pueblo más demócrata del mundo. A tal democracia, llámesele social y representativa, para ser «democracia política» requiere ser orgánica.

    Intentar defender una organización tradicional en España no es utopía. La utopía se encuentra en pretender hacerlo con fórmulas extranjeras, mal copiadas, mal aplicadas, y, lo que es más grave, sin saber en qué se basan ni las ideas a qué, o quiénes, obedecen, por proceder de pueblos que son la antítesis de España. En el reciente periodo histórico era presumible las consecuencias a que nos llevaría la definición de «Estado totalitario» –fórmula ajena a España y que, con ribetes de paganismo, mal copiaron Serrano Suñer y sus amigos, de Alemania e Italia–, y ahora, volver a inspirarnos en el liberalismo anglo-francés, es otro empeño temerario. Ambos sistemas –el autócrata o el liberal, de raíces germánicas uno, y el otro de teorías británicas o francesas– no pueden ir con la idiosincrasia de los españoles. Eso explica la falta de interés que ha existido en España hacia tal tipo de Constituciones; ésa será la explicación de las abstenciones en el próximo referéndum; y si la Constitución se aprueba, no tardará en iniciarse el ciclo de las «reformas constitucionales».


    ÚLTIMAS VOCES DE LA REPRESENTACIÓN ORGANIZADA

    En los Estados Unidos, y en otros numerosos países, está teniendo un considerable éxito, con varias ediciones, el libro de Alvin Toffler –«El shock del futuro»–, pues plantea una serie de soluciones ante la sociedad del año 2000. En la página 496 (Ed. Plaza y Janés, 1973) escribe: «Instauremos en cada nación, en cada ciudad, en cada barrio, asambleas constituyentes democráticas encargadas de hacer un inventario social, de definir y clasificar por orden de prioridad los fines sociales concretos para lo que resta de siglo. Estas «asambleas del futuro social», podrían representar no simplemente a localidades geográficas, sino también a unidades sociales –industria, trabajo, iglesias, comunidad intelectual, artes, mujeres, grupos étnicos y religiosos– y brindar una representación organizada incluso a los que carecen de organización».

    ¿No recuerdan esas propuestas de Alvin Toffler a las de la doctrina tradicional española?

    Cuando el mundo se prepara ante las perspectivas de una población de varios millares de millones de seres humanos, para resolver «problemas concretos» en cuya solución todos quieren participar, me parece absurdo volver aquí, ahora, en España, a ensayar las periclitadas teorías decimonónicas.

  4. #4
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    Re: La representación política tradicional





    Fuente: YOUTUBE

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    Re: La representación política tradicional

    Fuente: ABC, 17 de Junio de 2019.


    Contra la partitocracia

    Juan Manuel de Prada


    El otro día me montaron un aquelarre en la televisión, donde se me ocurrió denunciar la usurpación monstruosa de la representación política que se halla en el alma de la partitocracia. Andaban los invitados de izquierdas y derechas enzarzados en sus batallitas habituales, echando mierda sobre los partidos del negociado adverso y maquillando la mierda de los partidos del negociado propio, según mandan los códigos de la demogresca, que tiene que mantener a la gente en un rifirrafe estéril, para que no advierta que se ha quedado sin representación política. Pero, ¡ay!, en cuanto se me ocurrió denunciar el alma de la partitocracia, olvidaron sus diferencias y se lanzaron sobre mí como hienas, temerosos de que la gente que nos escuchaba diese en la funesta manía de pensar. Pues la partitocracia, como nos enseña Simone Weil, necesita alimentar las pasiones sectarias, haciendo que «choquen entre sí con un ruido infernal que hace imposible que se oiga, ni por un segundo, la voz de la justicia y de la verdad».

    Pero, aunque los ganapanes sistémicos que alimentan la demogresca traten de silenciarlo, hay gente que se rebela contra esos manejos partitocráticos, aunque sea de forma inconsciente o intuitiva. Así interpreto yo, por ejemplo, el triunfo de un alcalde comunista en Zamora. Mucha gente me pregunta pasmada por el éxito de Francisco Guarido, dando por hecho que los zamoranos somos «gente conservadora». Pero lo cierto es que los zamoranos hemos sido siempre gente levantisca y antisistémica que se ha revuelto contra todas las dominaciones uniformizadoras (según el auténtico espíritu tradicional español, para el que «la integración viene después de la diferenciación», como señalaba Unamuno). No en vano el héroe popular zamorano es el guerrillero Viriato, cuya estatua se erige sobre una peña, con la leyenda «Terror Romanorum» a sus pies. Y no en vano el episodio más emblemático de nuestra historia es el llamado «cerco de Zamora», celebrado por el romancero y protagonizado por doña Urraca, que se rebeló contra el designio uniformizador de su hermano Sancho, a quien Bellido Dolfos atravesó con el venablo mientras cagaba. Agustín García Calvo veía, tanto en la devoción a Viriato como en el episodio del cerco, «la rebeldía de Zamora contra aquello que fue en la antigüedad lo más análogo a lo que la nación y el Estado moderno habían de ser». Y esa rebelión tradicional, que los zamoranos personifican en Viriato y en doña Urraca, adquiere nueva expresión en la elección de un alcalde que se escapa a los designios de la partitocracia, dictados por unos caudillitos de Madrid que chalanean con los votos para cocinar los «pactos» que convienen al mantenimiento de sus respectivas oligarquías. Por eso los zamoranos, que no quieren dar un cheque en blanco a los caudillitos de Madrid, votan por este Guarido que, antes que rojo o azul, es zamorano y responde ante los zamoranos.

    Y es que el alma de la partitocracia no es otra sino la destrucción de cualquier vestigio de representación política, suplantando el mandato imperativo de los votantes por el mandato imperativo de los caudillitos de cada partido, que hacen lo que se les antoja con la voluntad de sus votantes, sin preocuparse de cumplir sus promesas electorales (puesto que no responden ante ellos, que no pueden revocarles el mandato). Por denunciar una verdad tan palmaria me quisieron acallar el otro día en la televisión; pero los zamoranos no nos callamos ni debajo del agua. Aunque conviene aceptar que no tiene sentido alzar «la voz de la justicia y de la verdad» donde vociferan las pasiones sectarias de los ganapanes de la partitocracia.

  6. #6
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    Re: La representación política tradicional

    Libros antiguos y de colección en IberLibro
    Fuente: XL SEMANAL.COM



    Partitocracia




    Juan Manuel De Prada


    [23 de Junio de 2019]




    Las resacas electorales siempre nos traen, como una marea de detritos, los ‘pactos’ y ‘alianzas’ de los partidos para formar gobiernos ‘estables’ (o sea, gobiernos que garanticen la estabilidad a quienes pactan). Y, con la atomización del mapa político, estos ‘pactos’ y ‘alianzas’ post-electorales alcanzan cotas de chalaneo difícilmente superables, tan descaradas y sórdidas que hasta la gente con más tragaderas siente que su idolatría partitocrática se tambalea. «¡Yo no voté a Fulanito para que ahora forme gobierno con Menganito!», se quejan amargamente algunos. ¡Qué espectáculo de conmovedora ingenuidad!


    En sus Notas para la supresión de los partidos políticos, la filósofa francesa Simone Weil nos enseña que «nunca hemos conocido nada que se asemeje, ni de lejos, a una democracia. En lo que nombramos con ese nombre, el pueblo no ha tenido nunca la ocasión ni los medios de expresar un parecer sobre un problema cualquiera de la vida pública; y todo lo que escapa a los intereses particulares se deja para las pasiones colectivas, a las que se alimenta sistemática y oficialmente». De hecho, ¿qué son los partidos políticos, sino máquinas confeccionadas para atender intereses particulares (los de quienes los integran y los de sus patrocinadores), a la vez que exaltan pasiones sectarias y divergentes entre sus adeptos? Estas pasiones divergentes no se neutralizan entre sí –prosigue Simone Weil—, sino que «chocan entre sí con un ruido verdaderamente infernal que hace imposible que se oiga, ni por un segundo, la voz de la justicia y de la verdad». Los partidos políticos no tienen otro fin sino su propio crecimiento; y, para lograrlo, fanatizan a sus adeptos, haciéndoles creer cínicamente que dan voz a sus quejas y anhelos, enarbolando causas de apariencia noble. Todo ello con el objetivo de «matar en las almas el sentido de la verdad y la justicia».

    Para lograr este fin, los partidos dejan huérfana de representación política a la sociedad, prohibiendo el mandato imperativo de los electores; y, a cambio, consagran una parodia de representación fundada en el mandato imperativo de los líderes de cada partido, que hacen con los votos de sus adeptos lo que se les antoja. Se afirma grotescamente que la soberanía «reside en el pueblo»; pero luego resulta que ese presunto soberano… ¡tiene prohibido dar instrucciones a sus representantes, tiene prohibido exigir el cumplimiento de sus promesas electorales, tienen prohibido revocar el poder que les otorgaron! ¿Qué mierda de ‘soberanía’ es esa? La dura realidad es que los partidos políticos disponen de sus votantes como si fueran siervos, mientras la sociedad política es suplantada por una ‘opinión pública’ artificiosamente creada por los medios de comunicación (con sus hijas tontas, las encuestas demoscópicas), que moldean a su antojo la agenda política, siempre según el dictado plutocrático. Se trata de la más monstruosa usurpación de poderes que uno imaginarse pueda: nuestros diputados pueden pavonearse de que no son mandatarios ni delegados; pueden presumir de no recibir instrucciones de sus votantes; pueden pasarse las promesas electorales por salva sea la parte; pueden utilizar el poder que les otorgaron sus votantes para hacer exactamente lo contrario de lo que sus votantes les demandaban o exigían. ¡Y a este contubernio los ilusos lo llaman democracia!

    La representación política, en los regímenes partitocráticos, ha dejado de fundarse en un mandato para convertirse, simple y llanamente, en una usurpación. Y toda posibilidad de influencia sobre el gobierno se reduce a una elección periódica, atendiendo a un programa que los candidatos no tienen obligación alguna de cumplir. Los partidos políticos que mediatizan la representación del pueblo lo hacen como el tutor de un niño o de un disminuido mental al que no tiene sentido alguno consultar. En las elecciones nos ofrecen listas cerradas que no cabe alterar; y la victoria les otorga libertad absoluta para dirigir nuestras vidas en la dirección que les pete, sin más límite que el que ellos mismos, magnánimamente, quieran imponerse. No habrá democracia mientras no se recupere la representación como mandato; es decir, mientras el candidato elegido no tenga que responder ante los votantes de su circunscripción, sin disciplina partidaria. Hasta entonces seguiremos disfrutando de los primores de la partitocracia, un régimen de alternancia de oligarquías que –como no podía ser de otra manera– pactan entre sí lo que les conviene, seguras de que sus adeptos terminarán aceptándolo, pues para entonces ya han matado en sus almas el sentido de la verdad y la justicia.


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    Última edición por Martin Ant; 25/06/2019 a las 19:21
    Hyeronimus dio el Víctor.

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