En Birmania Dios mirab
a para otro lado
Publicado el 10 Mayo, 2008 Autor Pedro Rizo |
Más de 40.000 muertos, 100.000 desaparecidos, ciudades borradas del mapa, futuras epidemias, un millón de gentes sin techo. De nuevo el escalofrío ante el desastre telúrico, descomunal, por el que enseguida se nos bombardea con la estupidez: ¿Y dónde estaba Dios cuando bien podría haber evitado tanta desgracia? Si existe Dios, ha de ser según nuestro interés y diseñado como robot de japoneses. Dios existirá sólo en el caso de que se comporte ajustado a nuestros esquemas. Acreditados pastores católicos dicen que la Iglesia queda desconcertada a la queja unánime de que «la muerte de tantos inocentes sea un castigo impropio de un Dios Padre providente y bondadoso». A lo que sigue la forzosa conclusión de que Dios no existe. Por tanto, con esa intención tácita, o flagrante, se siembran reclamaciones de cara humanitaria pero de claro diseño en las logias masónicas. Muchos sacerdotes no saben qué decir, desconcertados ante la dimensión de estas catástrofes. Se limitan a insistir − especialmente desde que Maritain interpretó a Santo Tomás -, en que Dios permite el mal… (“Y Dios permite el mal”, J. Maritain.) ¡Vaya diosecillo que hacemos del Padre Eterno! Dios ni quiere ni es su origen ni permite ni tiene nada que ver con el mal y el sufrimiento. Eso es cosa nuestra, de sus criaturas celestes y terrestres.
Iglesia desconcertada y sin saber qué decir… Pienso que no es verdad, al menos en nuestra jerarquía tan mediatizada en estos últimos años por la titulitis. Tal vez la magnitud del daño nos fascine e impida reflexionar. Pero san Pablo enseñaba que por el pecado entró en el mundo la enfermedad y la muerte, en el sentido de que fuimos creados con unas facultades que perdimos por nuestra rebeldía. Eran éstas:
No obstante, prescindamos de esta enseñanza y preguntémonos sin más formación que la media general. ¿Es culpable Dios de que se ahogue un muchacho de 16 años en una laguna? El muerto fue prudente, sabía nadar muy bien… pero se ahogó en el agua. Si Dios hizo el agua y en ella se ahogó… Ahí está el culpable, ¡Dios! Los terremotos y los volcanes, los ciclones y las inundaciones proceden de fuerzas naturales que dan vida al planeta Tierra. Cuando se manifiestan en toda su devastación no es que Dios quiera nuestra desgracia sino que nosotros vivimos con ese riesgo. Por ejemplo, la electricidad. Es una fuerza natural que nos rodea cada minuto del día. Pero alguna vez se incendia una estación distribuidora, se electrocuta un niño… ¿Le vamos a echar la culpa a Dios por crear esta energía? Los mafiosos, los terroristas, etc. son crueles con sus extorsionados; algunos peor que alimañas y, sin embargo, también hijos de Dios. Del dolor y el mal de que se nutren, ¿es culpable Dios?
- La inmortalidad, don decisivo para el caso que comentamos.
- La inmunidad, ante todo sufrimiento o enfermedad.
- La impasibilidad, con que las pasiones se sujetaban a la influencia del alma.
- La ciencia infusa, para el conocimiento de la Creación sin exigencia de estudio.
En esta moda de culpar a Dios debe haber gato encerrado. Y este gato es, primero, el error de considerar que la vida es lo más importante. La vida no es lo más importante para las gentes de fe cristiana, sino el porqué de que exista la vida. Es decir, lo que hay al otro lado de sus extremos, el nacer y el morir. La razón de que estemos vivos y la de la muerte que acecha como ladrón. En el misterio de por qué vinimos y el de adónde iremos radica nuestra explicación y la necesidad de religión. Por eso mismo, la religión es un misterio y no una ecuación sin resolver. Justamente, conocer y recordar la precariedad de la existencia es una bendición pues que los hombres volvemos a la inquietud sobre nuestro destino, glorioso por la Cruz cristiana. Y es justamente la muerte, segura y por sorpresa, la vacuna contra el grosero materialismo que se muestra en esas estrambóticas demandas a Dios. ¿Qué otra cosa sino materialismo es magnificar la vida como valor máximo? Si la vida es el máximo valor de la nueva Iglesia posconciliar qué sentido tiene entonces su aparato clerical. Por este espíritu materialista es por lo que no se entiende que personalidades relevantes, a las que se supone la fe, le pidan cuentas a Dios de por qué “permitió” esta o aquella desgracia. ¿O sí se entiende…?
Veamos unos inquietantes ejemplos que citamos en el orden en que se produjeron. Primero, fue el muy liberal y socialista señor Bono, ex presidente de la Comunidad Autónoma de Castilla-La Mancha, quien públicamente le pidió cuentas a Dios por haber permitido en España la guerra civil. Poco después, Benedicto XVI, el Papa, en su visita a Polonia y ante los hornos crematorios, exclamó: “¡Oh, Dios! ¿Por qué permitiste esto?” Y para completar tan curiosa trinca de coincidentes, también el rey Don Juan Carlos emitió por aquellos días igual reproche a Dios, en Valencia, por los muertos en un accidente de Metro. No sé si tales personajes cayeron en blasfemia, pero estoy bien cierto de que sus humanitarias quejas son una farisaica inducción al materialismo, de lo más basto y demagógico, cuya fase final es meter a Dios en el cuarto trastero.
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