«Cartas del sobrino a su diablo (XVIII)» por Juan Manuel de Prada para el periódico ABC, artículo publicado el 14/06/2020.
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Sin duda, titísimo Escrutopo, debemos felicitarnos por la muerte ignominiosa de esos miles de ancianos en las residencias convertidas en morideros coronavíricos, con el estrambote siniestro de los negociados partitocráticos tratando de endosar la mortandad al adversario. Pero tú y yo sabemos que nuestro triunfo es sólo aparente.
Fuisteis los carcamales de tu generación quienes conseguisteis destruir la institucion familiar, haciendo odiosos para los hombres modernos los frutos fecundos de la tradición. Así lograsteis borrar del corazón humano la concepción de las sucesivas generaciones humanas como eslabones unidos de una cadena (vinculum) que se brindan mutuamente apoyo y fortaleza. Para ayudar a los ancianos a sobrellevar sus padecimientos, el mundo todavía regido por la tradición contaba con una auténtica comunidad familiar que cuidaba de ellos y los confortaba, haciendo presente -mediante la ofrenda de sus desvelos- al Enemigo en sus vidas. Pero los carcamales de tu generación hicisteis creer a los hombres que su vida sería más plena si rompían las cadenas de la tradición y se convirtían en eslabones sueltos y desvinculados. Y así, el hombre autónomo se «independizó» de la familia que reprimía el libre desarrollo de su personalidad, para convertirse en una mónada satisfechísima que ya no tiene que cargar con el lastre de sus viejos, a los que aparca en un moridero, para que otros cuiden mercenariamente de ellos. Sólo que ese hombre autónomo que se desentendió de sus padres ignora que su destino será aún peor, pues su cuerpo acabará también pudriéndose en un moridero; mientras que su alma ya se está pudriendo, mientras consume bulímicamente series de Netflix y porno gratis durante toda la cuarentena.
Pero para que en este mundo sin tradición los hombres que han abandonado a sus viejos puedan dormir tranquilos hay que imponer una visión de la vejez como edad excedente, sobrante, superflua. Hay que borrar de las almas la noción cristiana de la vida como drama, en la que la escena final es siempre la más importante y la que dota de sentido a todas las anteriores. Y, por supuesto, hay que hacer olvidar que en la vejez florece lo que el cabrito de Cicerón llamaba el «brillante regalo de la edad», el consejo y la autoridad que, por no estar contaminados los viejos por el ansia de poder, son el mejor antídoto contra las traiciones a la patria y las confabulaciones clandestinas con sus enemigos; todos esos actos criminales, en fin, a los que los ansiosos gobernantes jovenzuelos son tan proclives, como se comprueba en la España coronavírica.
Y ya que la vejez no puede ser «curada» mediante la medicina, la medicina se debe encargar de apacentar a los viejos hasta los rediles de la muerte. Rediles que, en circunstancias de bonanza, serán plácidos como una inyección de morfina. Pero que, en circunstancias de crisis coronavírica, serán rediles angustiosos, en los que los viejos perecerán muy lentamente, entre estertores y paroxismos de asfixia, abandonados de sus familias y privados de los últimos sacramentos, para después pudrirse durante unos cuantos días, antes de arder en el horno crematorio. Todo sería perfecto para nuestra causa, ¡oh titurbitáceo calabazón!, si el Enemigo, al que se le impidió la entrada por la via sacramental, no se hubiese colado en esos morideros por otras vías misteriosas, para mirar a los ojos a quienes lo imploraron. Porque el Enemigo siempre se sale con la suya in extremis, por mucho apoyo que nos brinde la chusma gobernante y partitocrática. Y es que el apoyo de esta chusma reñida entre sí es el apoyo inútil de los eslabones sueltos, mientras el Enemigo sigue haciendo cadena con los hombres que lo invocan.
https://www.abc.es/opinion/abci-juan...1_noticia.html
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