Porque sí, aquí en Alagón, donde ha sido el servidor de todos, recibe el todavía joven superior la noticia de su destino a las difíciles misiones africanas aceptadas por la congregación claretiana en el Golfo de Guinea hace tan solo siete años. Allí han fallecido ya dos prefectos apostólicos y muchos misioneros en plena juventud. Para todo misionero hay siempre un “más allá” posible para anunciar el Evangelio de Jesús.
Y ahora, ese “más allá” para nuestro P. Armengol Coll es la Iglesia que está naciendo en el implacable trópico africano. Así lo acuerda todo el gobierno general de la congregación misionera que escribe a la Santa Sede proponiendo como nuevo prefecto apostólico para las lejanas misiones del Golfo de Guinea,“el Rvdo. Padre Armengol Coll, Pbro. superior de uno de nuestros principales colegios, sacerdote ejemplar, edad 31 años, talento y aplicación meritísimo, el cual bajo todos los aspectos nos merece entera confianza”.
El camino que lleva nuestro joven misionero a Guinea pasa por Madrid. En la capital del Reino ha de hacer las gestiones necesarias y recibir la conveniente información de todo cuanto ha de llevar y de lo que le va a sobrar, aunque allí falte de todo. Relee de nuevo la “Memoria de las Misiones de Fernando Poo”, escrita por el P. José Mata. Con él realizan los trámites necesarios. Activa la impresión de la “Gramática bubi”, que se está editando y que él quiere esté lista el día de su embarque para Guinea para estudiar, durante los largos días de viaje, la lengua en que ha de evangelizar a los nativos de la Isla de Fernando Poo.
Se informa también con el P. Mata del estado económico de esas misiones africanas. Como buen catalán que es el P. Armengol, será siempre un administrador detallista y fiel. Y gracias a sus cuentas y sus cálculos, no andará tan mal la pobre economía de los misioneros en esas misiones guineanas.
El 24 de septiembre, el nuevo prefecto apostólico está de regreso en Barcelona y pronto para zarpar, nervioso pero feliz. Escribe: “Es éste un día muy señalado para mí”. Empieza a ver realizados sus sueños misioneros, más allá de ese mar que separa la vieja Europa del misterioso continente africano.
Han ido llegando sus compañeros de viaje y de misión. Los más veteranos son él y el P. Sutrías, los dos de 31 años. El más joven, el P. Sala, con 22 abriles solamente. Embarcan a las once y media de la mañana en el cansado vapor Larache. En alta mar, pronto se encrespan las olas con un viento recio y el barco es juguete de un mar embravecido. Hasta Cádiz, a donde llegan el día 27, no se reponen del mareo. A todo ha de estar dispuesto un misionero.
Rumbo a Guinea, es parada obligada la de Las Palmas de Gran Canarias, donde se les suma otro misionero, el H. Eulalio Sanz, navarro de trato cordial. Y aquí, cumpliendo la cuarentena impuesta al buque, se enteran de la muerte en Guinea de otro misionero, el P. Vicente Causada, fallecido al año y medio de estar en esas insalubres misiones, y a los 27 años de edad. Pero nada les arredra a ese puñado de misioneros.
Dakar es otra parada obligada. Es el primer contacto con el continente africano. La cuarentena impuesta al Larache les impide también aquí desembarcar. Y han de aguantar las altas temperaturas tropicales mientras se distraen los pasajeros viendo cómo saltan los delfines en torno al buque, y contemplando las faenas de carga y descarga. A poca distancia pueden ver la histórica isla de Gorea, mercado de trata y venta de esclavos con destino a América.
En Monrovia, capital de Liberia, ciudad fundada en 1822, pueden descender del buque y acercarse en cayucos hasta la playa para pisar tierra firme, aunque la nueva ciudad no tiene